Paseando por una nueva ruta

Life Lessons

Caminando por la nueva ruta

Sergio García salió de la puerta del antiguo taller de rodamientos de Avilés, apretando en el bolsillo un papel de cálculo. Las rejas que había marcado treinta y dos años atrás quedaban vacías, como una grieta en el camino de siempre. Sobre los álamos a la orilla del río cantábrico revoloteaban hojas amarillas; el viento las arrancaba y las arrastraba contra la cerca. Sabía que al día siguiente nadie volvería allí, la seguridad seguiría vigilando solo hasta final de mes, mientras retiraban la maquinaria.

En su piso de una sola habitación, en el sexto piso del edificio, le esperaban una taza de té tibio y el silencio del vestíbulo. Se sentó a la mesa, extendió las facturas: gas, teléfono, fondo de reparaciones. El dinero le alcanzaba para uno o dos meses, después tendría que decidir cómo pagar. El Servicio Público de Empleo prometía protección ampliada para prejubilados, pero el historial de torneromaquinista no convencía a los emprendedores locales. Las cotizaciones son altas, lo siento, repetían cortésmente.

Una semana después, Sergio acudió al centro de empleo. La gestora ajustó su credencial y, con tono monótono, enumeró los programas de reciclaje para mayores de 55 años: vigilante, operario de almacén, conserje. Sobre la mesa reposaba un folleto brillante con letras pequeñas sobre las bonificaciones aprobadas en 2024. Protección con protección, pero sin vacantes. Salió a la calle y, sin saber a dónde ir, se dirigió al paseo marítimo. Allí, un grupo de adolescentes escuchaba a una guía del centro provincial, que hablaba del antiguo almacén del mercader Lladó. Sergio se dio cuenta de que sabía más del sitio: su bisabuelo transportaba traviesas allí, hasta que el incendio de 1916 redujo el edificio a cenizas.

Al atardecer, sacó del armario el viejo archivo familiar: postales, un fajo de fotos amarillentas, cuadernos de su abuelo. Los papeles olían a papel seco y polvo. En una nota, el abuelo trazaba una ruta del andén a la lechería: por los postes de kilómetro, cruzando el barranco de Ratiñán. Sergio la recorrió con la mirada y sintió una ligera excitación. ¿Y si mostraba la ciudad tal como la recuerdan los viejos patios, sin pomposidad, con sinceridad?

La solicitud de acreditación puede presentarse hasta marzo dijo sin mucho entusiasmo la empleada del área de turismo, hojeando un prospecto. Después, la ley federal prohibirá ejercer como guía sin título. Hay programas, pero pocos plazas aquí.

Sergio entregó un borrador de la ruta: Estación, Descenso de Lladó, Arroyo de la Piel. La mujer asintió sin mirarlo: Lo tendremos en cuenta. Diez minutos después ya estaba en el pasillo, observando las paredes desconchadas. La hoja con el itinerario permanecía sobre la mesa, aplastada por una grapadora.

Al día siguiente salió a la ciudad con su cuaderno. En el puesto de pan de la esquina, el viejo soldador Fernando vendía manzanas de su huerta. ¿Planeas excursiones? murmuró. La gente necesita trabajo, no cuentos. Sergio anotó de todas formas: Puesto en sitio de la columna de bomberos de 1890, cimiento de piedra revisar. La anotación parecía tenue, pero cada línea le daba sentido al día.

Al anochecer llegó a la biblioteca de la calle del Sol. La sala de lectura cerraba a las nueve. La bibliotecaria mayor, Luz María, le mostró la estantería de Patrimonio local, suspirando: Apenas la usan, sólo los estudiantes y, a veces, por encargo. Sergio se sumergió entre los tomos: informe del concejo municipal de 1914, anuario Río y Puerto. Fechas y nombres saltaban de las páginas, pero a veces brillaba un detalle: el puente construido por los herreros del taller solo duró dos años, arrasado por una crecida.

Tres semanas después, regresó a la administración municipal con una libreta gruesa, ya llena de notas. El subdirector de cultura hojeó las primeras páginas y, echando un vistazo al móvil, comentó: Tenemos aprobado el itinerario Centro Histórico, el presupuesto está asignado. Sus datos son interesantes, pero primero necesita la acreditación de guía. Inténtelo en primavera, si amplían la financiación. En el pasillo, Sergio sintió una mezcla de frustración y una inesperada tenacidad. Si le impedían buscar, seguiría buscando.

Una mañana de noviembre, cuando la hierba se tornó gris por el escarcha, encontró en la entrada al antiguo capataz, Antonio Naranjo, que se dirigía a una obra como ayudante. ¿Sigues persiguiendo los libros? preguntó. Sí respondió Sergio. Hay cosas que no sirven de nada, pero ayudan a vivir. Naranjo se encogió de hombros, pero le ofreció: Te presto mi cámara, por si te sirve.

En el archivo municipal olía a yeso húmedo y cal fría; los radiadores apenas calentaban. Sergio, con una chaqueta gruesa, se sentó ante un escritorio de melamina y hojeó los periódicos Vida del Suburbio de 1911. Los anuncios de ferias daban paso a notas sobre carteras perdidas. Con lápiz marcó una nota sobre el lanzamiento de la línea de caballos que unía la estación con la plaza mayor. Los manuales no la mencionaban. Tal vez la línea fuera demasiado corta para quedar en la memoria, pero ese pequeño trazo ya cambiaba la visión.

Al caer la noche, el hervidor cantó y en la pantalla del portátil parpadeó el precio de los cursos profesionales: catorce mil euros, incluso con subsidio, era caro. Sin embargo, la ruta no lo abandonaba. Por la radio anunciaban que la región se preparaba para la nieve: la primera década de diciembre prometía menos cinco grados. Sergio se subió el cuello del abrigo y sacó del armario una vieja carpeta para documentos, para no perder nada al día siguiente.

El cinco de diciembre, cuando los primeros copos de nieve giraban sobre la plaza, volvió al archivo, casi solo. El archivero le entregó una caja pesada con fotografías de la exposición industrial de la época. Sergio pasó las tarjetas con cuidado hasta que sus ojos se toparon con una imagen: un pabellón brillante, una multitud con gorras de bombín, y al fondo, un pequeño vagón con la inscripción Línea de la Laguna. Los rieles llegaban a la estación, un policía de facciones largas caminaba por la acera. Se quedó paralizado. Ni en los manuales ni en la monografía Línea de la Laguna aparecía esa referencia y, por lo tanto, él sostenía la prueba de la primera, aunque corta, rama tranviaria de la ciudad. Con delicadeza guardó la foto en un sobre y la metió en el bolsillo interno. La excursión debía nacer, aunque fuera a construirla de cero. No habría vuelta a la vida anterior.

Con la única prueba esa foto en el sobre Sergio sentía que llevaba en los hombros un vagón entero. Al salir del archivo, no volvió a su casa inmediatamente; se dirigió a la biblioteca, donde el escáner funcionaba a la perfección y Luz María no hacía preguntas innecesarias. En cinco minutos la tarjeta se convirtió en un archivo nítido, y en la pantalla apareció la fecha de sello: 20 de julio de 1912. Comparó de nuevo la firma manuscrita Línea de la Laguna con la anotación que había leído al mediodía. Coincidían.

Esa noche, Sergio envió la imagen a su móvil y la publicó en el grupo de chat del barrio Nuestro barrio, nuestra ciudad: ¿Alguien ha oído hablar de esta línea? Firmó con cautela: Recopilando material para una visita guiada. Los primeros mensajes llegaron rápido: emoticonos, interrogantes, y un escéptico que comentó: Photoshop. Pero al amanecer, el profesor de historia, Antonio Tolchacón, solicitó una copia para su club de estudiantes, y el administrador del grupo ofreció redactar una breve nota.

Dos días después, el subdirector de cultura, el mismo que había hojeado la libreta, lo llamó. La voz estaba tensa pero cortés: Queremos ver el original. Sergio acordó encontrarse en el ayuntamiento y llegó con la carpeta. En la recepción olía a grapadora y a linóleo viejo. El funcionario, mirando el reloj, pidió que dejara la tarjeta para verificar autenticidad, pero Sergio negó con firmeza: No puedo entregarla, pero puedo mostrarla y enviar un escaneo. Su obstinación rindió frutos: le propusieron inscribirse en la próxima sesión de la comisión de acreditación, el 18 de diciembre. Sin acreditación, le recordaron, cobrar por la visita sería ilegal.

Quedaba una semana para la comisión. Cada mañana Sergio recordaba los tornos, donde cada pieza encajaba a la perfección. Aquí no había ranuras, pero sí lógica: disipar dudas ajenas con hechos. Imprimió el itinerario, añadió una parada en la antigua depuradora y llamó a Naranjo: ¿Puedes prestarme la cámara? La necesito. El domingo, bajo el crujido del hielo, recorrieron todo el trayecto desde la estación hasta la plaza donde una vez corrieron los rieles. Naranjo disparó, refunfuñó que le helaban las manos, y al final confesó: Sabes, es interesante caminar cuando tienes algo que contar. Sus palabras calentaron más que los guantes.

La comisión se reunió en el salón de actos del instituto: tres expertos, un representante de la comunidad autónoma y una docena de aspirantes. Sergio llevaba el expediente de fotos, escaneos de periódicos y una certificación del fondo archivístico. Primero indagaron sobre normas de seguridad, derechos del turista y hojas de ruta. Después, pidieron una chispa. Desplegó la imagen de la Línea de la Laguna y explicó brevemente que la rama se había prolongado solo ocho cuadras y, tras una crecida, se desmanteló, por eso casi no quedó registrada. Una mujer del jurado comentó: Este relato podría incorporarse al programa municipal. Al cabo de media hora anunciaron el veredicto: ocho candidatos aprobados, entre ellos Sergio García. Le entregaron una tarjeta provisional laminada con el escudo de la comunidad.

A la mañana siguiente, colocó la credencial sobre la chaqueta y publicó el anuncio: Excursión a pie El tranvía que nunca existió domingo, punto de encuentro en la antigua torre del reloj. Precio simbólico: ciento cincuenta euros por persona. A mediodía, doce vecinos ya estaban inscritos: la bibliotecaria Luz, el profesor Tolchacón con dos alumnos de décimo, y, para sorpresa de Sergio, la secretaria del propio subdirector de cultura. La nieve caía fina, sin viento, el empedrado crujía bajo los pasos del grupo que se dirigía a la primera parada.

Sergio hablaba con la precisión de quien una vez dirigió una cuadrilla antes de poner en marcha una máquina: claro, sin gestos superfluos. Mostró fotos de la antigua plaza del mercado, narró cómo los caballos tiraban los vagones sobre los rieles y los niños lanzaban piedras para que resonaran. En la antigua columna de bomberos hizo una pausa, desplegó una gran hoja con la tarjeta escaneada cortesía de Naranjo. Tolchacón quedó boquiabierto, la secretaria grabó un breve vídeo, los estudiantes pidieron tocar la hoja. Por primera vez en semanas, Sergio escuchó a alguien susurrar al compañero: ¿Será verdad?. Ese susurro retumbó más que cualquier aplauso.

Al terminar la caminata, después de dos horas, ofreció a todos un té caliente del termo en el punto final y colocó en la tapa del contenedor una caja de sugerencias. La gente dejó billetes y monedas, anotó teléfonos. La secretaria municipal comentó brevemente: La dirección quiere agradecer y proponer incluir la ruta en el calendario oficial para la primavera, si preparan la documentación. Sergio asintió, pensando: por primera vez la administración habla de nosotros, no de vosotros. Guardó la tarjeta con el número de contacto en el bolsillo interno, junto al sobre.

Esa noche, al quitarse las botas en la alfombra, esparció el ingreso sobre la mesa: mil quinientos euros exactos. No son millones, pero bastan para pagar internet y parte de las facturas. En la cocina, la lámpara iluminaba con luz tenue; bajo la tetera reposaba el periódico con la sección de ayudas a prejubilados, que ahora le parecía menos intimidante. Sergio abrió su cuaderno y escribió: Próxima parada puente de artillería 1913, destruido por la crecida. En el rincón de su vista, la luz del farol fuera daba una luz azulada a la ligera nevada. La ciudad respiraba en silencio, sin grandes palabras, pero ese aliento le había abierto también un lugar para él.

Dos días después entregó en la administración una carpeta: hojas de ruta, copias de documentos archivísticos y una carta proponiendo un seminario para guías municipales. La secretaria se sorprendió, pero aceptó los papeles. Al salir, se detuvo frente al tablón de anuncios: allí colgaba el cartel Festival de paseos callejeros de primavera, con fecha de inicio en marzo. En la parte inferior, un espacio vacío esperaba nuevas hojas. Calculó mentalmente cuántos pasos había entre el tablón y el antiguo depósito, y sonrió: treinta y ocho, exactamente como la distancia entre la máquina de torno y la ventana del taller. El cuerpo recuerda las medidas, aun cuando el camino cambia.

Antes de dormir, sacó del sobre la foto original, la sostuvo bajo la lámpara de escritorio y la guardó en una bolsa de plástico. Luego fijó en la pared el mapa de la ciudad y, con una pequeña pegatina, marcó los lugares que aún debían resonar. En la habitación no había ruido de máquinas ni olor a aceite; sólo el susurro de los copos de nieve contra la ventana. Apagó la luz, dejando que la lámpara funcionara como nochecilla. La luz moteada se posó sobre el mapa. El itinerario continuaba

Rate article
Add a comment

12 + three =