— ¡Hoy me has dicho que te casaste conmigo porque soy ‘cómoda’! — ¿Y qué? — encogió los hombros. — ¿Acaso es algo malo?

Life Lessons

Hoy me dijo que se casó conmigo porque era “cómoda”. ¿Acaso es algo malo? se encogió de hombros con indiferencia.

¿Otra vez con esa bata vieja? Javier lanzó una mirada de disgusto a Lucía mientras se ajustaba los gemelos de la camisa, como si se preparara para una batalla.

Ella se quedó inmóvil, sosteniendo la taza de café. El vapor ascendía en finos hilos, quemándole los dedos, pero no los apartó.

Es cómoda.

Sí, cómoda resopló él, arreglándose la corbata frente al espejo. Como todo en ti.

Lucía bajó la mirada. El café ya no humeaba. La superficie negra reflejaba el techo, como un espejo roto.

Javi, tú

¿Qué? Ya sacaba las llaves. El metal tintineó contra el aro de su alianza.

Nada.

La puerta se cerró con tanta fuerza que temblaron las estanterías con porcelanas.

***

Se conocieron en el trabajo. Ella, una contable callada que escondía el pelo en un moño descuidado. Él, un directivo arrogante cuya risa resonaba en los pasillos. Javier cortejaba con rosas mojadas y cenas a la luz de velas, donde pedía para ella un filete al punto sin preguntarle qué le gustaba.

No eres de las que se quejan por tonterías, ¿verdad? preguntó en la tercera cita, colocando la servilleta sobre su regazo.

No sonrió ella, ignorando las alarmas.

Bien. Mi ex siempre armaba escándalos

No le dio importancia. Luego vinieron la boda, los niños, la casa. Todo como debe ser.

Solo que, cuando se probaba un vestido de tirantes, él decía:

Algo más sencillo te iría mejor.

O, al pintarse los labios:

¿Para qué? Si solo estás en casa.

O cuando compró un perfume floral:

Huele a tienda barata. ¿Quieres parecerte a la tía Maribel de contabilidad?

Y dejó de usarlo.

En su cumpleaños, le regaló una aspiradora.

La vieja chirriaba explicó mientras ella abría la caja. Siempre te quejabas al limpiar.

Ella dio las gracias. Luego miró por la ventana, pensativa, hasta que los niños la llamaron para cortar la tarta.

Pero calló. Porque, al fin y al cabo, era un buen marido. No bebía, no pegaba, traía dinero.

¿No era suficiente?

***

¿Nunca me has querido?

La misma noche. La misma conversación. Javier evitó su mirada, como si revisara si la ventana estaba cerrada.

Claro que Eres la esposa perfecta.

Eso no es una respuesta.

Suspiró, como si le explicara a un niño.

Lucía, ¿por qué complicas las cosas? Todo va bien.

¡¿Bien?! Su voz tembló, no de lágrimas, sino de rabia acumulada. ¡Hoy me dijiste que te casaste conmigo porque era “cómoda”!

¿Y? se encogió de hombros. ¿Es malo?

Lo miró como si lo viera por primera vez: ese bronceado de jugar al pádel con los compañeros, no con ella. Esa arruga entre cejas, no por preocupación, sino por irritación.

¿Y Marta?

Su rostro se crispó, como si alguien tirara de un hilo invisible.

¿Qué tiene que ver ella?

La querías.

Sí admitió brusco, y en esa palabra hubo más sentimiento que en todos sus años juntos. Pero con ella no se podía formar una familia.

Algo se quebró dentro de Lucía, como un tacón roto: podía seguir, pero no igual.

O sea fui tu remplazo obediente.

No exageres agitó la mano, como ahuyentando un mosquito. Tenemos hijos. Un hogar. ¿Qué más quieres?

***

Dudó.

¿Tal vez tenía razón? ¿El amor es un lujo y la familia lo primero? Lucía se quedó junto a la ventana, viendo las primeras gotas de lluvia deslizarse por el cristal. En el reflejo, las huellas de sus dedos marcaban el vidrio: había pasado tanto tiempo ahí, esperando que el mundo le diera una respuesta.

Y Javier seguía como si nada.

Una semana después, al ver que ella aguantaba, dejó de fingir.

¿Otra vez macarrones? Revolvió el plato con el tenedor. Podrías añadir especias.

Tú dijiste que no te gustaba picante respondió ella con voz ajena.

¿Y qué? Apartó el plato con asco. Marta siempre cocinaba

Lucía se levantó de un salto. La silla chirrió, dejando otra marca en el suelo.

¿Quieres volver con Marta? ¡Vete!

Déjalo se rió, y esa risa cortó más que un grito. ¿Adónde iría? Sabes que contigo estoy cómodo.

Entonces lo entendió.

Ni siquiera intentaba retenerla. No por seguridad en su amor, sino en su sumisión.

Empezó a notarlo en todo.

En cómo ya no la corregía al vestirse “mal”: pasaba de largo sin mirarla. En cómo su mirada ya no se detenía en ella, como si fuera un mueble más. En cómo sus días “tranquilos” duraban semanas: sin peleas, sin reproches. Nada.

Y lo peor era que esa “nada” gritaba más que cualquier discusión.

Apretó el borde de la mesa y comprendió: ni siquiera estaba enfadado. Solo esperaba que ella cediera. Como con la aspiradora. Como con el perfume. Como con ser “la que no se queja”.

Y entonces, algo giró dentro de ella.

No dolor. No rabia. Liberación.

Porque si no te quieren pero se enfadan, al menos existes.

Pero si ni eso

Es que ya no estás.

***

Un mes después, pidió el divorcio.

Javier no lo creyó. Entró en la cocina, donde Lucía empaquetaba las cosas de los niños, y se quedó paralizado.

¿En serio? preguntó, con un atisbo de duda en la voz.

Ella ni siquiera alzó la vista.

Sí.

¿Por una tontería? Avanzó un paso, y ella tensó los hombros.

No es una tontería dijo en voz baja. No soy un mueble.

Él rio, nervioso.

¡Siempre exagerando!

Lucía lo miró. Su rostro era familiar, pero ahora lo veía distinto: labios apretados, ceño fruncido. No por perderla, sino porque su mundo cómodo se resquebrajaba.

No exagero dijo. Estoy harta de ser cómoda.

Javier calló. Luego cogió las llaves.

¡Pues adelante! ¿Crees que me costará? Miró las cajas. Ni siquiera cocinas bien.

Ella sintió el pinchazo antiguo. Antes, esas palabras la hacían dudar. Ahora sonaban vacías.

Quizá asintió. Pero a otros les gusta.

Su rostro se torció.

¡Ah, claro! ¿Ya tienes a alguien? Sonrió con desdén. Mírate ¿Quién te va a querer?

Sintió el dolor viejo. Casi abrió la boca para decir: “Tienes razón, perdón”, como hacía siempre.

Pero ya no quiso.

Yo respondió firme. Me quiero a mí.

Él se quedó helado.

Estás loca sis

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