Me voy. Las llaves de tu piso las dejaré bajo el felpudo” – escribió el marido.

Life Lessons

**12 de octubre, 2023**

Hoy ha terminado todo. Dejé las llaves bajo el felpudo y me marché. No podía más.

Otra vez con lo mismo, Marina dijo él, con ese tono cansino que usaba desde hacía años. ¿No ves que cada céntimo cuenta? ¿De verdad necesitas un abrigo nuevo? ¿El que tienes está roto?

No está roto, Javier, ¡pero tiene siete años! respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta. Parezco un espantapájaros. Todas en el trabajo renuevan su armario, menos yo. ¿Tan difícil es creer que merezco algo mío?

Claro que lo mereces dijo, levantando las manos en un gesto exagerado, como si fuera él el agraviado. Pero ahora no es el momento. Tengo el proyecto en marcha, todo el dinero invertido. Cuando cierre el trato, te compro hasta un abrigo de visón. Aguanta un poco.

Llevo veinte años aguantando, Javier. Primero, mientras terminabas la carrera. Después, para el coche. Luego, para reformar este piso, que, por cierto, era de mis padres. Siempre hay algo más importante que yo.

Las palabras me salieron sin pensarlas. Normalmente tragaba saliva y me callaba, pero hoy algo se rompió dentro de mí. Lo miré, a ese hombre que una vez amé y que ahora me resultaba casi un desconocido, con su cara amargada y esa mirada apagada.

Ahí vamos masculló él, cogiendo la chaqueta. El drama de siempre. No lo soporto. Tengo una reunión.

¿A las nueve de la noche? pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Esas “reuniones” se habían vuelto demasiado frecuentes en los últimos meses.

¡De trabajo, Marina! No todos tenemos un empleo de bibliotecaria hasta las cinco. Algunos nos matamos para que tú puedas soñar con abrigos nuevos.

La puerta se cerró de golpe, haciendo temblar los cristales del viejo aparador. Me quedé quieta en medio del recibidor, respirando el silencio espeso que dejó su marcha. Fui a la cocina, puse el hervidor con movimientos automáticos. Las manos me temblaban, pero no de ira, sino de un vacío que me quemaba por dentro. Sabía que no estaba en ninguna reunión. Sabía que había otra, más joven, más brillante, de su trabajo. Lo intuía desde hacía meses, aunque no quisiera admitirlo.

El móvil vibró en el bolsillo de mi bata. Seguramente sería él, disculpándose como siempre: *”Perdona, he estallado. Hablamos cuando vuelva.”* Pero no. El mensaje decía otra cosa:

*”Me voy. Las llaves las dejo bajo el felpudo.”*

Ocho palabras. Cortas, duras, como cuchilladas. Las leí una y otra vez, sin creerlo. ¿Después de veinte años? ¿Así, sin más?

Corrí al dormitorio, abrí el armario. Su lado estaba casi vacío. Se había llevado los trajes buenos, las camisas, los jerséis. Solo quedaba una corbata olvidada en un estante. Su reloj, su cargador, todo desaparecido. Se había preparado con tiempo. La discusión por el abrigo solo fue la excusa.

Las piernas me fallaron y caí sobre la cama. No podía respirar. Veinte años. Toda mi vida adulta. Nos conocimos en la universidad, nos casamos al graduarnos. Vivimos en este piso, que heredé de mis padres. Pintamos paredes, elegimos muebles, soñamos con hijos que nunca llegaron. Yo trabajaba en la biblioteca del barrio; él montó su pequeño negocio de instalación de ventanas. La vida no era fácil, pero era nuestra. Y ahora lo borraba todo con un mensaje.

Llamé a Lucía, mi única amiga de verdad.

Lucía… se ha ido logré decir entre sollozos.

¿Quién? ¿Javier? preguntó, aún medio dormida. Marina, ¿qué pasa?

Sí. Se ha ido. Para siempre.

Silencio en la línea. Luego:

¡Qué cabrón! exclamó con su vozarrón. Te lo dije, que esas “reuniones nocturnas” no eran normales. Bueno, cálmate. Volverá. Se le pasará la tontería y volverá.

No, Lucía. Se ha llevado sus cosas.

¿Todas?

Casi todas. Dijo que dejaría las llaves bajo el felpudo.

¡Pero qué…! tragó saliva. Vale, quédate en casa. Voy para allá. Compra vino. O mejor, whisky. Trataremos ese corazón roto.

Llegó en cuarenta minutos con una bolsa de comida y una botella de coñac. Puso queso, jamón y limones en la mesa como si fuera una emergencia nacional.

Cuéntame. ¿Por qué habéis discutido?

Le expliqué lo del abrigo, su irritación constante, el distanciamiento de los últimos meses.

Ya entiendo asintió, sirviendo el coñac. Encontró a una jovencita y se cree don Juan. Tú, con tus abrigos viejos, no encajas en su nueva vida brillante. Típico. Los hombres a su edad se vuelven locos. Crisis de los cuarenta.

Bebimos. El coñac quemó al bajar, pero el calor en el pecho fue reconfortante.

¿Y ahora qué hago, Lucía? ¿Cómo sigo?

Sigues, Marina. Primero, cambia la cerradura. Mañana mismo. Segundo, demanda el divorcio y la mitad de sus bienes. ¿Tenía empresa, no?

Sí… de ventanas. Pero todo está a su nombre. El coche también.

Pues mejor. La mitad es tuya por ley. Que disfrute su nueva novia cuando llegue con una maleta.

Hablamos hasta tarde. Lucía maldecía a Javier, planeaba venganzas épicas, y yo solo escuchaba, mirando al vacío. No quería venganza. Quería volver atrás, a la mañana en que todo era normal.

A la mañana siguiente, Lucía se fue a trabajar, y yo me quedé sola. El silencio era opresivo. Cada crujido del suelo me recordaba sus pasos. En la cocina, su bata seguía colgada. La cogí, enterré la nariz en la tela. Aún olía a él. Y entonces rompí a llorar, como una niña.

Los primeros días fueron un borrón. Pedí la baja, fingiendo una gripe. Me quedaba en el sofá, sin comer, sin dormir. El teléfono no sonaba. Javier no llamaba. Como si nunca hubiera existido.

Al tercer día, llamé a un cerrajero. Cambió la cerradura en media hora. Ese pequeño gesto me dio algo de paz. Ahora el piso era solo mío.

Luego, empecé a revisar sus cosas restantes. Camisetas viejas, calcetines, una caja de herramientas en el trastero. En el altillo, encontré una caja de cartón atada con cordel. Decía “Documentos. Javier”. La bajé con esfuerzo. Recordé que él la guardó ahí años atrás, diciendo que eran papeles viejos de la empresa.

La curiosidad pudo más. Abrí la caja. Arriba, facturas y contratos. Abajo… los documentos de mi piso. La escritura de herencia, el catastro, recibos. ¿Por qué los guardaba aquí?

Y entonces lo vi: un contrato de préstamo. Firmado por Javier hace tres años. Había pedido una gran suma de dinero. Y como garantía… había puesto mi piso. *Mi* piso.

Se me heló la sangre. ¿Cómo? ¿Cómo podía hipotecar mi piso sin mi permiso? Seguí leyendo. Entre los papeles había una copia de mi DNI y… un poder notarial. Un poder general a su nombre, para gestionar mis bienes. La firma era mía. Pero no recordaba haber firmado eso.

Intenté record

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