Gracia Valeriana, esa niña debe seguir estudiando. ¡Tiene una mente brillante! Un don especial para las lenguas y la literatura. ¿Has leído sus escritos?
Mi hija tenía tres años cuando la encontré bajo un puente, embarrada hasta las cejas. La crié como si fuera mía, aunque los vecinos no dejaban de cuchichear a mis espaldas. Ahora es maestra en la ciudad, y yo sigo en mi casita, repasando recuerdos como si fueran cuentas de un collar.
El suelo cruje bajo mis piesotra vez pienso que debería arreglarlo, pero nunca encuentro el momento. Me siento en la mesa, saco mi viejo diario. Las páginas están amarillentas como hojas de otoño, pero la tinta aún guarda mis pensamientos. Fuera, el viento azota, y una encina golpea la ventana con sus ramas, como pidiendo entrar.
¿A qué viene tanto ruido? le digo. Espera un poco, que pronto llegará la primavera.
Es gracioso, hablar con un árbol, pero cuando vives sola, todo parece tener vida. Después de aquellos tiempos terribles, me quedé viudami Esteban murió. Todavía guardo su última carta, ajada por el tiempo y doblada mil veces de tanto leerla. Decía que volvería pronto, que me amaba, que seríamos felices Una semana después, supe la verdad.
Dios no me dio hijos, quizá por mi bienen aquellos años no había qué llevarse a la boca. El alcalde del pueblo, Nicolás Fernández, intentaba consolarme:
No te aflijas, Gracia. Eres joven aún, podrías volver a casarte.
No me casaré nunca másrespondía firme. Amé una vez, y con eso basta.
En el campo trabajaba de sol a sol. El capataz, Pedro Martínez, me gritaba:
¡Gracia Valeriana, deberías irte a casa, que ya es tarde!
Tiempo tengocontestaba. Mientras las manos trabajan, el alma no envejece.
Tenía poco ganadouna cabra, Manuela, tan testaruda como yo. Cinco gallinas que me despertaban mejor que cualquier gallo. La vecina Clotilde solía bromear:
¿Seguro que no eres un gallo tú misma? Tus gallinas cantan antes que todas.
Mantenía una huertapatatas, zanahorias, remolachas. Todo salido de la tierra. En otoño hacía conservaspepinos en vinagre, tomates, setas en escabeche. En invierno, al abrir un tarro, era como si el verano volviera a casa.
Aquel día lo recuerdo como si fuera hoy. Marzo estaba frío y húmedo. Por la mañana lloviznaba, por la tarde escarchó. Fui al bosque a por leñala chimenea necesitaba combustible. Tras las tormentas de invierno, había ramas caídas por doquier. Llené un haz y, de vuelta, pasé junto al viejo puente. Entonces oí un llanto. Al principio pensé que era el viento, pero no, era claramente el sollozo de un niño.
Bajé bajo el puente y allí estabauna niña pequeña, cubierta de barro, el vestido mojado y roto, los ojos asustados. Al verme, se calló, temblando como un junco.
¿De quién eres, pequeña? pregunté suavemente, para no asustarla más.
No habló, solo parpadeó. Los labios azules por el frío, las manos rojas e hinchadas.
Estás heladamurmuré. Vamos, te llevaré a casa a calentarte.
La levanté en brazosligera como una pluma. La envolví en mi pañuelo, la apreté contra mi pecho. Y pensé: ¿qué clase de madre abandona a su hija bajo un puente? No podía entenderlo.
Tuve que dejar la leñaeso ya no importaba. Todo el camino a casa, la niña no dijo nada, solo se aferró a mi cuello con sus deditos helados.
Al llegar, los vecinos no tardaron en aparecerlas noticias corren rápido. Clotilde fue la primera:
¡Dios mío, Gracia! ¿De dónde la has sacado?
Bajo el puentedije. Abandonada, parece.
¡Qué horror!se llevó las manos a la cabeza. ¿Y qué vas a hacer con ella?
¿Qué? Quedármela.
¿Estás loca, Gracia? intervino la vieja Martina. ¿Cómo vas a mantener a una niña?
Con lo que Dios me décorté.
Lo primero fue encender la chimenea, calentar agua. La niña estaba llena de moratones, flaca, con las costillas marcadas. La bañé, la envolví en mi vieja blusano tenía ropa infantil.
¿Tienes hambre? pregunté.
Asintió tímidamente.
Le serví el cocido del día anterior, corté pan. Comió con avidez pero con cuidadose notaba que no era una niña de la calle.
¿Cómo te llamas?
No respondió. No sabía si era miedo o si no hablaba.
La acosté en mi cama, yo dormí en el banco. Esa noche me desperté varias vecesa comprobar cómo estaba. Dormía enroscada como un ovillo, sollozando en sueños.
Por la mañana, fui al ayuntamientoa denunciar el hallazgo. El alcalde, Juan Esteban, se encogió de hombros:
No hay denuncias por niños desaparecidos. Quizá alguien la dejó aquí desde la ciudad
¿Y ahora qué?
Por ley, debería ir al orfanato. Llamaré al distrito hoy.
Me dolió el corazón:
Espera, Juan. Dame tiempoquizá aparezcan sus padres. Mientras, se queda conmigo.
Gracia Valeriana, piénsalo bien
No hay nada que pensar. Ya está decidido.
La llamé Maríapor mi madre. Esperé a que vinieran sus padres, pero nadie apareció. Y gracias a Diosme había encariñado con ella.
Al principio fue difícilno hablaba, solo miraba alrededor como buscando algo. Por la noche se despertaba gritando, temblando. La abrazaba, le acariciaba el pelo:
Tranquila, hijita. Ahora todo irá bien.
De telas viejas le hice ropa. La teñí de coloresazul, verde, rojo. Sencillo, pero alegre. Clotilde, al verla, se asombró:
¡Vaya, Gracia, qué manos tienes! Pensé que solo sabías manejar la azada.
La vida te enseña de todorespondí, feliz por el halago.
Pero no todos en el pueblo eran amables. Sobre todo Martinacuando nos veía, se santiguaba:
No traerá nada bueno, Gracia. Un expósito en casa atrae desgracias. Su madre seguro era una cualquiera, por eso la abandonó. De tal palo
¡Cállate, Martina! la corté. No eres quien para juzgar. La niña es mía, y punto.
El alcalde también fruncía el ceño al principio:
Piénsalo, Gracia Valeriana. Quizá el orfanato sea mejor. Allí la alimentarán, la vestirán.
¿Y quién la querrá?pregunté. Allí ya hay suficientes huérfanos.
Al final, el alcalde ayudabaleche, harina, lo que podía.
Poco a poco, María se abrió. Primero palabras sueltas, luego frases. Recuerdo su primera risame caí de la silla colgando cortinas. Me senté en el suelo, quejándome, y ella estalló en carcajadastan dulces, tan infantiles. El dolor se me pasó solo de oírla.
Intentaba ayudar en la huerta. Le daba una azada pequeña, y ella caminaba a mi lado, imitándome. Aunque pisaba más plantas que malas hierbas. Pero no la regañabame alegraba verla viva.
Luego vino la enfermedadMaría







