**Diario de un hombre**
Ana Isabel, esa niña debe seguir estudiando. Tiene una mente brillante, un don especial para las letras. ¡Si vieras sus escritos!
Mi hija tenía tres años cuando la encontré bajo el puente, cubierta de barro. La crié como si fuera mía, aunque los vecinos murmuraban a mis espaldas. Ahora es maestra en la ciudad, y yo sigo aquí, en mi casita, repasando recuerdos como si fueran cuentas de un collar.
El suelo cruje bajo mis piestantas veces he pensado en arreglarlo, pero nunca encuentro el momento. Me siento a la mesa, abro mi viejo cuaderno. Las páginas están amarillentas como hojas de otoño, pero la tinta aún guarda mis pensamientos. Fuera, el viento azota, y la rama del olivo golpea la ventana, como queriendo entrar.
¿Qué tanto ruido haces? le digo. Espera un poco, ya vendrá la primavera.
Es ridículo hablar con un árbol, pero cuando vives solo, todo parece tener vida. Después de aquellos tiempos oscuros, me quedé viudomi Esteban murió en la guerra. Su última carta la guardo aún, doblada y desgastada de tanto leerla. Prometía volver pronto, jurando que seríamos felices Una semana después, recibí la noticia.
Dios no me dio hijos, tal vez fue mejoren aquellos años, apenas había qué comer. El alcalde, don Manuel, intentaba consolarme:
No te preocupes, Ana. Eres joven aún, podrás casarte de nuevo.
No volveré a casarme respondía firme. Amé una vez, y basta.
Trabajaba de sol a sol en el campo. El capataz, Pedro, me gritaba a veces:
Ana Isabel, ¡ya es hora de irse a casa!
Todavía puedo más contestaba. Mientras las manos trabajan, el alma no envejece.
Tenía poco: una cabra, Teresita, tan testaruda como yo, y cinco gallinas que me despertaban mejor que ningún gallo. La vecina, Carmen, bromeaba:
¿Seguro que no eres tú la que les enseña a cantar tan temprano?
Cultivaba mi huertopatatas, zanahorias, remolachas. Todo salido de la tierra. En otoño, hacía conservaspepinillos, tomates, setas en vinagre. En invierno, al abrir un tarro, era como si el verano volviera a casa.
Aquel día lo recuerdo como si fuera ayer. Marzo fue frío y húmedo. Por la mañana lloviznaba; por la tarde, helaba. Fui al bosque a por leñala chimenea necesitaba combustible. Había ramas caídas por todas partes, solo había que recogerlas. Iba de vuelta, junto al puente viejo, cuando oí un llanto. Al principio pensé que era el viento, pero no, era claramente un niño.
Bajé y la vi: una niña pequeña, sentada en el barro, el vestido mojado y roto, los ojos asustados. Al verme, se calló, temblando como una hoja.
¿De quién eres, pequeña? pregunté suavemente.
No respondió, solo parpadeó. Los labios azules del frío, las manos rojas e hinchadas.
Estás helada murmuré. Vamos, te llevaré a casa.
La levantépesaba menos que una pluma. La envolví en mi chal, la apreté contra mi pecho. ¿Qué clase de madre abandona a su hija bajo un puente? No podía entenderlo.
Dejé la leña atrás. Todo el camino a casa, la niña no habló, solo se aferró a mi cuello con sus deditos fríos.
Los vecinos no tardaron en enterarse. Carmen fue la primera:
Dios mío, Ana, ¿dónde la encontraste?
Bajo el puente dije. Abandonada, parece.
¡Qué tragedia! exclamó. ¿Y qué harás con ella?
Me la quedaré.
¿Estás loca, Ana? intervino la vieja Rosario. ¿Cómo la mantendrás?
Con lo que Dios me dé.
Encendí el fuego, calenté agua. La niña estaba magullada, delgada, las costillas marcadas. La bañé, la envolví en una de mis viejas blusasno tenía ropa para niños.
¿Tienes hambre? pregunté.
Asintió tímidamente.
Le serví un plato de sopa del día anterior, un trozo de pan. Comía con avidez pero con cuidadono parecía una niña de la calle.
¿Cómo te llamas?
Nada. ¿Miedo, o quizás no sabía hablar?
La acosté en mi cama, yo dormí en el banco. Esa noche me desperté varias vecesquería asegurarme de que estaba bien. Dormía acurrucada, sollozando en sueños.
Por la mañana, fui al ayuntamiento. El alcalde, don Antonio, se encogió de hombros:
Nadie ha reportado una niña perdida. Quizás alguien la dejó aquí desde la ciudad.
¿Y ahora qué?
Por ley, debe ir a un orfanato.
Me dolió el corazón:
Espera, déjala conmigo un tiempo. A ver si alguien aparece.
Ana, piénsalo bien
Ya lo he pensado.
La llamé Lucía, como mi madre. Nadie vino a buscarla, y doy graciasme había encariñado con ella.
Al principio fue difícilno hablaba, solo miraba alrededor como buscando algo. Por las noches, se despertaba gritando. La abrazaba, le acariciaba el pelo:
Tranquila, hija. Todo irá bien.
De retales, le hice ropaazul, verde, rojo. Sencilla, pero alegre. Carmen se sorprendió:
¡Ana, tienes manos de oro!
La vida enseña respondí, orgullosa.
Pero no todos fueron amables. Rosario, sobre todo, se santiguaba al vernos:
Traerás mala suerte, Ana. Esa niña no es de buena sangre.
Cállate, Rosario la corté. No juzgues. Ella es mía ahora.
El alcalde también dudaba:
Piénsalo, Ana. En el orfanato la cuidarán mejor.
¿Y quién la amará? pregunté. Allí ya hay suficientes huérfanos.
Al final, ayudóleche, harina, lo que podía.
Lucía empezó a florecer. Primero palabras sueltas, luego frases enteras. Recuerdo su primera risame caí de la silla colgando cortinas, y ella se rió tan fuerte que hasta mi dolor desapareció.
En el huerto intentaba ayudar. Le daba una azada pequeña, y ella pisaba más hierba de la que arrancaba. Pero no me importabaera vida en ella.
Luego vino la fiebre. Quemaba, delirando. Corrí al médico del pueblo, pero solo tenía aspirinas.
¡No durará una semana así! grité.
Fui al pueblo vecino, nueve kilómetros por el barro. Llegué hecha una lástima. Un joven médico, Alejandro, me miró y sin pedir dinero, me dio medicina.
Tres días sin apartarme de su cama. Rezando, cambiando compresas. Al cuarto día, la fiebre bajó. Abrió los ojos y susurró:
Mamá, tengo sed.
Mamá. La primera vez que me llamó así. Lloréde felicidad, de alivio. Ella me secó las lágrimas:
Mamá, ¿por qué lloras? ¿Te duele algo?
No, hija. Son lágrimas de alegría.
Después de eso, cambiócariñosa, habladora. En la escuela, la maestra







