Clara y Tomás entraron en la casa, donde la cálida luz de la noche se filtraba por las ventanas amplias, reflejándose en los delicados jarrones expuestos en los estantes. Leonor abrió los brazos, con los ojos brillando de alegría y alivio.
¡Queridos míos, qué hermosa sorpresa! exclamó, abrazándolos uno a uno. Clara, hija mía, te convertiste en parte de mi vida desde el día que cruzaste mi puerta. Y tú, Tomás ¡qué alegría tan grande verte, hijo!
El bullicio alegre del reencuentro pareció derretir los últimos restos de tensión en el aire. Clara sentía su corazón latir más tranquilo, y su sonrisa pasó de la emoción a una calidez familiar.
La anfitriona los guió hacia el comedor, decorado con esmero: un mantel blanco, un ramo de flores frescas, vajilla fina y, en el aire, el aroma de paté, sopa humeante y empanadillas recién hechas.
Me ocupé personalmente de todo dijo Leonor. Pensé en el menú con nostalgia, recordando nuestras veladas juntos espero que no os moleste que sea bastante tradicional.
Tomás observó a su madre con los ojos húmedos; Clara admiró la elegancia de los arreglos con gratitud. En ese momento, las palabras sencillas de Leonor, llenas de cariño y aceptación, eran la prueba más clara de lo que habían sido y de lo que aún podían ser.
Llegaron algunos invitados: la prima de Leonor, Marta, con su marido, Andrés, venidos desde Baviera, con sonrisas luminosas; luego, unos amigos cercanos, Tobías y Elena, que llegaron desde Italiaun pequeño grupo de rostros amables que, sin hacer ruido, creaban un espacio seguro.
Se sentaron a la mesa. El primer plato: una crema de champiñones con cebolla caramelizada y un toque de nata, un sabor que les traía recuerdos de la infancia. Clara lo saboreó despacio, dejando que el aroma la calmara, mientras Emma, una de las anfitrionas, le dijo:
¡Enhorabuena por tu estudio de yoga, Clara! Te sigo en redes ¡es un lugar maravilloso!
Clara se sonrojó levemente, murmurando:
Gracias no pensé que llegaría tan lejos.
Tomás la miró con cariño y añadió:
Yo me encargué discretamente: publiqué algunos anuncios entre amigos y la noticia llegó a grupos locales. Tienes una comunidad creciente, felicidades.
En aquel ambiente, las palabras fluían sin esfuerzo. Leonor, con la mano sobre el puño de su hija, dijo:
Fue difícil dejarte ir, cariño, pero ahora me encanta lo que veo. Los dos sois personas maravillosas.
Comenzó una conversación tranquila sobre la vida: los planes de Clara para su estudio, los retos de expandirlo; Tomás habló de sus primeros proyectos como consultor, de la satisfacción de ayudar a pequeños negocios a descubrir su potencial. La charla fue natural, sin forzar nada.
En un momento, un brindis: Andrés alzó su copa.
¡Por Clara, que nos enseña que donde hay corazón, hay sanación! dijo, en un acento mezclado. ¡Y por Tomás, que nos muestra el poder del coraje para cambiar!
Clara miró su copa de vino tinto, luego a Tomás. Alzó la suya, con voz temblorosa:
Por nosotros por lo que fue, por lo que es y por lo que, quizá, vendrá.
Faltaban las palabras “amor” o “reconciliación”, pero sus miradas lo decían todo. En el cristal de la copa, bajo la luz de las lámparas, se reflejaban esperanzas que hasta entonces habían estado ocultas.
La velada continuó entre risas, historias de un viaje pasado a Toscana, anécdotas sobre alguien que, al servir la sopa, había dejado caer la cuchara. Las historias, aunque sencillas, construían puentes entre el pasado y el presente.
Al final, cuando los platos casi vacíos descansaban sobre la mesa, Leonor trajo el postre: una tarta Linzer con mermelada de frambuesa, un pastel de nuez y un sorbete de frutascada bocado, una delicadeza llena de recuerdos.
Tomás, con una miga de pastel en los dedos, miró a Clara a los ojos y dijo en voz baja:
Pensé que nunca volveríamos a hablar así, con tanta calma. Pero ahora ha valido la pena cada paso.
Clara sonrió y, sin quejarse, sintió cómo un nudo se deshacía en su pecho. Bajo la luz cálida, con los ecos del pasado y la promesa de un presente distinto.
Al salir a la terraza, bajo el cielo estrellado, Clara y Tomás se sentaron en dos sillas blancas de madera. Una luz suave les iluminaba el rostro; el canto de los grillos traía el perfume de las flores del jardín y, también, un aroma sutilel del perdón.
El número 17A fue para mí espacio, silencio y miedo a arrepentirme dijo Clara. El 17B era el tuyo. Lejos, pero cerca, todo el tiempo.
Tomás suspiró.
Sí. No sé si habría tenido el valor de quedarme a tu lado, pero tampoco quería irme.
Sus miradas se encontraron, con una ternura sin artificios. En ese instante, el pasado y el dolor ya no importaban. Como estrellas que brillan en la noche, dos destinos habían encontrado de nuevo la calma en la que algo podía renaceralgo humano, cálido y sincero.
Se levantaron y se abrazaron, bajo la mirada de Leonor, que los observaba desde la ventana del piso de arriba. El deseo compartido de paz y unión elegía el camino de la reconciliación, no el de la ruptura.
Al día siguiente, en la celebración, sus rostros estaban uno junto al otro. El ambiente estaba lleno de alegría: familia, bromas y, en el centro de todo Clara y Tomás, que, sin grandes palabras, confirmaban que el tiempoincluso el del perdóna veces solo necesita un lugar en el presente, un espacio en el corazón y un paso dado juntos.
Y si alguien preguntara más tarde: “¿Qué pasó después de que Clara y Tomás se reencontraran?”, una sonrisa cálida habría sido respuesta suficiente.