La niña en los escalones

Life Lessons

La niña en los escalones

Casi no la ve. En el bullicio de las reuniones de lunes por la mañana, entre el taconeo de zapatos y el zumbido de llamadas telefónicas que rebotan en los rascacielos de cristal, el mundo es solo un borrón. Pero cuando Javier Méndez, socio principal de uno de los bufetes de abogados más implacables de Madrid, sale del vestíbulo de mármol y se ajusta los gemelos de su camisa, algo lo detiene.

Ahí, al pie del rascacielos, está sentada una niña. No tendrá más de seis o siete años. Lleva un vestido amarillo descolorido, con las rodillas pegadas al pecho, sobre una manta azul extendida con cuidado en los fríos escalones de hormigón. Delante de ella, alineados con precisión, hay cinco juguetes: un oso de peluche gastado, un dinosaurio de plástico, una muñeca rosa con el pelo enredado y dos figurillas irreconocibles, hechas a mano.

Lo que impacta a Javier no es solo que esté ahí, sola, en pleno distrito financiero. Son sus ojos grandes, grises y demasiado serenos para alguien tan pequeña y fuera de lugar. La ciudad pasa a su alrededor en un torbellino de trajes caros y pasos apresurados. Casi nadie la mira. Simplemente rodean el borde de su manta, evitando involucrarse.

Mira su reloj. 8:42. Tiene dieciocho minutos antes de presentarse ante el consejo de administración para explicar por qué una fusión de millones de euros no debería fracasar por un papel sin firmar. Dieciocho minutos para seguir escalando la carrera que le ha costado media vida construir.

Pero no puede apartar la mirada.

Se acerca. Ella levanta los ojos hacia él sin pestañear.

¿Te has perdido? pregunta, intentando suavizar su voz pese a la tensión que siente.

Ella niega con la cabeza.
No.

Él frunce el ceño.
¿Dónde está tu mamá? ¿Y tu papá?

De nuevo, sus pequeños hombros se encogen en un gesto demasiado adulto para su cuerpecito.
No lo sé.

Javier mira a su alrededor. Alguien habrá llamado a seguridad. Quizá es una broma de mal gusto. Pero nadie se detiene. Nadie aminora el paso.

Se arrodilla para estar a su altura, cuidando de no arrugar su traje.

¿Cómo te llamas? pregunta.

Lucía responde ella, con una voz tan suave que casi se pierde bajo el ruido de la ciudad.

Lucía repite, como si pronunciar su nombre lo anclara a algo real. ¿Tienes hambre?

Ella no responde de inmediato. Luego agarra el oso de peluche y lo aprieta contra su pecho.
Mamá me dijo que esperara aquí. Dijo que volvería enseguida.

Algo se retuerce en su pecho un dolor desconocido para el que no tiene tiempo.

¿Y cuándo te dijo eso?

Lucía mira más allá de él, como si intentara ver a través de los rascacielos a una madre que no ha regresado.
Ayer.

La boca de Javier se seca. Se balancea sobre los talones. Una parte de él quiere levantarse, sacudirse el polvo y marcharse. Llamar a la policía, que otro se encargue, porque esto no es su problema. Tiene una reunión. Un contrato que salvar. Un nombre que proteger.

Pero entonces Lucía hace algo que rompe sus excusas cuidadosamente construidas: extiende la mano, toma sus dedos con los suyos y deposita en su palma el dinosaurio.

Para usted dice, con una sencillez que le hace cerrar la garganta.

Mira el pequeño dinosaurio verde un juguete que vale quizá un euro en una gasolinera. Pero en sus ojos serios, no tiene precio.

Lucía dice, forzando su voz a mantenerse firme, no puedo dejarte aquí. ¿Vienes conmigo ahora? Encontraremos a alguien que te ayude.

Ella duda, echando un vistazo a su fila de juguetes. Luego, con meticulosidad, los recoge uno a uno y los guarda en una bolsita de tela. Lo mira y asiente.

Javier se levanta y le tiende la mano. Ella la toma sin decir nada.

Al cruzar las puertas giratorias, el mármol del vestíbulo le parece más frío que nunca. La recepcionista alza la mirada, sorprendida, pero no dice nada al ver a la niña a su lado.

En el ascensor, su reflejo muestra un traje impecable, una corbata de seda, un reloj carísimo. Junto a él, el vestido amarillo de Lucía es como una mancha de luz en la grisalla del mundo corporativo.

Su teléfono vibra: Reunión en 7 minutos. Lo silencia.

Cuando las puertas se abren en el piso 25, las miradas se vuelven hacia ellos. Su asistente, Marta, se acerca rápidamente.

¿Señor Méndez? El consejo le espera. ¿Quién es?

Es Lucía responde él con calma. Cancela mi agenda esta mañana.

¿Señor?

Cancélala, Marta.

Y con esas palabras, guía a la niña frente a la sala del consejo, bajo miradas perplejas, hasta su despacho con vistas a la ciudad que no la ve. La sienta con cuidado en el sofá de cuero junto a la ventana, desde donde puede observar a la gente allá abajo.

Vuelvo enseguida dice suavemente.

Ella asiente, abrazando al oso, los ojos grandes reflejando el horizonte.

Cuando Javier se vuelve hacia el revuelo en el pasillo socios esperando, preguntas zumbando, un problema de millones, el mismo dolor regresa.

Por primera vez en años, entiende que no todas las cosas que merecen salvarse vienen con un contrato firmado.

Javier cierra la puerta de su despacho, ahogando los argumentos del consejo y los murmullos curiosos. Para un hombre cuyos días se rigen por la precisión, cada minuto lejos de esa reunión es una grieta en su mundo perfecto.

Pero al ver a la niña acurrucada en su sofá su vestido amarillo contrastando con el cuero oscuro, sus dedos dibujando círculos en la oreja gastada del oso, sabe que este momento importa más que cualquier fusión.

Su asistente, Marta, se asoma tras el cristal, con el teléfono pegado a la oreja. Articula: ¿Qué hago?

Javier sale y habla bajo.
Llama a servicios sociales. Y tráele algo de comer. De la panadería de la esquina algo caliente. Y un chocolate también.

Marta parpadea, entre confusión y preocupación.
Sí, señor.

Casi le da las gracias, pero las viejas costumbres son difíciles de romper. En su lugar, regresa a la sala del consejo, donde una docena de hombres y mujeres en trajes lo miran con reproche. Sabe lo que ven: un hombre distraído, cuya armadura acaba de ser mellada por algo que no pertenece a su mundo de números y firmas.

Javier entra; la sala enmudece al cerrar la puerta.

Señor Méndez dice con sequedad uno de los socios, golpeando su bolígrafo sobre los contratos, íbamos a empezar sin usted.

Javier se sienta, alisando su cor

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