Primavera Temprana: Los Primeros Brotes de la Estación

Life Lessons

**Primavera Temprana**

La pequeña Lucía, una niña de cuatro años, observaba al “recién llegado” que había aparecido en su vecindario. Era un hombre canoso, jubilado, sentado en un banco con un bastón en la mano, como si fuera un mago salido de un cuento.

Abuelo, ¿es usted un mago? preguntó la niña con curiosidad.

Al recibir una negativa, su carita se ensombreció un poco.

Entonces, ¿para qué necesita el bastón? insistió.

Me ayuda a caminar, para moverme mejor explicó Don Javier, presentándose.

¿Entonces es usted muy viejo? volvió a preguntar la pequeña, sin filtro.

Para ti, quizá sí. Para mí, no tanto. Solo que me rompí la pierna hace poco. Se me torció un pie y por eso uso el bastón.

En ese momento, salió la abuela de Lucía, la señora Carmen, y tomándola de la mano, la llevó al parque. Saludó al nuevo vecino con una sonrisa, pero la verdadera amistad surgió entre Lucía y Don Javier. La niña, ansiosa por verlo, salía antes al patio para contarle todas las novedades: si hacía sol, qué había cocinado la abuela o cómo le iba a su amiga del parque.

Don Javier siempre la recibía con una tableta de chocolate. Y le sorprendía que, sin falta, Lucía la partiera por la mitad, guardando una parte en el bolsillo de su abrigo.

¿No te gustó? ¿Por qué no te la comes entera? preguntaba él, intrigado.

¡Está riquísima! Pero la otra mitad es para la abuela explicaba la niña con seriedad.

El jubilado se conmovió y, la siguiente vez, le dio dos tabletas. Pero, de nuevo, Lucía partió una y la guardó.

¿Y ahora para quién es? preguntó Don Javier, riendo.

Ahora puedo darle a mamá y a papá. Aunque ellos pueden comprarse su chocolate, ¡les encanta que les den! aclaro Lucía.

Ya veo. Tienes una familia muy unida dijo el hombre. Y un corazón de oro.

¡Y la abuela también! Porque ella quiere a todo el mundo empezó a explicar, pero la señora Carmen ya salía del portal y la llamaba.

Oye, Don Javier, muchas gracias por los dulces, pero a Lucía y a mí no nos conviene tanta azúcar dijo la abuela con delicadeza.

¡Vaya dilema! ¿Entonces qué puedo darles? preguntó él, desconcertado.

En casa ya tenemos de todo respondió la abuela con una sonrisa.

No, así no puede ser. Quiero agasajaros. Además, estoy cultivando una buena relación vecinal bromeó Don Javier.

Bueno, pasemos a los frutos secos. Y solo nos los comemos en casa, con las manos limpias. ¿Trato hecho? propuso la señora Carmen, mirando a ambos.

Lucía y Don Javier asintieron, y desde entonces, los bolsillos de la niña siempre llevaban nueces o avellanas.

Ay, mi ardillita decía la abuela. Pero, niña, estos frutos están caros, y Don Javier necesita sus medicinas. ¿No ves que cojea?

¡No es viejo ni cojo! ¡Se está recuperando! defendió Lucía. Y dice que en invierno quiere esquiar.

¿Esquiar? la abuela arqueó una ceja. Bueno, pues qué valiente.

Abuela, ¿me compras unos esquís? pidió la niña. Don Javier prometió enseñarme.

Con el tiempo, la señora Carmen empezó a ver al vecino paseando por el parque sin bastón.

¡Abuelo, yo también voy contigo! Lucía corría para alcanzarlo y caminaba a su lado con paso enérgico.

¡Espérenme a mí también! se apresuraba la abuela, siguiéndolos.

Así comenzaron a pasear los tres juntos. Para la abuela, era un buen ejercicio; para Lucía, un juego. La niña no paraba: bailaba, se subía a los bancos y luego marchaba al ritmo de su propio canto:

¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Pisad fuerte, mirad al frente!

Tras el paseo, la abuela y Don Javier se sentaban en el banco mientras Lucía jugaba con sus amigas, aunque nunca se iba sin sus frutos secos.

La está malcriando se disculpaba la señora Carmen. Mejor dejemos esto para las fiestas.

Don Javier le contó que era viudo desde hacía cinco años y que había decidido cambiar su piso de tres habitaciones por dos más pequeños: uno para él y otro para su hijo.

Me gusta este barrio. Aunque no soy muy sociable, los buenos vecinos son una bendición.

Dos días después, tocaron a su puerta. Era Lucía y la señora Carmen con una bandeja de empanadas.

Hoy nos toca a nosotras agasajarle dijo la abuela.

¿Tienes tetera? preguntó Lucía.

¡Claro que sí! ¡Qué alegría! Don Javier les abrió la puerta.

El té estuvo delicioso. Lucía, fascinada, recorrió su biblioteca y colección de cuadros, mientras Don Javier le explicaba cada detalle con paciencia.

Mis nietos viven lejos, y ya son universitarios. Los echo de menos confesó él. ¡Pero tu abuela es joven todavía!

Le dio un papel y lápices a Lucía.

Solo llevo dos años jubilada, y con esta niña no hay tiempo para aburrirse dijo la señora Carmen. Además, mi hija espera otro bebé. Por suerte, vivimos cerca. Casi como una familia.

Pasaron el verano juntos, y cuando llegó el invierno, la abuela cumplió su promesa: compró esquís a Lucía, y los tres empezaron a entrenar en el parque.

Don Javier y la señora Carmen se hicieron tan amigos que ya no salían el uno sin el otro. Pero un día, él viajó a Madrid para visitar a su familia.

Lucía lo extrañaba y preguntaba cada día:

¿Cuándo vuelve Don Javier?

Se fue un mes entero. Pero somos sus amigos, y cuidaremos de su piso respondía la abuela, aunque ella también lo echaba de menos.

A la semana, ya miraban el banco vacío con nostalgia.

Pero al octavo día, al salir, la señora Carmen lo vio allí, esperándolas.

¡Don Javier! ¿Tan pronto? ¡Dijiste que te quedarías más tiempo!

Bah, Madrid es ruidoso. Todos están ocupados. ¿Para qué quedarme? Aquí ya tengo mi lugar sonrió. Os eché de menos.

Abuelo, ¿qué les regalaste a tus nietos? ¿Chocolate? preguntó Lucía.

Los adultos rieron.

No, cariño. A ellos tampoco les conviene el azúcar. Les di dinero. Que lo usen para estudiar explicó.

Me alegro de que hayas vuelto dijo la señora Carmen. Se siente como si todo estuviera en su sitio.

Lucía lo abrazó, conmov

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