Víctor Gregórovich siguió a Óleg sin que este se diera cuenta. ¡Y no es de extrañar, con los años que Víctor ha trabajado en puestos así, todo un profesional!

Life Lessons

**Diario de un Padre**

Víctor González vigilaba a Óscar sin que este se diera cuenta. No era de extrañar, llevaba años trabajando en puestos donde la discreción era clave. Un profesional. Pero hasta ahora, nada sospechoso: Óscar no traía invitados a casa ni hacía nada extraño. Sin embargo, Víctor sabía que era cuestión de tiempo. Su intuición jamás le fallaba.

Para él, esto era personal. Involucraba a su familia. Recordaba con nostalgia cuando Carlota era pequeña. Al nacer, sintió decepción al ver que no era un niño. Nunca lo demostró, pero ese pensamiento le arañaba el alma: ¡una niña! Él, un hombre respetado, con una hija. ¿Con quién hablaría de hombre a hombre en los momentos difíciles? ¿A quién enseñaría la vida?

Pero todo cambió. Se casó tarde, el trabajo siempre le robó tiempo, y las mujeres no soportaban sus largas ausencias. Hasta que conoció a Lucía, su “Lucita”. Ya pasaban los cuarenta, demasiado tarde para soñar con un hijo.

Sin darse cuenta, Carlota lo conquistó. La primera vez que le sonrió y le agarró la nariz con su manita, se rindió. Cuando dio sus primeros pasos, tambaleantes, y corrió hacia él gritando: “¡Papá, papá!”, la levantó en brazos y supo que su felicidad dependía de esa pequeña. Su niña, su estrella. Jamás permitiría que nadie la lastimara.

Lucía se reía: “Víctor, nos malcrías”. Y él compraba regalos a sus dos mujeres, feliz al ver sus ojos brillar.

¿Cómo había crecido tan rápido? Parecía ayer cuando la llevaba de la mano al jardín de infantes, mirándolo desde abajo con esos ojos inocentes: “Papá, ¡eres tan grande! ¿Me compras un osito?”. Y él, ante esa mirada, se sentía invencible. Ahora, recién cumplidos los veinte, terminó el instituto y empezó a trabajar. “Papá, es hora de ser independiente”, dijo, y él, orgulloso, admiró su determinación.

Hasta que un día, Lucía horneó un pastel con mirada misteriosa. Víctor pensó que querían pedirle algo. Pero no.

“Papá”, Carlota le sonrió, quitándole una mota de polvo imaginaria del hombro, “quiero presentarte a alguien. Óscar es muy bueno… hemos pensado en casarnos”.

Lucía abrió la puerta: “Buenas noches, Óscar. Yo soy Lucía, y él es Víctor, el padre de Carlota”. Él estrechó la mano del joven, la boca seca. Ese tipo venía a llevarse a su niña.

Una voz interior le decía: “¿Qué esperabas? ¿Que viviera siempre contigo? Él es buen chico”. Pero Víctor no escuchó. Decidió comprobar si Óscar era digno.

Durante semanas, tras dejar a Carlota en casa, siguió a Óscar con su coche. “¿Y si tiene a otra?”, pensaba. Hasta que una noche, vio a una mujer con una niña acercarse al edificio de Óscar. Él las besó, tomó la bolsa de la mujer y la mano de la niña… y entraron.

“¡Lo sabía!”, rugió Víctor. Aunque, en el fondo, le caía bien. Era como él en su juventud: franco, sencillo. ¿Habría sido injusto?

Carlota lo recibió feliz: “¡Papá, nos casamos en una semana! Óscar y yo reservamos el salón”.

Víctor no supo qué hacer. La vergüenza lo invadió al recordar su espionaje. Entonces, Carlota añadió: “Los padres de Óscar vienen mañana. Hoy llegó su hermana Natalia con su hija, de visita”.

En la boda, bailó con Lucía como si fueran jóvenes otra vez. Comprendió que desconfiar de todo era inútil.

Un año después, nació su nieto, Sergio. El nuevo abuelo lloró de emoción. ¡Sus sueños se cumplían! Ahora tenía con quién hablar “de hombre a hombre”. Óscar resultó ser un buen tipo, y el pequeño Sergio ya gateaba, a punto de hablar.

Esa era la verdadera alegría. Y sobre cómo espió a Óscar… mejor guardárselo. A la familia, se le debe confianza.

**Lección aprendida:** La desconfianza puede cegarnos. A veces, el corazón sabe más que la experiencia.

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