**Diario de un Hombre**
Después del entierro de mi esposa, mi hijo me llevó a las afueras de Madrid y me dijo: “Bájate aquí del autobús. Ya no podemos mantenerte”. Pero en mi pecho guardaba un secreto cuyo remordimiento les pesaría toda la vida
El día que la enterramos, la llovizna caía suave. Aquel paraguas negro, pequeño, no bastaba para cubrir la soledad que sentía. Sostenía una vela, mirando la tumba recién abierta, la tierra aún húmeda, mientras temblaba. Mi compañera de casi cuarenta años mi Carmen se había convertido en un puñado de tierra fría.
No tuve tiempo de hundirme en el dolor. Mi hijo mayor, Javier, en quien mi esposa confiaba ciegamente, se apoderó enseguida de las llaves de la casa. Años atrás, cuando Carmen aún estaba sana, me dijo: “Nos hacemos mayores. Pongamos todo a nombre de nuestro hijo. Si está a su nombre, él será responsable”. No me opuse. ¿Qué padre no ama a sus hijos? Así que la casa, los papeles, todo quedó bajo el nombre de Javier.
Al séptimo día del funeral, me invitó a dar un paseo. No esperaba que aquel viaje fuera como una puñalada. El coche se detuvo en las afueras, cerca de una parada de autobuses. Con voz fría, Javier dijo:
Bájate aquí. Mi mujer y yo no podemos ocuparnos de ti. A partir de ahora, tendrás que valerte solo.
Me zumbaban los oídos, la vista se me nubló. Creí haber oído mal. Pero sus ojos eran duros, como si quisiera echarme en ese instante. Me quedé en la cuneta, junto a un bar, con apenas una bolsa de ropa. Aquella casa donde había vivido, donde crié a mis hijos ya no era mía. No tenía derecho a volver.
Dicen: “Cuando pierdes a tu esposa, te quedan tus hijos”. Pero a veces, tener hijos es como no tenerlos. El mío me había tirado a la calle. Sin embargo, Javier ignoraba algo: no estaba completamente desamparado. Siempre llevaba en el bolsillo una libreta de ahorros: el dinero que Carmen y yo juntamos toda la vida, más de cien mil euros. Lo guardamos en secreto, sin que nadie lo supiera. Carmen decía: “La gente solo es buena contigo mientras les sirvas”.
Aquel día, decidí callar. No rogaría, no revelaría mi secreto. Quería ver cómo me trataban Javier y la vida misma.
La primera noche dormí bajo el toldo de una cafetería. La dueña la tía Pilar se apiadó y me dio un café caliente. Cuando le conté que acababa de perder a mi esposa y que mi hijo me había echado, suspiró:
Hoy en día hay muchos casos así, corazón. Los hijos a veces prefieren el dinero al cariño.
Alquilé una habitación modesta, pagando con los intereses del banco. Fui cuidadoso: nunca dejé ver que tenía dinero. Vivía con sencillez: ropa vieja, pan del día anterior, evitando llamar la atención.
Muchas noches, acurrucado en la cama, recordaba el ruido del ventilador, el olor del café que preparaba Carmen. Los recuerdos dolían, pero me repetía: “Mientras viva, seguiré adelante”.
Poco a poco me adapté. Durante el día, buscaba trabajos en el mercado: descargar cajas, limpiar puestos. Me pagaban poco, pero no importaba. Quería mantenerme solo, sin caridad. Los tenderos me llamaban “el abuelo Luis”. No sabían que, al volver a mi cuarto, abría la libreta, la miraba un instante y la guardaba. Era mi secreto para seguir.
Un día, me encontré con un viejo amigo, Manuel. Al verme en la pensión, le conté lo sucedido. Se compadeció y me ofreció trabajo en su bar. Acepté. Era duro, pero tenía techo y comida. Otra razón para guardar mi secreto.
Mientras, me llegaban noticias de Javier. Vivía en una casa grande, con coche nuevo, pero jugaba en el casino. Un vecino murmuró: “Seguro que ya ha hipotecado la casa”. Escuché con dolor, pero no lo busqué. Él me dejó en la calle; no había más que hablar.
Una tarde, mientras limpiaba el bar, un desconocido me buscó. Vestía bien, pero su mirada era tensa. Lo reconocí: un amigo de Javier. Me miró fijo:
¿Eres el padre de Javier?
Asentí con cautela. Se acercó, su voz cargada:
Nos debe mucho dinero. Está escondido. Si lo quieres, ayúdalo.
Me quedé frío. Solo sonreí:
Ahora soy pobre. No tengo nada.
Se marchó enfadado. Pero me hizo pensar. Amaba a mi hijo, pero él me había herido. Me abandonó. Ahora recibía su castigo. ¿Era justo?
Meses después, Javier apareció. Demacrado, ojeroso. Al verme, cayó de rodillas:
Padre, me equivoqué. Soy un desgraciado. Por favor, ayúdame. Si no, perderé a mi familia.
Mi corazón latió fuerte. Recordé las noches llorando por él, el abandono. Pero también las palabras de Carmen antes de morir: “Pase lo que pase, es tu hijo”.
Guardé silencio. Entré en mi habitación, saqué la libreta de ahorros y la puse frente a él. Mis ojos estaban serenos:
Esto lo juntamos tu madre y yo. Lo escondí porque temí que lo malgastaras. Ahora es tuyo. Pero recuerda: si vuelves a faltar al respeto a tu padre, aunque tengas todo el oro del mundo, jamás vivirás en paz.
Javier la tomó, temblando. Lloraba como un niño.
No sé si cambiará. Pero como padre, cumplí. Y el secreto salió cuando más se necesitaba.
**Lección:** El amor de un padre nunca se acaba, pero la dignidad no tiene precio.







