El timbre del pasado
Una mañana, María del Carmen Gómez se dio cuenta de que el reloj de la entrada había dejado de funcionar. Las manecillas se habían quedado inmóviles a las cinco menos cinco. Lo sacudió, lo acercó al oído; solo hubo silencio. Será la pila, pensó, o quizá una señal. ¿Una señal de qué? Todo lo que había de suceder en su vida ya había ocurrido. Los hijos crecieron y volaron del nido. Su marido, gracias a Dios, seguía vivo y sano, pero llevaba ya cinco días alojado en la casa de campo de un viejo amigo. La soledad, a la que parecía haberse acostumbrado, resonaba con mayor eco y peso en esas primeras horas del día.
Preparó café y su mirada cayó sobre una caja de postales antiguas que había bajado de la repisa la noche anterior, decidida a ordenarla. María del Carmen tomó una de ellas al azar, un sobre amarillento. No era una postal, sino una carta escrita con una letra fina, casi infantil. «¡Querida María! Te felicito por tu cumpleaños y te deseo» Continuaban los deseos típicos, pero su corazón se encogió al reconocer la firma: «Tu siempre, Sergio».
Sergio. Sergio Martínez. Su amor de la universidad, aquel hombre por quien hubiera estado dispuesta a casarse, pero la vida tomó otro rumbo. Él se marchó a otra ciudad para cuidar a su abuela. Sus cartas se hicieron cada vez más escasas, hasta que dejaron de llegar. María del Carmen no lo recordó durante treinta años, al menos. Se volvió un espectro de otra vida, difuso y sin vínculo alguno.
Sin embargo, al sostener aquella carta, sintió una punzada de arrepentimiento. No por una vida no vivida amaba su existencia sino por un hilo importante que se había roto entonces y quedó flotando en el aire, sin resolver. ¿Qué habría sido de él? ¿Seguiría vivo?
Pensó que era una tontería, fruto del silencio matutino y del reloj detenido. Dejó la carta, terminó su café y se puso a ordenar. Pero la imagen de Sergio no la abandonaba. Recordó los paseos por el parque en otoño, cómo le recitaba poemas de Machado que ella apenas entendía, pero fingía comprender para escuchar su voz.
Todo el día transcurrió en un estado nebuloso y meditativo. Recorrió la casa, revisó fotografías, cartas y baratijas. El reloj inmóvil en la entrada observaba en silencio.
Al día siguiente compró una pila y la introdujo en el reloj. Las manecillas temblaron y volvieron a moverse. Un clic, el tictac familiar llenó la entrada. Justo en ese instante sonó el teléfono.
¿María? dijo una voz que le resultó dolorosamente conocida, la de sus sueños de juventud. Soy Sergio. Perdona el incómodo momento, pero ayer pensé en ti todo el día, como una idea que no me suelta. Encontré tu número a través de amigos comunes Seguramente ya me habías borrado de tu mente.
María quedó mirando el reloj, ahora marcando el tiempo con seguridad. No lo había borrado; lo había escondido, como se guardan los tesoros y los desechos. Ahora había vuelto, no para trastornar todo, sino para cerrar un punto o quizás un punto suspensivo.
Te recuerdo, Sergio susurró ella. Ayer estaba releíendo tu carta.
Del otro lado del auricular se quedó un silencio atónito.
No puede ser murmuró él. Ayer encontré una foto nuestra junto al río. Allí estábamos
Conversaron durante más de una hora. Resultó que vivía a tres horas de distancia, con una hija adulta y un nieto pequeño; su esposa había fallecido cinco años atrás.
Acordaron encontrarse solo para tomar un café y hablar.
María colgó el teléfono y se acercó a la ventana. La lluvia golpeaba el alféizar, arrastrando el polvo. No sabía qué ocurriría después. Nada se iba a romper, nada se iba a cambiar. Simplemente el reloj que había cesado volvió a latir, y en su vida, tan ordenada y predecible, surgió un leve, apenas perceptible tictac de un tiempo nuevo.
No planeó nada. Ni siquiera se imaginó el encuentro, temiendo romper el encanto, temiendo engañarse con sus propias expectativas. Vivió esos días en un estado extraño, como quien camina sobre hielo primaveral, sintiendo cómo cruje bajo los pies, a punto de romperse.
Su marido volvió de la casa de campo, bronceado, con olor a sol y a asado. Contó su pesca, cómo reparó la sauna con un amigo. María asintió, sonrió, sirvió un plato de cocido y se descubría observándolo como desde fuera, por su rostro amable y sus manos firmes, que empuñan el martillo o la cuchara con la misma seguridad. Pensó: Este es mi marido, el hombre con quien he compartido mi vida. Y, más allá del umbral, existía otra vida, fantasmal, la del anciano con voz del pasado.
El día del encuentro se vistió con un sencillo vestido beige, el mismo en el que su marido siempre decía que le quedaba bien. No se maquilló con colores intensos; solo delineó ligeramente sus ojos. «¿Para qué? se preguntó. ¿Para demostrarle que el tiempo me ha favorecido? ¿O para convencerme a mí misma?»
Eligió una cafetería discreta, fuera del bullicio del centro, con mesas pequeñas y el aroma de pasteles recién horneados. Entró y lo vio de inmediato: él, sentado junto a la ventana, jugueteando nervioso con una servilleta, mirando su taza. En ese instante la reconoció, no al joven con guitarra, sino al hombre de hoy. En los rincones de sus ojos había arrugas tenues, sus manos sobre la mesa ya no eran infantiles, sino curtidas por la vida. Levantó la vista, se puso de pie y, en su rostro, no hubo un entusiasmo desbordante, sino una sorpresa tímida y casi temerosa: «¿Eres tú?»
María dijo él, con la voz temblorosa.
Sergio respondió ella, sentándose frente a él, los pies temblorosos.
Los primeros minutos fueron balbuceos sobre el clima, el camino, los cambios de la ciudad. Él confesó que había venido como a un examen, cambiándose de camisa tres veces. Ella rió y el hielo empezó a derretirse.
Luego vinieron los recuerdos. Primero cautelosos, como quien prueba el agua, después más atrevidos. Rieron de anécdotas universitarias que antes parecían tragedias y ahora resultaban cómicas. Recordaron al temido profesor de resistencia de materiales, y la noche en que todo el curso de arquitectura paseó por las calles iluminadas de Madrid.
Cuando el café se acabó y sobre la mesa reposaban tazas nuevas, surgió la pausa que anunciaba lo esencial.
Lamento mucho no haberte llevado conmigo dijo él, sin mirarla, girando el platillo. No te insistí. Creía que estaba haciendo lo correcto, dándonos tiempo. Pero el tiempo no estuvo de nuestro lado.
María guardó silencio. ¿Qué podría decir? ¿Que también lo lamentaba? Eso sería mentira. Porque de aquel cruce surgió su vida, con marido, hijos, alegrías y tristezas. Lamentar eso sería traicionar todo.
No tienes que lamentarte, Sergio susurró ella. Todo fue correcto. Éramos jóvenes y tontos. Si hubieras insistido y yo hubiera ido quizás nos habríamos desgarrado en un mes. Tú habrías sido para mí la persona que robó mi vida en Madrid, y yo para ti, una carga junto a la abuela.
Él la miró, sorprendido y con una melancolía clara.
¿De verdad lo crees?
Estoy segura. Idealizamos el pasado, Sergio. Nos enamoramos no el uno del otro, sino de nuestros recuerdos. De esos dos jóvenes que ya no existen.
Se recostó en el respaldo y exhaló, una respiración extraña, mitad aliviada, mitad decepcionada.
Como siempre, has sido más sabia. Vine aquí sin saber qué. Con la esperanza de un milagro, tal vez, de vernos y que el tiempo retrocediera.
El tiempo no retrocede respondió ella con una suave sonrisa. Simplemente está. Y lo tuvimos, y eso es maravilloso. Pero ahora es otro.
Salieron del café juntos. Él la acompañó hasta el coche.
Gracias dijo él. Por venir y por la verdad.
Gracias a ti repuso ella. Por haberla encontrado. Necesitaba saberlo.
Él asintió, luego extendió la mano. La tomócálida, firme, realy la soltó.
Condujo a casa y observó las calles que una vez recorrió de joven y despistada. Nada había cambiado y, al mismo tiempo, todo había cambiado. No sintió tristeza ni vacío, sino una luz serena, como la calma que se siente al terminar una larga conversación, cuando todo ya está dicho y el alma se aligera.
En casa su marido miraba el fútbol. Al verla, apagó el sonido.
¿Qué tal? preguntó, sin reproches, sin celos, solo con interés.
Nada respondió ella. Hablamos.
¿Es buena gente? inquiriò él, sin sospecha en los ojos, solo con curiosidad.
Sí, pero ajena confirmó ella.
Caminó a la cocina para poner la tetera. Su mirada cayó sobre el jarrón de lirios que su marido había recogido esa mañana en el patio. Racimos violetas y perfumados. Los tocó, sintiendo la fresca humedad de los pétalos.
Él entró, la abrazó por detrás y apoyó su mentón sobre su cabeza.
Te quiero dijo, como quien anuncia que mañana lloverá.
Yo lo sé contestó ella, cerrando los ojos. Yo también.
Comprendió entonces que el reloj se había detenido no para devolver el pasado, sino para afianzarla en el presente, para mostrarle que todo lo vivido había sido necesario y que lo que existía ahora era el único lugar correcto en el universo.
Ya no escuchaba el tictac, pero sabía que ahora marcaba con precisión.







