Cuando llegó el otoño y Vicente se enfermó, todo cambió. Los vecinos llamaron con urgencia:
Andrés, ven ya. Tu padre está en cama y no puede levantarse.
Tras la muerte de Carmen, la casa al final del pueblo quedó sumida en un silencio abrumador. Vicente, su esposo, quedó solo. Los vecinos murmuraban:
Le será muy duro sin Carmen, ella hacía de todo: el huerto, la casa, las gallinas y la vaca.
Él se aferró a la rutina. Cada mañana ordeñaba al ganado; al mediodía salía al patio a reparar lo que encontraba, para que sus manos no quedaran inactivas. Sentarse a lamentarse no era de su carácter. Pero los años pasaban y, después de los setenta, la salud le fallaba y los pies le traicionaban.
Andrés, su hijo, vivía en la capital y acudía con frecuencia. Se sentaba junto a él en el banco del jardín y le decía:
Papá, ¿por qué no te mudas con nosotros? Allí estarías más cómodo y te cuidaríamos.
No, hijo replicó Vicente con gesto firme. Vosotros tenéis vuestra familia, vuestros problemas. Yo no quiero ser una carga. Aquí es mi hogar, cada rincón me pertenece.
Andrés suspiraba. Conocía bien el orgullo de su padre, un orgullo que no admitía la compasión.
Carmen, la nuera, escuchaba en silencio. Vivía con Andrés en Madrid, trabajaba como enfermera y tenía dos adolescentes. Le parecía que el suegro siempre estaba distante, como si reconociera su presencia pero nunca le mostrara calor.
Pero aquel otoño, cuando Vicente cayó enfermo, los vecinos volvieron a tocar el timbre:
Andrés, ven ya. Tu padre está en el suelo, no se levanta.
Andrés tomó el coche de inmediato. La casa estaba fría, la cocina vacía. Vicente yacía en la cama, demacrado y encorvado.
Papá se acercó el hijo, ¿por qué has guardado silencio?
Nada hizo un gesto el anciano. No quería cargaros con mis problemas. Pasará, me levantaré.
No se levantó. Después de la visita al hospital quedó claro que solo no podía salir del pueblo. Andrés volvió a insistir:
Vente con nosotros, la clínica está cerca y estaremos a tu lado.
No quiero ser peso. Tenéis hijos, trabajo ¿Para quién sirvo yo?
Fue entonces cuando Carmen tomó la palabra, con la voz temblorosa y sincera:
Papá, basta de resistir. No eres una carga, eres parte de nuestra familia. Si vienes a vivir con nosotros, todo irá mejor.
Vicente la miró sorprendido, como si por primera vez viera en ella no solo a la nuera, sino a una mujer de corazón cálido.
¿Y tú no te opones, nuera? preguntó en voz baja.
En absoluto, papá respondió ella con una sonrisa. Tenemos sitio para ti. Los niños se alegrarán.
Así llegó a Madrid. Al principio le resultó extraño el bullicio, la gente, el patio estrecho en vez del jardín. Pero Carmen se empeñó en que se sintiera como en casa: le preparó su caldo de legumbres favorito, lavó su ropa, colocó en su habitación la vieja lámpara que habían traído del pueblo.
Una noche, mientras la ciudad zumbaba fuera, Vicente susurró:
Gracias, hija mía.
¿Por qué, papá?
Por no haberme dejado caer. Andrés es buen hijo, pero tú eres como Carmen. Ella también se entregaba por completo a los que amaba.
Carmen tragó lágrimas. Por primera vez en años sintió que su suegro la llamaba hija.
El tiempo siguió su curso. Los nietos corrían a abrazar al abuelo, escuchaban sus relatos de juventud, de cómo él y su esposa habían levantado la casa con sus propias manos. Les enseñó a tallar barcas de madera y a cantar coplas antiguas.
Curiosamente, la casa de Vicente, siempre tan apresurada, se volvió más cálida con su presencia. Carmen comprendió que no era ella quien había hecho el bien al suegro, sino él, que regaló su presencia a toda la familia.
Un día, Andrés dijo a su esposa:
Jamás imaginé que podrías lograr esto. Mi padre siempre fue orgulloso y temía que no nos llevarais a entendernos.
No importa respondió ella. Solo había que ver en él al hombre que también necesita amor.
Vicente vivió varios años más entre ellos, floreciendo a pesar de la enfermedad. En las fiestas se reunían todos alrededor de la mesa y él decía:
La mayor felicidad es tener a quien ofrecer un vaso de agua y a quien darle un motivo para vivir.
Cuando llegó su último día, tomó la mano de Carmen con fuerza y susurró:
Gracias, hija, por no dejarme morir solo.
Después del funeral, Carmen permaneció junto a la tumba, sintiendo que había perdido no solo a su suegro, sino a otro padre.







