La Sombra del Gitano sobre la Nieve Blanca

Life Lessons

**La Sombra del Gitano en la Nieve Blanca**

El aire gélido de enero, cristalino y cortante, parecía haber absorbido para siempre el aroma de las velas del árbol de Navidad y el amargo regusto de las lágrimas de su madre. Los últimos días en la ciudad pasaron como un borroso y doloroso recuerdo. Lucía así se llamaba ahora la niña ni siquiera llegó al carnaval del colegio. Su madre, entre lágrimas y con manos temblorosas, había terminado su disfraz de la Dama de las Esmeraldas, adornando el vestido verde con abalorios que brillaban como joyas auténticas. Pero la fiesta nunca llegó. En su lugar, un interminable viaje en tren, campos nevados que se extendían como un edredón gigante y un nudo de tristeza helado en el pecho.

Su padre simplemente dejó de existir. No físicamente, no. Se desvaneció, como si nunca hubiera estado allí. Después llegó la abuela, su madre, con un rostro afilado y duro como un hacha. Sus palabras quedaron grabadas en la memoria de Lucía para siempre, claras, afiladas, mortales: «Te aguantamos solo por mi hijo. Cada cual a lo suyo. Vuelve a tu pueblo, de donde viniste. La pensión la pagará, pero no habrá más contacto. Ninguno».

Y allí estaban, en la plaza nevada del pueblo, frente a la casa torcida pero acogedora de la abuela. Descargaban sus escasas pertenencias bajo la mirada curiosa de los vecinos, que observaban como si presenciaran un espectáculo. Unos con una compasión silenciosa y agria; otros, con un regodeo apenas disimulado. Lucía recordaba, por las historias de su madre, cómo esos mismos vecinos antes adulaban a la «señorita de ciudad» que se había casado bien. Ahora solo veían a una derrotada, expulsada de su pedestal.

Las vacaciones terminaron de golpe. El nuevo colegio la recibió con un silencio helado y miradas punzantes. Era la forastera. Un patito blanco con vestidos de ciudad y lazos que ahora le parecían ridículos. Las niñas, como una bandada de cuervos, se abalanzaron sobre la nueva rareza.

¡Miren, Pinocho con falda! se oyó una risa chillona. ¡Qué piernas, parecen palillos!

Lucía se encogió, queriendo volverse invisible, pero sus miradas la atravesaban.

Después de clase, el infierno continuó. La nieve limpia y esponjosa se convirtió en un arma. Bolas compactas, cargadas de odio, volaron hacia ella desde todas direcciones. Cada impacto era preciso y cruel, robándole el aliento y arrastrando lágrimas a sus ojos. Cayó de rodillas, cubriéndose la cabeza, dispuesta a desaparecer, a derretirse en aquel montón de nieve.

De repente, el coro de risas se convirtió en gritos de dolor.

¡A por ellos, ciudadana! ¡Más fuerte! una voz alegre y descarada resonó sobre ella.

Alzó la cara, empapada en lágrimas. Delante de ella, protegiéndola, había un chico. Moldeaba y lanzaba bolas de nieve con una furia y velocidad tales que los agresores huyeron despavoridos.

¡Corred! ¡Es el Gitano loco! gritaron.

Él se volvió hacia ella. Sí, parecía un gitano de cuento: piel morena, pelo negro como el carbón bajo una gorra vieja y ojos oscuros donde bailaban chispas de alegría. Intentaba parecer rudo, con las manos en las caderas y una sonrisa desafiante, pero su sonrisa era increíblemente tierna.

¿Eres la nueva, la de la ciudad? Yo soy Javier. O Javi, para los amigos. Si lloras, te volverán a pegar. Basta. A partir de hoy, estás bajo mi protección. Nadie te tocará.

Dijo la última frase con una solemnidad infantil, como si la hubiera ensayado, y luego se ruborizó bajo su piel morena.

Así comenzó su amistad. Javi no era gitano, solo le habían puesto el apodo por su aspecto. Eran almas gemelas: devoraban libros de la biblioteca del pueblo, polvorienta y llena de historias. Él ya había leído a Julio Verne y Jack London. Ambos soñaban con viajar. Pasaban horas en la colina sobre el río Guadalquivir, sintiendo el viento en sus rostros mientras seguían a los barcos que se perdían en el horizonte. Él quería navegar por el mundo; ella, cantar en un escenario donde todos la escucharan.

Los años pasaron. La amistad se convirtió en algo más profundo. Su padre le regaló una moto, y fue su billete a la libertad. Recorrían caminos rurales, el viento ahogando sus risas mientras ella se agarraba a su espalda. Iban a lagos lejanos, al bosque en busca de fresas o simplemente «al fin del mundo», como ellos decían.

Lucía, hoy estás bueno, más guapa que ayer murmuraba él, mirando al horizonte pero robando miradas. Pero no te juntes mucho con esos pijos de ciudad. Se te pegan como moscas.

¿Celos, Javi? se reía ella, y su corazón cantaba con sus palabras torpes.

Y cómo no iba a tener celos. De patito feo, se había convertido en un cisne. Su voz, potente y cálida, era la estrella de cada fiesta del pueblo. Ganó un concurso regional. Había algo mágico en ella: sus ojos grises ahora brillaban como esmeraldas, su paso era seguro. Y él seguía siendo el mismo Javi, el Gitano, que se sentía torpe a su lado.

Llegó un junio sofocante. Los exámenes habían terminado. Solo faltaba recoger los diplomas y partir hacia la universidad. Ambos soñaban con la facultad de periodismo. Ese día, Lucía ensayaba para la graduación, y Javi fue al pueblo vecino a buscar medicina para una vecina. Él siempre ayudaba a todos.

En el camino de vuelta, una tormenta bíblica cayó sobre el mundo. El cielo se partió con relámpagos, los truenos eran ensordecedores y la lluvia era tan densa que apenas se veía.

Lucía terminó su canción, pero un pánico irracional la invadió. Algo estaba mal. El aire vibraba con desgracia.

La puerta del salón se abrió de golpe. Una compañera, empapada y llorando, gritó:

¡Javi! En la moto el camión no lo vio

El mundo no se desvaneció. Se hizo añicos. Solo quedó un silencio ensordecedor y un grito desgarrador que salía de ella, pero que no podía oír.

No hubo fiesta de graduación. Solo un vestido negro, un ataúd que era su universo entero y un silencio eterno. Nunca volvió a cantar. Su voz murió con él.

Cada tarde, como un ritual, iba a verlo. El cementerio se convirtió en su refugio. Hablaba con él durante horas, contándole su día, lo mucho que lo echaba de menos. Revivía una y otra vez aquel día maldito, buscando el momento en que todo pudo cambiar. Una tortura inútil.

Los años siguientes los llenó con estudios y trabajo. Se convirtió en una brillante periodista, luego en directora de un canal regional. Tenía éxito, respeto, dinero. Pero todo era vacío.

Un día, ya mayor, le preguntó a su madre, canosa y cansada:

Mamá, ¿por qué el tiempo no cura? Él sigue aquí. Lo siento en cada momento.

Su madre la miró con tristeza infinita:

Hija, ¿y si eres tú la que no lo deja ir?

Tras un invierno gris, llegó la primavera. Lucía paseaba sin rum

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