Acabo de pasar por un segundo divorcio y he decidido que las relaciones ya no son para mí. No quería que nadie se acercara y me esforzaba por ser lo menos atractivo posible para los demás. Quizás intentaba protegerme de cualquier riesgo emocional. Pero entonces la conocí a ella. Me impresionó de una manera increíble. Desde aquella noche, estuvimos juntos, y ninguno de los dos imaginó entonces cuánto cambiaría nuestras vidas.
Vivimos juntos diecisiete años. No era solo mi esposa, era mi mejor amiga. Su energía, inteligencia, fuerza y sensibilidad me asombraban cada día. Siempre estaba a mi lado, apoyándome en las dificultades y sabiendo cómo alegrarme en los momentos más oscuros. Reímos juntos, soñamos con el futuro y creamos pequeñas tradiciones que se convirtieron en parte de nuestra vida.
Cuando los médicos le diagnosticaron cáncer, supimos que la lucha sería dura. Ella luchó durante dieciocho meses, con valentía y sin rendirse. Pero la enfermedad fue demasiado agresiva. Hace unos tres meses, la perdimos. Es una herida muy reciente que llevo en mi corazón cada día.
Lo que me mantiene a flote es nuestro hijo. Somos increíblemente cercanos, y es gracias a él que encuentro fuerzas para no hundirme en mi dolor. Ser padre es un regalo inmenso que me da estabilidad y no me permite caer en la depresión. Cuando veo su sonrisa, su fascinación por el mundo y su vulnerabilidad a mi lado, entiendo que mi vida aún tiene sentido.
Desde el momento en que supe que mi esposa ya no estaría aquí, intenté prepararme para la pérdida. Me imaginaba haciendo las cosas solo, sobreviviendo sin su apoyo. Claro, uno puede prepararse en parte para los grandes momentos de soledad, pero son las pequeñas cosas cotidianas las que más recuerdan su ausencia.
Son detalles simples, casi ridículos. Por ejemplo, siempre veíamos juntos el programa “El precio de lo tuyo” los domingos. Nos sentábamos en el sofá, adivinábamos el valor de los objetos y nos reíamos. Ahora lo veo solo, en ese mismo sofá, y ella no está para reírse o discutir sobre las valoraciones. Cada vez que lo veo, siento un dolor intenso y comprendo que hasta esos pequeños momentos ahora están vacíos sin ella.
Y luego está el momento de dormir. Puedes abrazar decenas de almohadas, intentar crear un ambiente acogedor, pero nada reemplaza el amor verdadero, el calor de su presencia. Ella es insustituible. A veces, incluso la sensación del espacio vacío a mi lado se convierte en un dolor casi físico.
Pero a pesar de todo, sigo adelante. Aprendo a encontrar alegría en las pequeñas cosas: en la risa de mi hijo, en un paseo tranquilo por Madrid, en los pequeños rituales domésticos que he creado para sentir su presencia. Intento no olvidar nuestra vida juntos, nuestro amor, que fue verdadero y fuerte, y que aún me da fuerzas para seguir.
Ser padre de nuestro hijo se ha convertido en mi principal tarea, mi propósito y, al mismo tiempo, mi sostén. Su sonrisa, sus abrazos, sus pequeños descubrimientos diarios del mundo son lo que me hace fuerte y me permite respirar, incluso cuando el corazón duele. He aprendido a encontrar sentido en el presente, a valorar cada día, porque sé que podemos perder a alguien en cualquier momento.
Nunca pensé que sería capaz de superar una pérdida así y seguir adelante. Pero el amor por mi hijo, los recuerdos de mi esposa, nuestra historia familiar… todo eso me hace más fuerte. He comprendido que la vida no termina con la partida de alguien que amamos. Continúa en lo que transmitimos a los demás, en cómo seguimos amando, en el cuidado y los recuerdos.
Y cuando llegan los pensamientos oscuros, encuentro fuerzas. Porque sé que nuestro amor no ha desaparecido, solo ha cambiado de forma. Ahora está en mi hijo, en los detalles de la vida cotidiana, en los recuerdos y en la música del corazón que no olvida. Y eso me da la esperanza de que es posible seguir viviendo, conservando la memoria de lo que fue verdadero e importante.







