Este vallado es el único lugar que no me ahuyenta. A veces siento que he creado un vínculo…

Life Lessons

Esta valla es el único lugar que no me echa. A veces siento que me he encariñado

Las personas pasaban a mi lado: unos con prisa, otros despacio, pero casi nadie

“Ya no cuento los días. Si todos son iguales, si todo empieza y termina del mismo modo, los números pierden su sentido. Aquí, junto a esta valla oxidada, la mañana solo se diferencia de la noche en cómo cae la luz. La lluvia y el viento se han vuelto tan familiares como el hambre y el silencio. Y aún así, no me he ido. Esta valla es el único lugar que no me echa. A veces siento que me he apegado a ella, como alguna vez lo hice a una casa. Pero quizás todavía espero ¿para qué? No lo sé.”

Me sentaba en la estrecha franja de tierra entre la valla tambaleante y la acera. Mi pelaje se había enredado, perdido su brillo, y el barro se mezclaba con el agua bajo mis patas mientras la lluvia caía lentamente de los hierros oxidados. La gente pasaba: unos deprisa, otros despacio, pero casi nadie se detenía. Si lo hacían, era solo un instante, con miradas cansadas o indiferentes. Para ellos, solo era otro perro abandonado en la calle.

Pero yo recordaba otro mundo. Un mundo donde las mañanas empezaban con el olor del pan recién hecho. Una cocina pequeña, donde me revolvía bajo la mesa, intentando alcanzar algo. La estufa caliente en invierno y la risa de la dueña cuando tropezaba conmigo. La mano suave que acariciaba mi cabeza sin más razón que el cariño.

Todo cambió poco a poco. Primero fueron miradas frías, distantes. Luego un plato que, cada vez más, quedaba vacío. Gritos, palabras duras, empujones. Y un día, me encontré en el umbral, fuera. Sin despedida, sin explicación. La puerta se cerró, y yo me quedé al otro lado.

“Pensé que era un error. Pensé que pronto me llamarían. Pero la puerta no se volvió a abrir.”

La vida en la calle fue una escuela donde las lecciones se aprendían a golpes y arañazos. Aprendí a esquivar palos, a evitar piedras, a encontrar migas frente a las tiendas. A veces lograba robar un trozo de pan o que algún alma generosa me diera un hueso. Pero incluso cuando alguien me miraba, siempre esperaba: «Quizás esta vez diga: “Vamos a casa”.»

Aquel día era frío y húmedo. La lluvia caía desde la mañana, el viento arrancaba hojas de los árboles. Me acurrucaba, sintiendo el frío atravesarme hasta los huesos. Entonces oí pasos. Una mujer, envuelta en un abrigo viejo, caminaba despacio, como si tampoco supiera adónde ir. Cuando me vio, se detuvo.

Dios mío pequeñín, ¿quién te ha hecho esto? susurró.

“Me miras diferente. No como los que pasan de largo. Tus ojos son cálidos, como los de aquella mujer a la que alguna vez llamé dueña.”

Se arrodilló a mi lado, pero no me tocó enseguida. Saca un trozo de pan y algo de jamón de su bolsa.
Toma, come.

Avancé con cautela, como si el suelo pudiera desaparecer bajo mis patas. Tomé la comida y la devoré lentamente, masticando cada bocado con cuidado, temiendo que se esfumara. Ella no me apuraba, solo esperaba, observándome.
Vamos dijo en voz baja, casi como un susurro. Dentro hace calor. Y nadie te hará daño nunca más.

“Me llamas Pero, ¿puedo creerlo? ¿Y si mañana la puerta se cierra otra vez?”

Aun así, la seguí. La verja chirrió al entrar al pequeño patio. La valla vieja y descascarada, el manzano del que solo quedaban ramas desnudas. La casa olía a sopa y pan caliente. El aroma me golpeó con tal fuerza que me quedé paralizado en el umbral. La mujer extendió una manta vieja en el suelo, puso agua limpia y un plato de gachas tibias.
Aquí está tu hogar dijo, acariciándome la cabeza con suavidad.

Casi no dormí aquella noche. Me tumbaba, escuchando sus pasos en la casa, el crujir del suelo, el tintineo de los platos en la cocina. Varias veces asomó la cabeza, arregló la manta y murmuró:
Estás en casa, ¿lo sabes?

“Hogar Cuánto miedo tenía de no oír nunca más esa palabra.”

Los días pasaron de otra manera. La esperaba en la puerta, llevaba la pelota vieja y descolorida. Me tumbaba a su lado mientras tomaba el té, escuchando su voz aunque no entendiera las palabras. Mi pelaje volvió a ser suave, mis ojos claros.

A veces, al pasar junto a aquella valla, me detenía. Miraba al vacío, como si aún viera a mi antiguo yo allí: mojado, hambriento, perdido. Ella se acercaba, colocaba su mano sobre mi lomo y decía:
Vamos a casa.

“Sí ahora sé dónde está.”

**Lección aprendida:** A veces, el hogar no es un lugar, sino una mirada que te recoge del frío.

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