¿Qué dices? ¡Llevamos diez años casados! ¿Qué amante? ¡Conmigo tienes más que suficiente!
Valeria no podía controlarse. Sentía en lo más profundo que su marido le era infiel. La incertidumbre la consumía. Un día, incluso se armó de valor para hablar con él directamente.
Le preguntó si era cierto o no, pero él solo respondió:
¿Qué dices? ¡Llevamos diez años casados! ¿Qué amante? ¡Conmigo tienes más que suficiente!
Parecía sincero, honesto. No había rastro de mentira en su sonrisa, en sus palabras o en su mirada. Pero algo seguía atormentándola.
Valeria no era de las que se dejaban llevar por el destino, así que decidió descubrir la verdad, pero ¿cómo?
Tras leer consejos en internet, lo primero que hizo fue revisar el teléfono de su marido, pero no encontró nada extraño. Solo charlas intrascendentes con un par de antiguas compañeras de clase, lo cual no le preocupó. ¡Bah!
Su marido nunca había puesto contraseña en el móvil. “No tengo nada que ocultar”, decía. No había mensajes secretos ni conversaciones eliminadas. Un verdadero santo.
A veces, Valeria pensaba que lo había imaginado todo, pero cada vez que él llegaba tarde del trabajo, ese mal presentimiento volvía.
Su amiga siempre le decía:
¡Son solo suposiciones tuyas! ¡Álvaro te quiere y nunca te sería infiel! ¡Con tus sospechas solo arruinas todo!
Pero Valeria no la escuchaba. Su instinto le decía lo contrario, y ella no estaba dispuesta a compartir a su marido con otra mujer.
Una vez, incluso lo siguió. Fue hasta su oficina para comprobar si realmente estaba trabajando o con otra. Cuando él la vio, se enfureció. “Me estás humillando delante de mis compañeros”, le dijo. Luego, ella tuvo que disculparse, pero él, de carácter tranquilo, pronto la perdonó.
En apariencia, su vida era perfecta. Una casa llena, dos hijos creciendo. Podrían haber sido felices, pero Valeria seguía buscando problemas donde no los había.
Como dice el refrán: “El que busca, encuentra”. Solo que, hasta ahora, ella no había encontrado nada.
La verdad es que Valeria sufría, como suele pasar con las mujeres de treinta años que temen quedarse solas con dos hijos.
Por fuera parecía serena, pero por dentro ardía en duda.
No había ninguna señal en Álvaro. Ni pintalabios en su camisa, ni perfume ajeno, ni cambios en su estilo de vida. Pero ella seguía sintiendo que algo no cuadraba.
De no ser por un casual, Valeria quizá nunca habría descubierto la verdad. ¿Inventada o real? Eso se vería después.
Cuando su hijo pequeño empezó primaria, Valeria decidió aprender a conducir. Iba a clases por las noches. Tres meses después, aprobó el examen y obtuvo el carné.
Su marido estaba tan orgulloso que le compró un coche. Pequeño, pero un coche al fin y al cabo.
Valeria era menuda y bajita, así que le venía bien. Además, era más fácil aparcar.
Álvaro no lo admitiría, pero le compró el coche para que no le pidiera usar el suyo. Pensaba que aún no estaba preparada. Al menos, eso le decía.
Un domingo, Valeria se despertó antes de lo habitual y decidió hacer algo especial para la familia: un pastel de berenjenas y pollo. Les encantaba. Pero faltaba harina.
Fuera hacía frío, pero ya se había acostumbrado a conducir en invierno. Decidió ir rápido al supermercado. Fue al coche, pero no arrancaba. Volvió a casa, donde todos seguían durmiendo. Caminó en silencio, sin despertar a nadie.
No tenía ganas de ir andando con ese frío, así que decidió “pecar” y tomar el coche de su marido sin permiso. Solo eran un par de kilómetros. Ni se enteraría.
Tomó las llaves y salió. Mientras el coche se calentaba, decidió limpiar los cristales. Buscó servilletas en la guanterasabía que Álvaro las guardaba ahíy, al meter la mano, algo cayó al suelo.
Era un teléfono. Pero, ¿de quién?
Ese móvil no era el de su marido. Lo conocía bien, y este claramente no era suyo. Primero pensó que lo habría cogido por error, como solía decir, pero su dedo pulsó el botón y lo encendió.
Lo primero que vio fue un mensaje de una tal Sonia.
*”Cariño, ¡te echo tanto de menos! ¡Ven a verme pronto! ¡Te espero con ansias!”*
Valeria parpadeó, sorprendida. No había contraseña, así que siguió leyendo. El coche seguía calentándose mientras ella devoraba los mensajes.
La conversación era larga. Tan larga como una vida entera.
Resultó que Álvaro terminaba de trabajar a las cinco, pero llegaba a casa a las siete. Valeria nunca se había molestado en comprobarlo.
Casi todos los días, antes de volver, pasaba una hora con su “adorada” Sonia. Y las palabras que le dirigía a ella jamás las había escuchado Valeria en boca de su marido.
En las fotos, Sonia era una mujer mayor. Cuarenta años, seguro. ¿Qué le veía?
Valeria se enfureció.
Iba a salir del coche cuando vio a Álvaro salir del portal.
Ella había dejado una nota diciendo que iba al supermercado. Él, aprovechando el momento, había bajado a enviarle otro mensaje a su querida Sonia.
Solo entonces recordó que su marido bajaba al coche casi todas las noches. “Olvidé la cartera”, decía. O cualquier otra excusa. Nunca sospechó nada.
Álvaro la vio al volante y se acercó, furioso.
¿Quién te ha dado permiso? ¡No habíamos quedado en esto!
Valeria lo miró y su rabia creció.
Se abrochó el cinturón, metió marcha atrás y pisó el acelerador. El coche chocó contra la valla trasera. Un alivio momentáneo.
Bajó y enfrentó a su marido, que la miraba atónito.
¡Anda, vete con ella! A ver si te quiere sin casa y sin coche. ¡Lárgate! ¡No quiero volver a verte!
Para rematar, lanzó las llaves de su Audi a un ventisquero y se marchó a casa.
Los niños ya estaban despiertos, confusos. Minutos después, Álvaro intentó entrar, pero Valeria cerró la puerta con llave.
¡Vete con tu amante! ¡Olvídate de esta casa! gritó.
Álvaro no tuvo más remedio que irse. En zapatillas, bata y una chaqueta, caminó hacia la casa de su adorada Sonia. Esperaba consuelo, pero no fue así.
Ella abrió la puerta, y desde dentro se oyó una voz masculina.
Cariño, ¿vas a tardar? ¡Te estoy esperando!
Álvaro solo visitaba a Sonia entre semana. Los fines de semana, nunca. Resultó que ella también tenía dos pretendientes. ¿Para qué aburrirse los domingos?
Sonia le lanzó una mirada culpable y cerró la puerta.
Álvaro, desolado, se dirigió a casa de su madre, que vivía a dos calles.
Cuando Carmen lo vio, lo entendió todo. Lo acogió, lo alimentó, escuchó su historia sobre su “mala esposa” que lo había echado de casa sin motivo, y le dijo con firmeza:
No te preocupes, hijo. ¿Quién iba a imaginar que Valeria sería así? Aún te queda vida por delante. ¡Solo tienes treinta y cinco años! Encontrarás a alguien mejor, ya verás.
Y así, Álvaro se quedó a vivir con su madre. Decidió empezar de nuevo. Incluso se alegró de ser libre… hasta que Valeria