De Mendigo a Milagro: La Revolución de un Día

Life Lessons

De Mendigo a Milagro: La Transformación de un Día

Ella creyó que no era más que un pobre mendigo lisiado. Le daba de comer cada día con lo poco que tenía… Pero una mañana, todo cambió.

Esta es la historia de una joven humilde llamada Catalina y un mendigo del que todos se burlaban. Catalina apenas tenía veinticinco años. Vendía comida en un puesto de madera junto al camino, en Sevilla. Su pequeño tenderete estaba hecho de tablas viejas y chapas de hierro, bajo la sombra de un olivo centenario, donde muchos paraban a descansar.

Catalina casi no tenía nada. Sus zapatos estaban gastados y su vestido, lleno de remiendos. Aun así, siempre sonreía. Aunque cansada, saludaba a todos con amabilidad. «Buenas tardes, señor. No hay de qué», decía a cada cliente.

Madrugaba cada día para cocinar arroz, garbanzos y migas. Sus manos trabajaban rápido, pero su corazón latía despacio, cargado de soledad. Catalina no tenía familia.

Sus padres habían muerto cuando era niña. Vivía en una habitación diminuta cerca del puesto, sin luz eléctrica ni agua corriente.

Solo le quedaban sus sueños. Una tarde, mientras limpiaba el mostrador, llegó su amiga Doña Carmen. «Catalina», preguntó la anciana, «¿por qué siempre sonríes, si pasas penurias como el resto?» Catalina sonrió de nuevo. «Porque llorar no llena la olla.»

Doña Carmen se rio y se alejó, pero esas palabras quedaron grabadas en el corazón de Catalina. Era cierto. No tenía nada.

Aun así, daba de comer a quien no podía pagar. No sabía que su vida estaba a punto de cambiar. Todas las tardes, algo extraño ocurría en el puesto.

Un mendigo lisiado aparecía en la esquina. Avanzaba lentamente, arrastrando su silla de ruedas oxidada. Las ruedas chirriaban contra los adoquines.

Chirrido, chirrido, chirrido. Los transeúntes se reían o se tapaban la nariz. «Mira a ese hombre sucio otra vez», decía un muchacho.

Sus piernas estaban vendadas. Los pantalones, rotos por las rodillas. El rostro cubierto de polvo.

Sus ojos reflejaban cansancio. Unos decían que apestaba. Otros, que estaba loco.

Pero Catalina no apartaba la mirada. Lo llamaba Padre Santiago. Aquella tarde, bajo un sol abrasador, Padre Santiago empujó su silla hasta el puesto. Catalina lo miró y susurró: «Aquí está de nuevo, Padre Santiago. Ayer no comió.»

Él bajó la cabeza. Su voz era débil. Había estado demasiado débil para venir, explicó.

No comía desde hacía dos días. Catalina miró la mesa. Solo quedaba un plato de garbanzos y pan.

Era lo que ella iba a cenar. Dudó. Luego, en silencio, tomó el plato y lo puso frente a él.

«Tome, coma.» Padre Santiago miró la comida y luego a ella. «¿Me está dando su última comida otra vez?» Catalina asintió.

«Puedo cocinar más al volver a casa.» Sus manos temblaban al tomar la cuchara. Sus ojos brillaban.

Pero no lloró. Inclinó la cabeza y comenzó a comer despacio. Los transeúntes los observaban.

«Catalina, ¿por qué siempre le da de comer a este mendigo?», preguntó una mujer. Catalina sonrió. «Si yo estuviera en una silla de ruedas, ¿no me gustaría que alguien«Un día, cuando menos lo esperaba, el viejo mendigo le entregó un sobre amarillento, y dentro, encontró un tesoro que jamás imaginó, cambiando su vida para siempre».

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