¿Quién, si no yo?

Life Lessons

¿Quién, si no yo?

En el patio de un bloque de cinco plantas en un barrio residencial de Madrid, todos conocían a la abuela Carmen Fernández. Baja, enjuta, con el cabello canoso recogido en un moño apretado, se desplazaba con su bastón, pero tan ágil que los chavales nunca le alcanzaban el paso.

Carmen vivía allí desde que se levantó el edificio; recordaba a cada vecino y ellos le respetaban no tanto por la edad sino por su lengua afilada y su voluntad de hierro. Cuando a alguno le surgía un problema, la abuela Almudena (así la llamaban de cariño) era la primera en tender una mano; y si alguien se pasaba de la raya, ella era la primera en ponerle puesto.

Un día se mudó una familia nueva: una pareja joven con un adolescente. El chico, llamado Pablo, encontró enseguida compañía de otros pilluelos y pronto el patio se convirtió en un caos: bombillas rotas en el pasillo, letreros groseros en las paredes y, una tarde, hasta quebraron la ventana del sótano donde la abuela criaba a sus gatitos.

Pablo no era un simple gamberro, era un gamberro con imaginación desbocada. A veces tendía una cuerda entre los árboles para que los ciclistas se cayeran, otras escondía sorpresas de los perros del vecino en la caja de arena del patio. Los padres suspiraban: es la edad de la tormenta, pero la abuela Almudena no lo aceptaba así.

¡Eh, Pablucho! le llamó una mañana mientras él ataba una petardia a la banca. Ven aquí, una palabra.

¿Qué quieres? gruñó el adolescente, pero se acercó.

¿Eres listo, chaval?

Pues frunció el ceño Pablo.

Porque veo que tus cosas son una chapuza. Un listo no actúa así.

¡Déjame en paz!

No lo haré. Porque, si no soy yo, ¿quién te dirá la verdad?

Pablo se encogió, pero dejó la petardia.

Al día siguiente la abuela Almudena lo pilló en otro proeza: estaba pintando con spray una palabra malsana en la pared del garaje.

Vaya, vaya dijo, con una sonrisa. ¡Un artista se nos aparece!

¿Y qué? respondió Pablo con una sonrisa descarada. ¡Qué arte!

Arte, sí asintió la abuela. Pero el propietario del garaje, el tío José, vuelve del curro en una hora. Y si te atrapa

¡Me vale! exclamó.

Bueno, suspiró Almudena. Ten en cuenta: si el tío José no te castiga, yo sí.

Pablo bufó, pero tiró el aerosol.

Esa noche el tío José, rojo de furia, corría por el patio agitando la correa del perro.

¡¿Quién ha hecho esto?! gritó.

Pablo se escondió tras una esquina, pero la abuela Almudena ya estaba allí.

¿Y ahora, artista? ¿Te escabulles o te enfrentas?

¡Me va a matar!

¿Creías que una chapuza no tenía consecuencias?

Al final Pablo tuvo que limpiar el garaje bajo la vigilancia del tío José y de la abuela Almudena.

Ya ves comentó ella cuando terminó. El garaje está limpio y tú estás salvo. Podría haber sido peor.

¡Vámonos! murmuró Pablo, pero la arrogancia de su voz había desaparecido.

Pasaron los meses. Pablo seguía haciendo travesuras, pero ya no con la misma desesperación. Un día la abuela Almudena lo vio intentando ahuyentar a los niños pequeños del patio.

¿Otra de tus cosas? le preguntó con severidad.

¡Ellos se meten primero!

Tú ya eres mayor. Debes ser más listo.

¿Y qué tengo que hacer con ellos?

No los persigas, enséñales algo.

Pablo la miró, desconcertado.

¿Qué?

Pues la anciana reflexionó. Puedes mostrarles a jugar al fútbol. O a los cazarrecompensas.

¡Son niños!

Entonces prueba.

A regañadientes Pablo cogió una pelota de la casa. Media hora después, el patio se llenó de carcajadas: él enseñaba a los pequeños a lanzar penaltis.

Desde entonces Pablo cambió. No se volvió un santo, pero dejó de ser el diablillo del que todos se escapaban. Cuando la abuela Almudena se torció el brazo, fue él quien le llevaba las bolsas del supermercado.

¿Qué, Pablucho, te has puesto bueno? le picó.

Solo para que no me regañen balbuceó.

Todos en el patio sabían que la abuela Almudena podía ser estricta, pero siempre con razón, y por eso la escuchaban.

Porque, si no ella ¿quién?

Llegó el verano. Pablo ya no perseguía a los niños; ahora eran ellos los que le seguían diciendo ¡el mayor!. Les mostraba a clavar clavos, arreglar bicis y hasta fundó una sociedad secreta con contraseña y lema: «Los verdaderos hombres no hacen el gamberro, protegen a los débiles».

Una tarde, la abuela Almudena, sentada en la banca, observó cómo Pablo separaba una riña entre dos chicos.

¡Arturo, eres un cobarde! gritó uno. ¡Dale!

Sin golpes dijo firme Pablo, plantándose entre ellos. Lo resolvemos a la justa.

La abuela sonrió.

Pues, Pablucho lo llamó después de la acalorada charla. ¿Ya casi eres un héroe?

Vamos, abuela se sonrojó. Son solo niños tontos.

Ya eres grande.

Pablo se quedó pensativo.

Abuela, ¿por qué te metes tanto conmigo? Yo estaba como un huracán.

Porque vi algo bueno en ti.

¿Y los demás no lo vieron?

A ellos les costaba más. Yo hizo una mueca. Cuando era joven también era una tormenta.

Pablo abrió los ojos.

¿En serio?

Claro. Incluso me llevaron a la policía.

¿Y luego?

Un viejo me dijo: «Chica, eres lista. ¿Por qué gastas la cabeza en tonterías?» Y me puse a reflexionar.

Pablo se rió.

¿Y ahora tengo que reflexionar también?

Ya lo estás haciendo.

Se encogió.

Abuela, ¿y si si vuelvo a liarla?

No eres un liador. Y si lo haces, corrígelo.

Desde entonces Pablo se convirtió en el tío de los vecinos: ayudaba a los mayores, reparaba columpios y convencía a los niños de no dejar basura. Cuando la abuela Almudena enfermó otra vez, él le llevaba la medicina y le contaba las noticias del día.

Me estás malcriendo, Pablucho refunfuñó, pero sus ojos brillaban de risa.

Le doy una lección replicó él.

Un día apareció en el patio un chico nuevo, tan travieso como Pablo hacía años.

¡Eh, chaval! le gritó Pablo. Ven aquí

La abuela Almudena, sentada en la banca, sonrió en silencio.

¿Quién, si no él?

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