¿Para qué pisar mi amor?
Es una tarde tranquila. La calle está desierta, sólo los faroles escasos derraman manchas amarillas sobre el asfalto. Estoy frente a ella y entre nosotros hay un abismo, aunque estamos tan cerca que puedo ver cómo vibra su pestaña.
¿Ya no me quieres? le pregunto, ya sabiendo la respuesta.
Pero la esperanza es una cosa extraña; persiste incluso cuando la razón susurra: «Todo ha terminado».
No me mira a los ojos. Sus dedos juegan nerviosos con el fleco de una bufanda, la misma que le regalé el invierno pasado, cuando aún reíamos juntos. Cuando su risa era el sonido más caro del mundo.
Te quiero pero no como antes.
Es tonto, pero esas palabras me dejan sin aliento, como si alguien me estrujara la garganta y me ahogara lentamente.
¿Cómo? mi voz suena ajena, reprimida. ¿Como amiga? ¿Como recuerdo? ¿Como una canción vieja que alguna vez canté con el alma y ahora sólo pones de fondo?
Silencio.
Lo recuerdo todo.
Recuerdo cómo me tomó de la mano la primera vez, como temiendo que escapara. Cómo me susurró de noche: «Eres mío», y esas palabras hacían al mundo infinitamente amable. Soñábamos con viajes, con una casa junto al mar, con hijos
¿Y ahora?
Ahora me mira, pero no me ve. Como si ya no fuera un hombre, sino una sombra, el fantasma de un pasado que le impide seguir adelante.
¿Por qué? pregunto, tembloroso. ¿Por qué actúas así? ¿Por qué dices que me amas si en tus ojos ya no arde fuego? ¿Por qué me besas en la mejilla como a un pariente, cuando antes tus labios quemaban como llama?
Se sobresalta.
No quise herirte
Pero lo hiciste.
Los sentimientos simplemente se van.
No sacudo la cabeza. Los sentimientos no se van solos. Los traicionan. Los matan gota a gota: con indiferencia, con mentiras, con cobardía.
Se da la vuelta. Veo que le cuesta, pero a mí no me alivia. Sigo amándola, y ella ya no.
Pasa el tiempo. Un año. ¿Dos? Ya ni cuento. La vida sigue su ritmo: trabajo, encuentros, charlas vacías con gente que no deja huella. Aprendo a sonreír sin alegría, a reír sin felicidad. Parece que la parte de mí capaz de amar de verdad quedó atrapada en el pasado junto a ella.
Un día, por casualidad, ironía del destino o simple azar, la vuelvo a ver.
En el mismo café de la Plaza Mayor, en la mesa junto a la ventana donde bajo la luz de las velas nos susurrábamos promesas eternas. Allí está ella, la misma pero distinta. A su lado un hombre desconocido. Su mano reposa sobre su rodilla y ella ríe, alzando la cabeza, mientras un rayo de sol juega en su cabello como hacía conmigo.
Me quedo inmóvil.
Mi corazón, que parecía petrificado, se lanza de golpetonto, salvaje, contra toda lógica. Lo reconoce. La reconoce.
En ese instante ella levanta la vista.
Nuestros ojos se cruzan y el tiempo parece tropezar.
En sus pupilas pasa algo esquivo. ¿Arrepentimiento? ¿Vergüenza? ¿O quizá sólo un recuerdo fugaz de lo que una vez fuimos más que un encuentro casual?
No lo entiendo.
Ella desvía la mirada de golpe, como quemada, y sus dedos aprietan sin querer la mano del otro. Le dice algo, sonríepero ahora esa sonrisa es tensa, casi forzada.
Yo
Solo paso al otro lado.
No doy un paso atrás. No me giro. No me permito una falsa esperanza.
Porque a veces lo más fuerte que puedes hacer es irte.
Y no mirar atrás.
Pero la ciudad lo recuerda.
El adoquín donde corrimos bajo la lluvia de verano, riendo y tropezando. La banca del parque donde ella, la primera vez, dijo: «Temo perderte», irónico, ¿no? Incluso el aire de aquel café todavía huele a su perfume: ligero, floral, engañosamente tierno.
Salgo a la calle. El viento frío golpea mi cara, pero es oportuno; seca lo que no debería mostrarse. El móvil vibra en el bolsillo: otra notificación, otro vacío. Lo saco sin pensar y la pantalla ilumina una alerta de Facebook: «Hace un año. Estuviste aquí». La foto. Nosotros. Su cabeza sobre mi hombro, mis dedos en su cabello.
Apago el móvil de golpe.
«¿Eliminar?»
El dedo se queda sobre la pantalla. Un año lleva eso dentrocomo un fragmento, como una astilla, como prueba de que todo fue real.
¡Eh!
Una voz detrás de mí. Me giro.
Una camarera del café, jadeante, me entrega una bufanda negra.
Se… le ha quedadodice sonriendo.
No es mía.
La tomo. La tela es suave, casi viva entre mis manos.
Gracias respondo.
Y entonces ella hace lo que no esperaba.
¿Le duele mucho? pregunta, infantilmente directa.
La mirode verdad la miro. Ojos castaños, pecas, inseguridad en la voz. Real.
Antes sí contesto honesto.
¿Y ahora?
Me doy cuenta de que tengo la bufanda ajena, la historia de otro. Los sentimientos de otro.
Ahora solo vivo.
Asiente, como si comprendiera algo crucial.
¿Quiere un café? ofrece inesperada. Acabo de terminar mi turno.
Me río. De verdad. La primera vez en meses.
Sí, quiero.
Vierte café en una taza de porcelana gruesano la taza estándar para clientes, sino la suya, con una pequeña grieta en el asa y un leve adorno floral en el borde.
¿Azúcar? pregunta, ya sabiendo la respuesta.
Dos cubitos digo, aunque suelo tomarlo solo.
Sonríe, como si hubiese pillado mi pequeña mentira, pero no dice nada. Simplemente deja caer los dos cubitos en la taza; su ligero tintineo alcanza el fondo.
El café es fuerte, con un amargo sutil, pero justo lo que necesitaba en ese momento. Toma un sorbo y, de pronto, siento por primera vez en el último año el verdadero sabor.
¿Qué tal? se recuesta contra el mostrador, observándome.
Como la vida respondo. Amarga, pero con esperanza de dulzura.
Se ríe, y en ese instante suena el móvil: su turno realmente ha terminado.
¿Me esperas en la salida? pide, quitándose el delantal rápidamente. Me cambio.
Asiento, viendo cómo desaparece tras el almacén. El café está vacío, sólo el camarero frota los vasos sin prisa. Me lanza una mirada evaluadora y, guiñando un ojo, comenta:
Celia rara vez invita a alguien a dar una vuelta después del turno.
¿Así que tengo suerte?
Entonces eres especial responde con una sonrisa y se vuelve, dejando claro que la conversación ha terminado.
Especial. Palabra extraña después de todo lo vivido.
Cuando Celia saleya sin uniforme, con jeans simples y un suéter holgado, con una hebra de pelo húmedo que apresura a colocar detrás de la orejaentiendo que quiero creer en eso.
¿Vamos? sacude la cabeza.
Vamos me levanto, dejando sobre la mesa el dinero del café, que parece costar mucho más que su valor.
A la puerta nos recibe la nocheno esa fría e indiferente de antes, sino una nueva, llena de promesas.
¿A dónde? pregunta Celia, y su voz lleva la misma impaciencia que mi corazón.
Miro a ella, luego al cielolas primeras estrellas empiezan a brillar.
Adelante digo.
Y caminamosno hacia donde quedaron los sueños rotos y las fotos viejas, sino por callejuelas estrechas donde la luz de los faroles se fragmenta en los charcos y el aroma a castañas asadas se mezcla con el frescor nocturno.
¿Sabes qué es lo más extraño? dice Celia, saltando ágilmente sobre una grieta del pavimento. No me preguntaste por qué te llamé.
Porque no importa atrapo su mirada. Lo importante es que he venido.
Muerde su labio, como sopesando si seguir hablando, pero se detiene de golpe.
Te vi antes.
¿En el café?
No. señala una pequeña plaza con una banca descascarada. Aquí. Estabas el otoño pasado, con un sobre en la mano. Lo rasgaste y te fuiste.
Un escalofrío recorre mi espalda. Ese mismo sobre. Los billetes para Venecia, a los que nunca llegamos.
¿Por qué lo recuerdas?
Porque roza mi palma con la punta de los dedos, parecías estar perdiendo lo último. Yo ese día encontré un cachorro abandonado. Pensé: el universo equilibra. Alguien pierde, otro encuentra.
A lo lejos suenan campanas. De repente entiendo que estoy en una encrucijadaliteral y metafóricamente.
¿Y ahora? pregunto, ronco. ¿Soy el que pierde o el que halla?
Celía se pone de puntillas, acerca su rostro hasta que percibo el aroma de su perfumedulce, con un toque de cerezay me da un beso en la mejilla.
Depende solo de ti.
En ese momento ocurre una de dos cosas:
O la primera hoja de otoño cae sobre mi hombro, como una señal del destino.
O en algún punto de la ciudad mi ex, al mismo tiempo, siente cómo otro fragmento de su pasado se desprende para siempre.
No espero respuesta. Solo tomo la mano de Celía y la llevopaso a pasopor tiendas cerradas, bajo puentes, por callejones desconocidos.
¿Seguro? se ríe.
Por primera vez en mucho tiempo, sí.
Las calles están vacías, sólo los faroles dibujan largas sombras en el asfalto. Celía camina a mi lado, su hombro roza el mío a vecespor azar o no, no me atrevo a preguntar.
¿A dónde ahora? susurra, y su voz se funde con el crujido de las hojas bajo sus pies.
Miro adelante, a la cinta oscura de la carretera que se pierde entre casas dormidas.
No lo sé. Simplemente seguimos.
Asiente, y avanzamos juntossin prisa, sin mirar atrás, sin imaginar lo que nos espera tras la próxima curva.
Porque a veces lo esencial no es el destino, sino quien camina a tu lado.







