El padre vio un moretón bajo el ojo de su hija y realizó una llamada: la vida de su yerno quedó destrozada.

Life Lessons

El padre vio un moratón bajo el ojo de su hija y marcó un número. La vida de su yerno estaba a punto de desmoronarse.

Marina estaba en el umbral, saludando a sus padres con su sonrisa habitual. Solo aquel ojo morado y brillante delataba el tema que no quería tocar.

“Mamá, no es nada, no le des importancia”, dijo rápidamente, notando la mirada atenta de su madre.

Elena Martínez suspiró hondo. “Es tu vida, hija. Tienes que decidir tú…”

Su padre, por su parte, ni siquiera saludó al yerno. Se acercó lentamente a la ventana y miró al vacío, como si no hubiera oído a su hija murmurar algo sobre un armario y la oscuridad.

“Fue… un tropiezo anoche, nada más. Vamos, mamá, estoy bien, y Pablo también”.

¿Bien? Marina recordaba perfectamente lo ocurrido. Pablo, siempre iracundo, no se había limitado a gritarle. Cuando ella se atrevió a decir que estaba harta, él la agarró del cuello del pijama con tanta fuerza que casi lo rompió.

“¿Qué, zorra, no te acuerdas de quién te mantiene viva? ¡Te he llevado en brazos cuando huías de mí con ese Dani! ¿Te crees que soy tonto?”, rugió, zarandeándola.

Y luego, el golpe. Un puñetazo seco. Las estrellas le bailaron ante los ojos antes de que el dolor la envolviera. Y Pablo, aún gritando obscenidades.

“Sí, hija, ya entiendo. El armario… la oscuridad”, murmuró su madre, aunque sabía perfectamente lo que había pasado.

Y se sentía culpable. ¡Ella había insistido en que Marina se casara con Pablo! Ella había alejado a Dani de su hija, creyendo que era una mala influencia.

“Por lo visto, tu armario tiene puños”, dijo Elena con ironía, lanzando una mirada a su yerno.

Juan Antonio no se apartaba de la ventana. Salió al balcón a fumar. A diferencia de su mujer, nunca había apoyado a Pablo. Le parecía un… pasajero. Egoísta y vacío. Sí, venía de una familia adinerada, con piso en Madrid, coche y contactos. Pero por dentro estaba podrido.

Y ahora la podredumbre asomaba: un moratón bajo el ojo de su hija.

Claro, Juan Antonio podría haber agarrado a su yerno por la solapa y darle una bofetada. Pero eso solo habría empeorado las cosas. Así que se contuvo… y salió al balcón.

Sabía que resolvería esto a su manera. Y ya tenía un plan.

Había pasado mucho tiempo al teléfono en ese balcón…

Mientras, Marina le compró un café a su madre y charlaron de trivialidades. Media hora después, sus padres se marcharon.

Pablo, que esperaba reproches y gritos, se relajó. Volvió al sofá, abrió una cerveza y hasta sonrió. En su mente, el silencio de los suegros era aprobación. “La familia es familia, y los moratones… cosas que pasan”.

“Ves, Marinito, ¡te dije que todo se arreglaría!”, dijo satisfecho. “Tus padres son gente sensata. No como tú… ¡Ayer me provocaste! Salí a tomar algo, ¿y qué?”

Tomó un trago y estiró la mano hacia las patatas.

Pero la tranquilidad duró poco.

Ni siquiera pasó media hora cuando alguien llamó a la puerta. No timbró, sino que golpeó. Firme y decidido. Aquel ruido hizo que Pablo dejara la cerveza a medias y se quedara tieso.

Se acercó, miró por la mirilla… y palideció.

Dani estaba ahí. Su rival. El ex de Marina. El que casi se la llevó para siempre. Alto, seguro de sí mismo, con un traje caro y esa sonrisa que volvía locas a las mujeres y sacaba de quicio a los hombres.

“¿Qué quieres?”, gruñó Pablo, abriendo solo un poco.

“Ya estuvo bien”, dijo Dani con calma, empujándolo con el hombro.

Pablo retrocedió como un muñeco de trapo.

Marina se levantó del sofá, ojos como platos.

“Dani…”

“Vamos, recoge lo que necesites”, dijo él sin rodeos. “Podemos ir a mi casa, a la de tus padres… Pero ¿para qué necesitas a este trasto?”

“¿A quién llamas trasto, imbécil?”, chilló Pablo, pero se quedó arrinconado como un perro asustado.

Tenía sus razones para temerle a Dani.

“Te llamé, Pablo. A ti”, sonrió Dani. “No quería meterme en tu vida. Pero cuando el padre de Marina un tío sensato, por cierto me contó que la habías pegado… Pues tomé el relevo”.

“¿De qué… de qué estás hablando?”, farfulló Pablo.

“Bueno, no lo hice personalmente”, rió Dani. “Pero el local de tu club… pertenece a un amigo mío. Muy amigo. En fin, recibirás una notificación: no se renueva el contrato. ¿Entendido? Ya está en tu oficina”.

Pablo se quedó sin aire.

“Además, calculé las deudas de los últimos seis meses. ¿Recuerdas que te avisaron? El alquiler subiría cuando el club diera beneficios. Pues subió. Y tú no leíste la notificación. Misia y yo callamos, dejando que la deuda creciera. Intereses, penalizaciones… ¿Me sigues? Ahora debes una pasta. ¿Quieres que te diga cuánto?”

Dani se inclinó hacia él.

“Y sé que no tienes un duro para pagar. Quizá deberías haber gastado menos en copas y fulanas”.

Pablo se derrumbó como un flan.

“¡Esto… esto es una trampa!”, balbuceó. “¡Tú… tú metiste esos papeles!”

“Piensa lo que quieras”, encogió Dani los hombros. “Puedes demandarme. Pero tu abogado, por cierto, ha dimitido. ¿O lo despediste? ¿Quién te defenderá ahora? ¿El camarero con piercing?”

Pablo abrió la boca, pero no salió nada.

“Marina, vamos. No hace falta que cojas nada. Te compraré lo que necesites. Lo que tienes aquí… no vale la pena”.

“Dani, espera”, dijo Marina, confundida. “Todo esto es… muy rápido. No entiendo…”

“Rápido es recibir un puñetazo y buscar excusas para quien te lo da. Lo demás es demasiado lento”.

Dani le tendió la mano, y ella la tomó.

“¿Estáis todos locos?”, gritó Pablo. “¡Esta es mi casa! ¡Mi mujer!”

“¿Mujer?”, repitió Dani. “¿Tú eres su marido? El que la pega y luego se esconde tras la cerveza y la tele? Ni siquiera eres un hombre, Pablo. Eres un grito en el vacío. Nada”.

“Pero yo… yo…”, tartamudeó Pablo.

“¿Hablamos de tribunales? ¿Del moratón que te causó el armario? ¿O de cómo tu club quebró porque bebías en vez de trabajar, confiando en los contactos de tu padre?”

Marina siguió a Dani sin mirar atrás. Solo en la puerta se detuvo:

“Lo siento, Pablo. Adiós”.

“¡Que te den!”, masculló él. “Sí… claro, vete…”

Y se fueron.

Pasaron dos días. Pablo estaba en un piso vacío. El club, cerrado. Sobre la mesa, papeles de desahucio y una notificación de deuda.

Dani no era solo un ex. Era un ex con recursos. Y había esperado el momento perfecto para actuar. Un golpe limpio, doloroso e impecable.

Mientras, en casa de los padres de Marina reinaba la calma. Su madre cocinaba, su padre leía el periódico.

Y entonces entró Marina.

“Hola”,

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