Ya tengo lo mío bien claro

Life Lessons

No, Almudena. Tú ya tuviste tu bebé, ahora ocupaos de Andrés vosotros mismos espetó tajantemente la suegra. Yo ya no tengo fuerzas para lidiar con niños.

Doña Concepción, ¿qué tiene de lidiar eso? replicó desconcertada Almudena. No tiene ni tres años, es un niño listo, tranquilo. Sólo le pido que lo recojas, le des de comer y le pongas la tele, y después él esperará. No será para siempre; luego caminará solo.

Tres, siete ¿qué importa? Un hijo es un hijo. ¡Es una responsabilidad enorme! Yo tengo la espalda cansada, la presión No, ya me he cansado de todo.

Almudena se ruborizó de ira y desdén. No respondió; simplemente colgó el teléfono.

Si la petición viniese de otra persona, habría aceptado el rechazo. Pero con Doña Concepción era diferente: su salud le fallaba de forma caprichosa.

Todo el verano la suegra pasó en su casa de campo de San Martín de Valdeiglesias. Allí, como si el aire curara, la presión y el dolor de espalda de Doña Concepción desaparecían. Además, aprovechó para montar un pequeño negocio familiar.

Mira, Almudena, de todas formas compraréis patatas para el invierno, ¿no? propuso razonable Doña Concepción. ¿Para qué llevar dinero a extraños? Vendréos las mías, con descuento, para recuperar la inversión. Así nos ayudamos mutuamente.

No sólo patatas. La suegra vendía manzanas, cerezas e incluso berenjenas. En la casa de Almudena nadie comía berenjenas, pero ella y su marido, Ignacio, querían ayudar a la anciana enferma.

Doña Concepción también se curaba en la costa. Un año antes había exigido que le regalasen un viaje a Benidorm por su cumpleaños.

Entiendo que Benidorm es caro, y vosotros tenéis un hijo dijo generosa la nuera. Pero hay otras opciones. Yo iría a Benidorm modestamente; llevo más de veinte años sin vacaciones. Crié a mi hijo y no me quedó tiempo para nada.

Tuvieron que apretarse el cinturón para complacer a Doña Concepción. Regalos simbólicos de Año Nuevo, ropa desgastada, un viaje pospuesto a los padres de Almudena en Valladolid Todo por la suegra, en su mayor parte a instancias de Ignacio.

El sueño de Doña Concepción se hizo realidad: pasó una semana entera en la playa, bajo el sol y el calor, sin que la presión le molestara ni una sola vez.

Mientras tanto, Ignacio le enviaba mensualmente un tercio de su salario y, de vez en cuando, le llevaba alimentos y le hacía pequeñas transferencias.

Ay, tengo un problemilla Parece que han aparecido chinches. Llamaré al desinsectador y tal vez tenga que cambiar el sofá. Ignacio, ¿me ayudas? No me dejes sola imploró la suegra, con la voz quebrada. Si mi padre estuviera vivo lo solucionaríamos, pero ahora soy yo Tengo que pagar al albañil, comprar el sofá, desechar el viejo No sé cuánto costará todo eso.

Ignacio no se quedó de brazos cruzados; ayudó a su madre lo que pudo. Pero Doña Concepción no correspondía su ayuda con la misma prontitud.

Todo el apoyo de Doña Concepción tenía su precio. Podía cuidar al nieto, pero al atardecer le cobraba una barra de pan en el parque y un juguete del que el precio superaba con creces lo que los padres jamás podrían permitirse. El dinero escaseaba, sobre todo gracias a Doña Concepción.

No podía negarle el juguete suspiró ella. Lo pidió llorando, y yo, con mi única pensión, lo compré. Salía más barato que la niñera.

Parecía lógico, pero Almudena se sentía como una cliente que pagaba un servicio, no como una familia.

No querían agobiar a la anciana, pero las circunstancias los obligaban. Hace dos años Almudena e Ignacio compraron un piso en el nuevo barrio de San Sebastián de los Reyes, que el promotor describía como el futuro de la zona.

Ahora es la periferia de Madrid aseguraba Ignacio. En dos años habrá guarderías, colegios todo está planeado.

En realidad, el único pozo que había era un cráter cubierto de hierba. Buscaron alternativas.

El colegio más cercano estaba a media hora en autobús, con dos transbordos. Para una niña de primero, ese trayecto parecía no solo complicado sino peligroso. Sin embargo, la casa de la abuela quedaba a cinco minutos a pie del colegio.

Almudena recurrió a Doña Concepción, a la mujer a quien tanto habían ayudado. Pensó que sería lógico, razonable y cómodo para todos. Pero la suegra no lo vio así. Su negativa fue una sorpresa desagradable, como un puñetazo en la cara.

¿Qué opciones quedaban? No había escuelas más cercanas. Mudarse no era una salida. Los padres estaban demasiado lejos. ¿Renunciar al trabajo? Apenas podían llegar a fin de mes.

Todos los caminos parecían callejones sin salida, hasta que Almudena, en un arrebato de impotencia, recordó las palabras de Doña Concepción: Sale más barato que la niñera. Niñera

Tu madre no quiso ayudarnos le dijo Almudena a Ignacio por la noche. Pero he encontrado una solución. Reduciremos la pensión que le damos a tu madre y destinaremos ese dinero a la niñera.

Ignacio arqueó una ceja y luego frunció el ceño, reacio a los planes de su esposa.

¿Qué dices? ¡No puedo dejar de ayudarla! Me crió. Vive con una sola pensión y no puede hacerlo sola.

Ignacio, permíteme recordarte que ella no pasa hambre. No sólo se alimenta del huerto, sino que también vende verduras. A veces tomamos más de lo que necesitamos.

¿Y cuánto gana ella? ¡Céntimos! Si la compraran los supermercados le pagarían más.

Almudena exhaló con pesadez. Tal vez había algo de verdad, pero eso no resolvía el problema.

¿Qué propones? No podemos pagar una niñera con sus caprichos, y yo no puedo renunciar al trabajo. No le estamos pidiendo dinero, solo una ayuda razonable Tu madre es una mujer adulta, muy lista; se las arreglará. Pero nuestro hijo, Andrés, necesita cuidados. Al fin y al cabo, ella misma dijo: ocuparse de él vosotros mismos. Sigamos su consejo.

Comenzó una larga y dura conversación. Ignacio hablaba de deudas, Almudena de culpa impuesta y manipulaciones. Fue una batalla entre el amor ciego del hijo y la cruda realidad financiera. La segunda opción triunfó.

Ignacio se tomó la valentía de comunicar a su madre los cambios en el presupuesto familiar. Doña Concepción reaccionó con furia, acusando a Almudena de todos los pecados, gritando que la nuera conspiraba contra su propio hijo, arrancándole los últimos restos. Pero Ignacio no cedió; defendió los intereses de Andrés.

Mamá, nos has dejado sin alternativa concluyó al final.

Mientras tanto, Almudena no se quedó de brazos cruzados. En el chat de padres conoció a Ana, madre de un compañero de clase de Andrés, que vivía cerca de la escuela. Ana estaba de baja por su segundo hijo y aceptó, sin mucho problema, recoger a ambos niños después de clases, cocinarles y vigilarlos hasta la noche, a un precio módico.

Pasó un mes. Ana cumplía puntualmente. Cada día Almudena recibía a su hijo bien alimentado y feliz. Andrés se llevaba bien con su compañero, jugaban y veían dibujos juntos. El presupuesto familiar incluso se equilibró un poco: resultó que Doña Concepción les costaba más que la niñera.

Al principio, la suegra se mostraba ofendida, intentaba apelar a la compasión, pero no obtuvo la reacción esperada y, con el tiempo, su interés por el nieto también disminuyó.

El tiempo puso cada cosa en su lugar. Tal vez en algún momento Almudena e Ignacio se sintieron sobrepasados, pero lo hicieron por amor. Al fin y al cabo, supieron decir «no» y dedicar sus recursos donde realmente importaban: en la seguridad y la felicidad de su propio hijo. Después de todo, tuvieron al niño para sí mismos; nadie más podía ocuparse de Andrés.

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