Volver a vernos de nuevo

Life Lessons

Querido diario,

Hoy llegué a casa antes de lo habitual. Normalmente entraba a las siete en punto, escuchaba el chisporroteo de la sartén en la cocina y el perfume suave del perfume de mi esposa mezclado con el aroma de la cena. Pero hoy la reunión se terminó a las cuatro porque el director se enfermó, y salí de la oficina con la sensación de haber sido lanzado al escenario antes del telón.

Inserté la llave y el cerrojo chirrió más de lo necesario. En el vestíbulo colgaba un chaqué de lana fina, caro, que nunca había visto, colgado en mi propio perchero.

Una risa femenina, baja y aterciopelada, surgió del salón. Era la risa que siempre había considerado mía. Luego, una voz masculina, algo ronca pero segura, resonó tras ella.

Me quedé paralizado, con los pies aferrados al parquet que yo y Maruja habíamos elegido juntos, discutiendo entre tonos de roble. En el espejo del hall vi mi reflejo: rostro pálido, traje arrugado por la oficina. Era como si fuera un extraño dentro de mi propio hogar.

Avancé sin quitarme los zapatos, aunque eso violaba la regla de la casa, y cada paso retumbaba en mis oídos. La puerta del salón estaba entreabierta.

Allí estaban, sentados en el sofá. Maruja, con su bata turquesa el regalo que le hice el año pasado con las piernas recogidas como siempre, y a su lado un hombre de unos cuarenta años, con mocasines de ante sin calcetines (ese detalle me irritó más que nada), camisa perfectamente entallada y el cuello desabrochado, sosteniendo una copa de vino tinto.

Sobre la mesa de centro reposaba la misma urna de cristal, reliquia familiar de Maruja, llena de pistachos; las cáscaras esparcidas por el tablero.

Era una escena de intimidad hogareña, no de pasión desbordada, sino de una infidelidad cotidiana, la más amarga de todas.

Ambos nos miraron al mismo tiempo. Maruja tembló, el vino se derramó sobre su bata, dejando una mancha carmesí. Sus ojos, muy abiertos, mostraban más desconcierto que horror, como el de un niño sorprendido en plena travesura.

El desconocido, con un gesto lento, casi perezoso, dejó su copa sobre la mesa. No mostró miedo ni vergüenza, sólo una ligera molestia, como quien interrumpe un buen momento.

Ví empezó Maruja, pero su voz se quebró.

Él no escuchó. Su mirada pasó de los mocasines del hombre que había entrado hasta mis zapatos polvorientos. Dos pares de calzado bajo el mismo techo, dos mundos que no deberían encontrarse.

Creo que me voy dijo, levantándose con una lentitud inapropiada para la situación. Se acercó a mí, me miró con curiosidad, como a una pieza de museo, asintió y se dirigió al vestíbulo.

Yo permanecí inmóvil. Escuché el sonido del chaqué cerrándose, el cerrojo encajando. La puerta se cerró.

Quedamos solos en un silencio roto sólo por el tictac del reloj. Olía a vino, a perfume masculino caro y a traición.

Maruja se abrazó a sí misma, murmurando palabras que apenas llegaban a mis oídos: «no lo entiendes», «no es lo que piensas», «solo estábamos hablando». No tenían peso.

Me acerqué a la mesa, tomé la copa del intruso y percibí su aroma ajeno. Miré la mancha en la bata de Maruja, las cáscaras de pistacho, la botella medio vacía.

No grité. No alcé la voz. Solo sentí una repulsión total: al hogar, al sofá, a la bata, al perfume, y a mí mismo.

Devolví la copa a su sitio y regresé al vestíbulo.

¿A dónde vas? tembló la voz de Maruja, cargada de miedo.

Me detuve ante el espejo, observando mi reflejo, esa persona que acababa de desaparecer.

No quiero quedarme aquí dije, bajo y con claridad . Hasta que el aire se haya despejado.

Salí del piso y bajé por las escaleras. Me senté en la banca frente al portal. Saqué el móvil y vi que la batería estaba agotada.

Miré por la ventana de mi apartamento, la luz cálida que siempre me reconfortó, y esperé a que el olor a perfume ajeno, a mocasines y a una vida que ya no era mía se disipara. No sabía qué vendría después, pero estaba seguro de que no volvería al mismo punto antes de las cuatro.

Así, en aquella banca fría, el tiempo corría de forma distinta. Cada segundo era una claridad abrasadora. Vi pasar la sombra de Maruja al mirar por la ventana; me giré.

Pasó un rato¿media hora? ¿una hora? y la puerta del portal se abrió. Ella salió, sin bata, con jeans y una sudadera, llevando una manta.

Cruzó la calle despacio y se sentó junto a mí, dejando un espacio como una media ausencia. Me tendió la manta.

Tómala, que vas a temblar.

No, gracias respondí sin mirarla.

Se llama Arturo murmuró Maruja, mirando al asfalto . Lo conocemos desde hace tres meses; es el dueño del café que está al lado de mi gimnasio.

Yo escuchaba, sin girar la cabeza. El nombre, la ocupación, nada importaba; era sólo decoración para el verdadero hecho: mi mundo se había derrumbado no por un estruendo, sino por un clic cotidiano.

No busco excusas su voz tembló . Pero tú el último año solo has estado ausente. Llegas, cenas, miras la tele y te duermes. Dejas de verme. Y él él sí te vio.

¿Lo vio? Me giré por primera vez esa noche. Mi voz se quebró por el silencio. ¿Vio que bebías de mis copas? ¿Que tirabas las cáscaras de pistacho en la mesa? ¿Eso lo vio?

Maruja apretó los labios, los ojos se llenaron de lágrimas que no dejó caer.

No pido perdón. Tampoco pretendo borrar todo de golpe. Simplemente no supe cómo llegar a ti de otra forma. Parece que al convertirme en monstruo, volví a ser la persona que alguna vez notaste.

Estoy aquí inicié despacio y me resulta repugnante. Repugnante el perfume ajeno en nuestra casa, repugnantes sus mocasines. Pero lo que más me repugna es la idea de que pudieras hacerme esto.

Me encogí de hombros. El frío me caló la espalda.

No entraré ahí hoy dije . No puedo volver a la vivienda donde todo me recuerda a este día respirar ese aire.

¿A dónde vas? su voz tembló con un miedo animal, el temor a una pérdida definitiva.

A un hotel. Necesito un sitio donde dormir.

Ella asintió.

¿Quieres que me vaya a casa de una amiga? ¿Te dejo solo en el piso?

Negué con la cabeza.

Eso no cambiará lo que ocurrió dentro. Tal vez sea necesario ventilar la casa, Maruja. Incluso venderla.

Ella se quedó boquiabierta, como tras un golpe. Ese hogar era nuestro sueño compartido, nuestra fortaleza.

Me levanté de la banca, con pasos lentos y cansados.

Mañana no hablaremos. Pasado mañana tampoco. Necesitamos silencio, cada uno por su lado. Después veremos si queda algo de lo que valga la pena hablar.

Di la vuelta y seguí por la calle sin mirar atrás. No sabía a dónde me llevaba, ni si volvería. Solo una cosa era cierta: la vida que tenía antes de esa tarde había terminado. Por primera vez en años, debía dar un paso al desconocido, no como marido, no como parte de una pareja, sino simplemente como un hombre cansado y herido. Y, paradójicamente, en ese dolor empecé a sentirme vivo otra vez.

Caminé sin rumbo, la ciudad me parecía extraña. Las farolas proyectaban sombras afiladas sobre el asfalto, fáciles de perder. Entré en el hostal más cercano, no por ahorrarme nada, sino por desaparecer en una habitación sin identidad, donde el olor a cloro y a vidas ajenas me envolvía.

La habitación recordaba a una enfermería: paredes blancas, cama estrecha, silla plástica. Me senté al borde, y el silencio golpeó mis oídos. Ni el crujido del parquet, ni el zumbido del frigorífico, ni la respiración de Maruja detrás de mí. Solo el rumor en mi cabeza y el peso en el pecho.

Saqué el móvil, lo puse a cargar en la recepción. La pantalla se iluminó con notificaciones: colegas, chats de trabajo, publicidad. Una noche ordinaria de un hombre corriente. Esa normalidad resultó insoportable.

Mandé un mensaje al jefe: «Enfermo. No iré durante dos días». No mentí. Me sentía envenenado.

Me duché; el agua estaba casi hirviendo, pero no sentí la temperatura. Me quedé bajo el chorro, con la cabeza gacha, viendo cómo el agua arrastraba el polvo del día. Levanté la vista y, en el espejo astillado del lavabo, vi mi reflejo: cansado, arrugado, ajeno. ¿Así era como me veía Maruja hoy? ¿Así había sido durante meses?

Me acosté, apagué la luz. La oscuridad no trajo calma. Ante mis ojos pasaban imágenes como diapositivas malditas: el chaqué en el perchero, la mancha de vino en la bata, los mocasines sin calcetines, y, sobre todo, sus palabras: «Has dejado de verme».

Me volteé, buscando una posición cómoda, pero no la había. Todo resultaba tosco y fuera de lugar. Un pensamiento insistía en mi oído, como un insecto molesto: ¿y si fuera yo, con mi indiferencia y mi pereza emocional, quien la empujó a los brazos de aquel hombre con mocasines? No quería exonerarla, pero empezaba a comprender.

Maruja no dormía. Deambulaba por el piso como un fantasma, con los brazos cruzados. Se detuvo frente al sofá; la mancha de vino había secado, convirtiéndose en una marca fea y marrón. Arrugó la bata y la tiró al cesto.

Luego, tomó la copa que Arturo había dejado, la miró largo rato y la llevó a la cocina, donde la estrelló contra el fregadero. El cristal se hizo polvo. Un alivio breve.

Recogió todo lo que quedaba del intruso: pistachos, vino sin terminar, los fragmentos de cristal. El perfume del hombre seguía impregnado en las cortinas, en el tapizado, como una sombra persistente. El olor era vergüenza y, extrañamente, liberación. La mentira se volvió verdad; el dolor, tangible.

Se sentó en el suelo del salón, abrazó sus rodillas y, finalmente, se permitió llorar. Lágrimas silenciosas, saladas y amargas, sin sollozos. Lloraba más por la ruina del sueño de matrimonio feliz que por el daño que yo le había causado. Sabía que ella era la culpable, aunque él también había fallado en su ternura.

A la mañana siguiente desperté destrozado. Pedí un café en la cafetería de la esquina y, sentado junto a la ventana, observé la ciudad desperezarse. Mi móvil vibró: era Maruja.

«No me llames, sólo escribe si estás bien».

El mensaje era simple, humano, sin reclamos ni explosiones, solo preocupación. Algo que yo había dejado de notar.

No respondí. Había prometido guardar silencio. Pero, por fin, la ira y la repulsión cedieron un poco a una curiosidad difusa, no a la esperanza, sino al asombro de querer entender.

¿Y si, tras todo este horror y dolor, pudiéramos volver a vernos, no como enemigos, sino como dos seres cansados y solitarios que alguna vez se amaron y que quizás se habían perdido?

Terminé el café, apoyé la taza y acepté que los próximos días serían de silencio. Después, quizás, vendría la conversación. Y comprendí que el verdadero miedo no era al diálogo, sino a la certeza de que nada cambiaría.

Lección aprendida: el amor que sobrevive no es el que nunca cae, sino el que encuentra la fuerza para levantarse del polvo, aceptando tanto la culpa como la vulnerabilidad, y permitiéndose volver a mirar al otro con ojos renovados.

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