Begoña se quedaba inmóvil, el móvil apretado en la mano. La voz de su madre resonaba en sus oídos húmeda, desesperada, como una llovizna que no cesa.
No sabía qué sentir. ¿Lágrimas? No. ¿Enfado? Tampoco. Más bien un vacío.
Ese mismo vacío que Carmen había dejado en ella cuando le dijo: «Te quedarás a dormir en la cocina».
Y sin embargo el corazón latía con más fuerza.
Me expulsaron. Como a un perro.
Las palabras le cortaban la memoria como cuchillo, porque ella también había sido expulsada como una niña con una mochila que contenía dos libros y una blusa.
Vale, ven, pronunció al fin Begoña. Pero solo un momento.
Carmen llegó al día siguiente. Lucía cansada, con ojeras oscuras bajo los ojos, arrastrando una gran maleta.
Begoña abrió la puerta y, por un instante, se miraron. Eran como desconocidos que alguna vez fueron cercanos, pero que ya no saben cómo.
Has arreglado todo muy bonito, comentó Carmen, recorriendo el luminoso piso. Es acogedor.
Sí. Porque yo misma lo he convertido en acogedor, respondió Begoña con serenidad.
Se sentaron a la mesa.
Carmen sorbía el té en pequeños sorbos, como temiendo quemarse.
No pensé que acabaría así empezó. Luis falleció todo quedó para sus hijos. Y ellos vendieron el piso. Me dijeron: «No eres nuestra madre».
Su voz se quebró. Yo los veía como mis hijos
¿Y yo, mamá? ¿Qué me considerabas? preguntó Begoña.
Carmen alzó la vista. Por primera vez, en sus ojos había miedo.
Hija mía, no empieces. Entonces era duro no sabía qué hacer.
No, mamá. La vida no era dura. Tú lo eras. Yo solo era incómoda.
El silencio se posó entre ellas como un pesado telón.
Carmen tragó, pero no dijo nada.
Pasaron semanas.
Begoña trataba de no discutir, pero Carmen poco a poco se portaba como si la vivienda fuera suya.
Reordenó los armarios, lavaba los platos «como se debe», movía los muebles.
Después empezó a volver del mercado con bolsas.
He comprado una alfombra. La tuya no encaja.
Mamá, este es mi hogar.
No seas mísera, ¡solo quiero ayudar!
Y Begoña volvió a sentirse como aquella niña pequeña sin sitio en ningún lado.
Una noche, al volver del trabajo, la cocina olía a bizcocho.
¡Ah, estás aquí! sonrió Carmen. Tenemos invitados.
En la mesa estaba sentado un hombre mayor con calvicie reluciente y barba grasienta.
Este es Sergio, presentó Carmen. Un conocido. A veces me ayuda.
¿En mi piso? preguntó Begoña, fría.
No empieces. Solo cenaremos.
No, mamá. Mañana cenarás en otro sitio.
Carmen se puso pálida.
¿Me echas fuera?
No. Solo te recuerdo: yo también dormí en la cocina por tus decisiones. Pero ya no soy una niña.
A la mañana siguiente, Carmen recogía en silencio sus cosas.
Begoña estaba en la puerta, apoyada en el marco. Los dedos temblaban, pero su rostro permanecía impasible.
¿A dónde iré? susurró Carmen. Nadie me espera.
Así como tú no me esperaste, contestó Begoña.
Carmen se quedó inmóvil.
No lo comprendía
Lo comprendías. Simplemente no te importaba.
Los hombros de Carmen temblaron.
Fui una mala madre, dijo en voz baja. Pero sigo siendo gente.
Lo sé, replicó Begoña. Yo también ya soy gente. No tu hija que te temía.
Cuando la puerta se cerró, Begoña se sentó en el sofá.
Sus manos estaban tibias, como después de una pelea.
El sol iluminaba la habitación, el aire se volvió súbitamente limpio.
Se levantó, abrió el armario y sacó una vieja caja.
Dentro había dibujos infantiles, postales, una foto: ella, su madre y su abuela.
La abuela los sostenía por los hombros, sonriendo.
Si estuvieras aquí, abuela, pensó Begoña, dirías que debo perdonar. Pero ya no quiero vivir con una pena que deba ser perdonada.
Encendió la foto en el cenicero.
Miró largo rato cómo el rostro de su madre desaparecía en la ceniza.
Una semana después llegó una carta.
«Begoña, perdóname. No busco excusas. Solo quiero que sepas que te quiero, aunque no sepa demostrarlo. Gracias por no cerrar la puerta al instante. Tal vez algún día la vuelvas a abrir no por mí, sino por ti».
Begoña la leyó varias veces y luego sonrió.
Por primera vez en años una sonrisa verdadera.
Salió al balcón, respiró hondo y llamó a un albergue de mujeres.
Buenas tardes. Tengo una habitación libre. ¿Alguien necesita refugio?
Sí le respondieron. Tenemos a una mujer a quien la familia echó.
Begoña cerró los ojos.
El círculo se cerró. Pero esta vez de otro modo.
Puso la tetera y sacó sábanas limpias.
En esa casa, alguien escucharía por primera vez:
Aquí estás en tu casa.
Y esta vez sin condiciones, sin miedo, sin dolor.
Solo con amor.







