Víctor Otero llegó del trabajo más tarde de lo habitual; su esposa, Tomasa, esperaba con ansia su regreso, temiendo que algo le hubiera ocurrido en el camino. Su pequeño hijo, Colacho, se paseaba inquieto alrededor del fogón, llamando una y otra vez: ¡Papá, papá!. Cuando dos faros amarillos iluminaron el patio de los Otero, la familia supo que el padre había entrado.
¡Papá, papá! exclamó Colacho, saltando de la estera y tratando de meterse en la bota mientras se ajustaba el chaleco.
¿A dónde vas con esa prisa, chico? Hace un frío tremendo y la noche ya está sobre nosotros, ve al calor del fogón; pronto entrará el padre le respondió Tomasa, cerrando la puerta con un gesto brusco.
Colacho se cruzó de brazos, apretó los labios y estuvo a punto de llorar.
¡Basta de quejas, que aquí estoy yo! replicó la madre. Ya entraré el padre en seguida.
Víctor todavía no había cruzado el umbral.
¿Qué estará haciendo? se quejaba Tomasa, ya impaciente. ¿Se habrá tomado alguna copa? Colacho, quédate aquí, que yo iré a ver.
Mamá, me da miedo balbuceó el niño.
¿Qué te asusta? repreguntó Tomasa. Quédate quieto, que no te hará nada.
Mientras Tomasa se ajustaba el chaleco y seguía discutiendo con Colacho, la puerta se abrió de golpe. Un denso nubarrón de vapor se coló en la casa y, entre él, entró Víctor acompañado de una joven de unos dieciocho años, envuelta en una capa y un abrigo de pana con cuello de terciopelo negro. Sus ojos grises llenaban la mitad de su rostro y una maraña de rizos claros reposaba sobre su frente.
Pasad, pasad, Azucena dijo Tomasa, sin comprender bien. Teresa, ayúdanos a acomodar a la invitada.
Tomasa quitó el abrigo a la joven, que resultó estar embarazada y se tambaleaba como un pato gordo en otoño. Azucena se acercó a la mesa y, con manos temblorosas, se sentó, cruzando sobre sus muslos unas delgadas manos que parecían alas de pollo.
Colacho miraba temeroso desde el fogón.
¿Dónde está mi hijo? exclamó Víctor, arrancando a Colacho del calor y levantándolo casi hasta el techo. Y tú, mujer, prepáranos algo de comer; no nos vamos a morir de hambre.
Al anochecer, cuando Colacho se quedó dormido, escuchó al padre murmurando algo, a la madre respondiendo en voz baja y a la invitada sollozando ligeramente.
A la mañana siguiente, todo el pueblo sabía que Víctor Otero había traído a su hermana menor, Eulalia, embarazada.
¿Qué hacemos con ella? contaba Tomasa a sus amigas en la cantina. Su marido la abandonó, su padre ya no está ¿A dónde la mandamos?
Una de las vecinas le replicó:
Si no tiene padres, ¿no es huérfana? ¿Y de dónde salió esa hermana?
Tomasa, sin más, respondió que Eulalia había crecido en un orfanato y que nada más le quedaba por decir.
Poco después, Eulalia, tía de Colacho, decidió dar a luz y el padre la llevó al hospital del distrito. En el mismo tiempo, nació para Colacho una hermanita diminuta, a la que llamaron Manuela. Eulalia nunca volvió.
¡Ha fallecido! exclamó Tomasa, dejando escapar un grito que resonó en la casa.
Manuela era una niña muy pequeña, tan rosada como una muñeca recién pintada. Colacho la vio jugar con la muñeca que su vecina, Luz, le había regalado, y sintió que ahora tenía su propia “muñeca viva”.
No sé qué quieres, Víctor, pero no la necesito aquí dijo la madre a su marido.
¿Qué dices? ¡Es un hijo, sangre de sangre! replicó Víctor.
No sé nada, pero te di mi palabra. Haz lo que creas respondió Tomasa, resignada.
En medio de la discusión, Víctor se quedó sin palabras, mirando al suelo.
¡Haced lo que queráis! gritó Colacho, cansado de tanto alboroto.
Tomasa se giró y salió al patio, donde el viento agitaba las sombras. Colacho se acercó a Manuela, que dormía envuelta en una manta de lana, y le susurró dulces palabras, llamándola sol, niña, tesoro. Aquel momento le dio al niño una claridad que nunca había tenido.
Al día siguiente, mientras la madre amenazaba con lanzar a Manuela al orfanato o al río, Colacho, aferrado al bajo de su falda, gritó:
¡Mamá, no! ¡Yo cuidaré de ella, yo mismo!
Tomasa, enfadada, le tiró una bolsa de harina, pero él, con la cara cubierta de polvo, siguió suplicando que no se llevaran a su hermana. Víctor, sin decir nada, bajó la cabeza.
¡Haced lo que queráis! repitió, resignado.
Colacho tomó a Manuela en sus brazos y la llevó al campo, donde el niño, ahora ya mayor, se dedicó a la agricultura y a cuidar del ganado, mientras su madre ordeñaba vacas y su padre trabajaba como conductor de camión. Con el tiempo, Manuela creció y se convirtió en una joven hermosa y estudiosa, que volvió al pueblo para estudiar medicina.
Cuando la vida la llevó a casarse y tener hijos, nunca olvidó al hermano que la había protegido. Colacho, ya veterano de la Guardia Civil, recordaba con orgullo cómo había sacrificado el miedo por el amor. Las vecinas del pueblo comentaban:
Tomasa es dura, pero Víctor nunca dice mucho; los hijos son diferentes, pero todos llevan la misma sangre.
Los años pasaron y, al final, Víctor sintió que su tiempo se acercaba. Tomasa, cansada, se quedó a su lado, y Manuela, ya madre, volvió a su casa para cuidar a sus padres. Una noche, mientras la anciana dormía, escuchó una voz que la llamaba:
¿Qué quieres, mamá? ¿Beber? ¿Dolor?
Siéntate, niña susurró Tomasa. Perdóname.
Manuela, con lágrimas, respondió:
Mamá, ¿por qué quisiste entregarme al orfanato? No entiendo.
No era mi intención explicó Tomasa. Tu padre había traído a tu tía embarazada, y yo, temerosa, pensé que lo mejor sería alejarla. Pero al final, tú naciste y me diste una razón para seguir. No guardo rencor; el perdón es lo único que nos queda.
Manuela abrazó a su madre y, con voz firme, dijo:
Gracias, madre. Gracias a ti tengo una familia enorme, tías, tíos, primos, y sobre todo el amor que me has dado. No fue la sangre lo que me hizo quien soy, sino el cariño que me brindaste cada día.
Tomasa, con una sonrisa que cruzó la eternidad, respondió:
Hija mía, la vida es como una olla de cocido: a veces lleva ingredientes amargos, a veces dulces; pero si lo remueves con paciencia y amor, al final siempre sale un plato sabroso.
Así, en la quietud del campo castellano, la familia Otero aprendió que el perdón y el cuidado mutuo son la verdadera riqueza, mucho más valiosa que cualquier moneda de euro. La lección quedó clara: quien cultiva el amor en el corazón cosecha paz, y esa paz perdura más allá de los últimos latidos.







