¡Qué barbaridad! exclamó la suegra, furiosa. ¿Así que tu tu esposa te ha puesto contra su propia madre? Ya lo entiendo todo.
Begoña, tenemos que hablar en serio dijo Daniel, sentándose al borde de la mesa de la cocina mientras su mujer iba preparando la cena.
¿De qué? respondió Begoña, removiendo la salsa de setas para la pasta, cuidando que no se quemara a fuego lento.
De mamá y del dinero murmuró Daniel. Me ha pedido que le eche una mano una vez más este mes.
Begoña suspiró profundamente. En los últimos seis meses esas conversaciones se habían vuelto habituales. Primero Celia Pérez, la madre de Daniel, pidió «un poco antes de la pensión» para medicinas y la compra. Después volvió a pedir y otra vez Siempre prometía devolver, pero la deuda solo crecían.
¿Cuánto es esta vez? preguntó Begoña, apagando la cocina.
Treinta mil euros bajó la mirada Daniel. Dice que el frigorífico se ha estropeado.
¿Qué dices? se volvió bruscamente a él Begoña. ¡Llevamos dos meses ahorrando para la reforma! El baño se desmorona y tú quieres
Begoña, es que es mi madre intentó disculparse Daniel.
¡Tu madre, que ya nos debe más de cien mil euros! golpeó Begoña la mesa con la cuchara. ¡Y no ha devuelto ni un centavo!
En ese momento sonó el timbre. En la puerta estaba Celia Pérez, una mujer de porte elegante, con peinados impecables y pendientes de perla.
Begoña, qué alegría que estés en casa trinó la suegra al entrar en la cocina. ¡Ay, qué rico huele!
Pasta con salsa de setas respondió Begoña secamente.
Qué tierno que cocines para mi hijito. Sabes que él siempre ha preferido la comida sencilla.
¡Mamá! espetó Daniel. Me encanta lo que hace Begoña.
Pues sí se sentó Celia, tomando asiento. ¿Vengo a molestar?
El frigorífico está podrido, la comida se echa a perder, y mi pensión llega dentro de dos semanas
No, afirmó con firmeza Begoña.
¿Qué no? se sorprendió la suegra.
No tenemos dinero. No podemos seguir ayudándole.
Celia alzó la voz:
¿Cómo no? ¡Los dos trabajáis! Tenéis sueldos decentes ¿Qué os cuesta ayudar a vuestra madre cuando tenéis los medios?
Pagamos la hipoteca, la luz, el agua, la reforma y el préstamo que hicimos para ayudaros la pasada vez, replicó Begoña.
¿Me estás recriminando? sollozó Celia. ¡He dedicado toda mi vida a Daniel!
Y sigues dándolo pero ahora son nuestros ahorros.
¡Begoña! intentó interceder Daniel.
No, querido, que tu mujer hable, cortó Celia. Quiero oír cómo me acusa de pedir ayuda a mi propio hijo.
¿Ayuda? sonrió Begoña. ¿Así llamas a eso? Nos tomas el dinero, prometes devolver y nunca lo haces. Mientras tanto veo que te compras bolsos nuevos o te vas a un balneario.
¡Cómo te atreves! se indignó la suegra. ¡Soy una anciana, necesito cuidar mi salud!
Nosotros también necesitamos vivir, construir nuestro hogar, reparar el piso. Pero no podemos porque siempre estamos tirando la casa por la ventana a ayudaros.
¡Daniel! se volvió Celia al hijo. ¿Escuchas cómo me habla? ¿Vas a permitirlo?
Mamá, Begoña tiene razón dijo Daniel en voz baja. Ya no podemos seguir dándote dinero.
¡Ah, ya! replicó Celia. Entonces tu tu mujer te ha puesto contra su propia madre. No vengas a buscarme cuando ella haya gastado todo tu dinero en caprichos y restaurantes.
Yo ni siquiera tengo tiempo para restaurantes respondió agotada Begoña. Trabajo horas extras para pagar vuestras «préstamos antes de la pensión».
¡Qué desagradecida! gritó Celia. Yo
¿Qué me vas a dar? la interrumpió Begoña. ¿Sabes qué? ¡No soy una vaca que satisfaga todos tus caprichos!
La suegra quedó muda, atónita ante la firme respuesta que no esperaba.
Ya nos debéis más de cien mil euros continuó Begoña. He anotado todas las cantidades y fechas. Así que o empezáis a devolver la deuda, o olvidad cualquier nuevo favor.
¡Daniel! ¿Dejarás que te hable así a tu madre? sollozó Celia.
Mamá, basta dijo Daniel con decisión. No podemos seguir dándote dinero. Nosotros también tenemos deudas.
Celia se hundió en su silla, cubriéndose la cara con las manos:
Pensaba que eras como una hija para mí, Begoña. Creía que éramos una familia Pero tú llevas la cuenta de cada céntimo como si fuera la contabilidad de un banco.
Porque no devuelves lo que pides, contestó Begoña calmada. Y siempre exiges más.
¡Qué descaro! sollozó la anciana. He entregado todo a mi hijo, lo he mimado, y ahora, vieja, enferma ¿a quién le sirvo?
Daniel miró a su mujer sin saber qué decir. Begoña comprendió que la suegra iba a volver a usar la lástima como arma.
Celia Pérez, su pensión supera la media y además alquila el piso que heredó de su madre. ¿A dónde se va el dinero?
¿Te atreves a preguntarme? se indignó Celia. ¿Sabes cuánto cuestan mis medicinas? ¿Y la luz? ¿Y la comida?
Lo sé asintió Begoña. Y también sé que el mes pasado te compraste un abrigo de visón nuevo.
¡Daniel, lo oyes! exclamó Celia, acusando a su hijo. ¡Tu mujer te espía!
He visto el recibo en tu bolso cuando pedías dinero para medicinas urgentes replicó Begoña.
Mamá, basta intervino Daniel. Hablemos con calma.
¿De qué? ¿De que mi esposa te ha puesto contra su madre? se levantó Celia. ¡Sin mí no te habrías casado! Te di la boda y la primera cuota de la hipoteca.
¡Ya te lo hemos devuelto tres veces! soltó Begoña. Y siempre nos decías «déjalo», para volver a recordarnos la obligación.
¿Y ahora qué? apretó los puños Celia. ¿Soy ahora un cajero automático? Me das dinero y lo devuelves sin alma, sin agradecimiento.
No, Celia Pérez. Nosotros somos el cajero que nunca deja de cobrar.
Celia palideció y volvió a sentarse.
Ingratos Yo podría haber dejado este piso a otro hijo o a los nietos. Pero te he dado todo, Daniel
¡Basta! golpeó Daniel la mesa con el puño. Si no lo haces ahora, dejaré de hablar contigo.
Celia puso la mano sobre el pecho:
Hijo, ¿no era eso lo que querías? Yo soy tu madre
Una madre que manipula y usa la lástima concluyó Daniel. Begoña tiene razón, esto no puede seguir así.
Cuando la suegra se marchó, Begoña y Daniel se quedaron en silencio.
Sabes dijo Daniel al fin , acabo de darme cuenta de cómo nos ha manipulado todo este tiempo.
Yo quería decírtelo hace mucho respondió Begoña, tomando la taza de té frío. Pero temía que no lo entendieras. Lo siento, debí haberlo dicho antes.
Pasaron unos días y Celia llamó:
Daniel, ¿qué tal si pasáis a tomar el té? He horneado unos pasteles.
¿Te has disculpado con Begoña? preguntó Daniel.
¿Por qué? ¿Por pedirme ayuda? sonó la voz de Celia, cargada de un habitual tono melancólico.
Por las manipulaciones y la presión.
Qué cabrón te has vuelto, hijo. Ya te has puesto contra tu madre
Entendido. No iremos mientras no te disculpes.
Por favor clamó Celia, colgando el teléfono.
Dos semanas sin noticias de Celia. Daniel revisaba el móvil de vez en cuando, preocupado por su madre.
¿Llamas? sugirió Begoña.
No. Que ella reflexione sobre su comportamiento.
Al fin, Celia apareció en la puerta, más callada y avergonzada.
He pensado empezó ¿Podría haber sido yo la que estaba equivocada? Begoña, perdóname.
Begoña asintió:
Adelante, Celia Pérez. ¿Un té?
Gracias se sentó en el borde de la silla. He pensado en buscar un trabajo a tiempo parcial. La pensión a veces no basta.
Begoña y Daniel se miraron; parecía que el primer paso hacia el cambio se había dado. Desde aquel diálogo, la relación con la suegra empezó a transformarse lentamente: ya no había visitas inesperadas pidiendo prestamos, ni manipulaciones ni indirectas.
Esa misma noche la pareja estableció reglas claras para el presupuesto familiar.
Todo lo que implique dinero, sobre todo ayudar a familiares, lo decidiremos los dos dijo Begoña, sirviendo el té. No quiero quedar atrapada entre dos fuegos.
De acuerdo tomó la mano Daniel. Ahora entiendo cuánto tiempo permití que mi madre se pasara de la raya, recordándome su ayuda pasada.
No eres culpable le contestó Begoña con suavidad. Ha llegado el momento de poner orden.
Una semana después Celia volvió con pasteles. Se mostró inusualmente retraída:
He horneado ¿Tomamos un té?
Durante el té la suegra evitó el tema del dinero y comenzó a hablar de su juventud, de cómo conoció al padre de Daniel y de los primeros años de su matrimonio.
¿Sabéis? agitó el azúcar me he apuntado a cursos de informática en el centro de mayores. Es gratuito.
¿Para qué? preguntó Daniel.
Quiero aprender a trabajar por internet. Hay gente que traduce documentos, que revisa papeles
En el cumpleaños de Daniel toda la familia se reunió. Fue la primera gran celebración desde el conflicto. Celia se comportó con dignidad, sin quejarse ni insinuar problemas.
¡Yo ya manejo Excel! proclamó orgullosa a los invitados. Sé crear fórmulas.
Mi madre ha encontrado un curro a tiempo parcial explicó Daniel. Ayuda a una pequeña empresa con la documentación.
Después de la fiesta Begoña confesó a su marido:
Ni me lo creo, que tu madre haya cambiado tanto.
Ha comprendido que puede resolver sus propios problemas respondió Daniel. aunque le cueste admitirlo.
Pasó medio año y Celia entregó un sobre:
Es la primera parte de la deuda dijo a Begoña. No es mucho, pero intentaré pagar el resto poco a poco.
¿No debería? vaciló la nuera.
Sí, tienes razón afirmó Celia con firmeza. No debí comportarme así.
Recientemente Celia consiguió un puesto fijo en una pequeña empresa.
Ahora tengo pensión y sueldo celebró por teléfono. Incluso me he apuntado a clases de inglés. A mi edad lo esencial es no quedarse parado.
Begoña y Daniel la vieron en el supermercado, luciendo un traje de negocios nuevo y un peinado impecable.
Después de la compra, me gusta darme un capricho sonrió. ¡Qué placer gastar el dinero!
Al observar aquel giro, Begoña comprendió que a veces basta saber decir «no». Así, incluso las relaciones más difíciles pueden mejorar. La convivencia con la suegra se volvió más tranquila y honesta, sin manipulaciones, sin culpas ni constantes pedidos de ayuda. Y Celia demostró que, a cualquier edad, se puede empezar una nueva vida, siempre que haya voluntad.
La lección final es clara: el respeto mutuo y la capacidad de poner límites son la base para que cualquier familia prospere.







