14 de abril
Hoy, una semana después, los vecinos de la finca regresaron en el último bote desde la casa de campo. Volvieron sin su gato. Un enorme felino gris, ladrón de oreja derecha. Todo el verano lo he compartido con él: robaba la comida de la mesa, revolvía el huerto, y yo ya me había encariñado con sus mañas. Cuando vi que los vecinos volvían sin “Gris”, me entró una tristeza profunda y le pedí a mi mujer que fuera a preguntar sin rodeos dónde se había metido el animal.
Resultó peor de lo que había temido. Habían dejado al gato allí, en la finca. No dejé de darle vueltas al asunto hasta bien entrada la tarde. Finalmente llamé al jefe y le solicité el día libre para mañana. Mi esposa suspiró pesado y me advirtió:
Ten cuidado. Pide que lo transporten en barco.
El tiempo no ayudó desde la madrugada. Nubes plomizas escupían una llovizna fina y el viento arrastraba hojas húmedas que se pegaban al asfalto. Me paseé por la estación de embarcaciones con la esperanza de que alguien se decidiera a cruzar el río por los objetos olvidados.
Nadie apareció. Solo un hombre corpulento, con botas de talla 45, revolvía el motor y murmuraba. Le expliqué que había dejado en la finca documentos vitales y le entregué cincuenta euros. El hombre los guardó en el bolsillo, lanzó una queja al cielo sobre los dueños de fincas que nunca recuerdan nada, y puso el bote al agua.
Las olas eran respetables, lanzaban espuma helada y amenazaban con volcar la pequeña embarcación. Tras media hora de lucha contra la corriente, llegamos a la orilla junto a nuestras casas de campo. El hombre, con semblante sombrío, me soltó una advertencia sobre cuánto costaba ese favor, y yo corrí de vuelta a la finca. El cielo se tornaba gris y la llovizna se convertía en granizo.
¡Gris, gris, gris! grité con todo el pecho, rezando a que aún viviera.
Y el gato gris apareció temblando, acurrucado a mis pies, maullando débilmente. Lo atrapé y corrí hacia el bote. Cuando ya estaba subiendo, el hombre de botas abrió los ojos como platos y, justo entonces
Gris saltó del bote, acercó su única oreja izquierda a su cabeza y maulló tímido y bajo. Luego dio la vuelta y salió corriendo.
¡Alto, alto, dónde te vas, demonio! vociferé.
Me lancé sin prestar atención a los insultos, a los juramentos ni a las amenazas de ¡nos vamos a la mierda!, persiguiendo al felino. Corría atrás de él, con los puños apretados, cuando de repente giró a la izquierda y desapareció entre los arbustos. Al apartar las ramas, descubrí a Gris abrazado a un gatito negro, empapado y lloriqueando. Gris, con la culpa en la mirada, maulló de nuevo.
Me arrodillé en el suelo húmedo, dispuesto a coger a los dos, cuando la tierra tembló bajo mis pies. El hombre corpulento pisoteaba con sus enormes botas, escupiendo maldiciones. Apareció justo detrás de mí, se silenció y, con una voz sorprendentemente serena, dijo:
Apúrate, que viene una tormenta y todo quedará cubierto de nieve.
Alcancé a Gris y al pequeño negro y corrimos hacia el bote. No sé cómo cruzamos al otro lado del río; tal vez la Providencia quiso que lo lográramos, porque no se veía nada más.
El hombre, mientras el motor rugía, soltó una frase:
Eres una bestia, hombre.
Me quedé desconcertado.
¿Por qué bestia? pregunté, mirando con recelo el agua revuelta.
Pues mira continuó me engañaste con los papeles y el dinero, pero vas a salvar al gato tú mismo. ¿Eres hombre o una sombra sin alma? ¿Qué te pasa?
Tenía miedo de que no quisieras ayudarme y nadie más podía salvarlo le respondí. El hombre se quedó callado, frunció el ceño y nos dirigimos a la estación de embarcaciones.
Allí buscó una caja para el gatito y la cubrió con una toalla caliente. Cuando ya estaba dispuesto a marcharme y agradecí al hombre, él me dijo:
No todo se queda con uno y nada con otro. y, dirigiéndose a Gris, añadió Ven a vivir conmigo. Yo voy a pescar; tú, buen gato, serás mi compañía.
El gatón miró al hombre, maulló culpable y se acercó, apoyándose con sus patitas delanteras en las botas del tipo. El hombre lo tomó entre sus brazos, lo rodeó con sus propias garras y los dos se fundieron en un abrazo.
El hombre se volvió, tembloroso, y por un minuto solo murmuró:
Vaya, vaya
Recuperado, me miró con una voz firme pero sorprendentemente amable y dijo:
Te invito el próximo fin de semana a una jornada de pesca. y me guiñó un ojo.
Al volver a casa, mi mujer cuidaba al pequeño negro bajo la toalla de felpa. Al buscar, encontró cincuenta euros bajo la misma toalla.
Desde entonces vamos a pescar con regularidad, acompañados de ese gruñón amable y corpulento. ¿Y qué si a veces llego un poco pasado de copas y sin pescado? La pesca es cosa de vida, diría yo, un asunto cotidiano que nos mantiene en pie.
Alejandro.







