Una huérfana criada en un orfanato consiguió trabajo como camarera en un restaurante de prestigio. Pero tras derramar sopa sobre un cliente adinerado, su destino cambió por completo.
¡Chica, ¿te das cuenta de lo que has hecho?! gritó Ramón agitando un cucharón. ¡Sopa en el suelo, el cliente salpicado y tú ahí plantada como una estatua!
Lucía miró la mancha oscura en el traje carísimo del hombre y sintió que el estómago se le encogía. Era el fin de su empleo. Seis meses de esfuerzo, todo para nada. Ahora ese ricachón montaría un escándalo, exigiría compensación y la despedirían sin indemnización.
Perdone, lo siento Ahora mismo lo limpio balbuceó, cogiendo servilletas de la mesa.
El hombre alzó una mano para detenerla:
Espera. Fue culpa mía. Me giré de repente y me distrajo una llamada.
Lucía se quedó helada. En dos años de camarera había oído de todo, pero nunca que un cliente le pidiera perdón a ella.
No, fue torpeza mía murmuró.
No te preocupes. El traje se puede lavar. Pero ¿te quemaste?
Negó con la cabeza, sin creer lo que ocurría. El hombre rondaba los cuarenta y cinco, con canas y gafas. Hablaba sereno, sin esa falsa amabilidad que usan los clientes con dinero.
Entonces déjame cambiarme y tráeme otra sopa. Esta vez con cuidado sonrió levemente.
Iker, el encargado del local, apareció de la nada.
Don Velasco, ¡disculpe el incidente! Le compensaremos el traje
Iker, no hace falta. No es nada.
Lucía llevó otra ración de sopa, las manos aún temblorosas. Velasco comió despacio, mirándola a veces con curiosidad.
¿Cómo te llamas?
Lucía.
¿Cuánto llevas aquí?
Seis meses.
¿Te gusta?
Encogió los hombros. ¿Qué podía decir? Un trabajo es un trabajo. El sueldo estaba bien y el ambiente dependía de la suerte.
¿Y dónde trabajabas antes?
La pregunta era sencilla, pero Lucía se tensó. Los ricos no preguntan así por casualidad.
En otro café respondió cortante.
Velasco asintió y no insistió. Pagó, dejó una buena propina y se marchó.
Tienes suerte refunfuñó Ramón. Si yo hubiera tenido un cliente así en mis tiempos, ya estaría jubilado.
Una semana después, Velasco volvió. Se sentó en la misma mesa y pidió que lo atendiera Lucía.
¿Cómo estás? preguntó al entregarle la carta.
Bien.
¿Dónde vives?
Alquilo una habitación.
¿Sola?
Lucía dejó la carta con un gesto brusco.
¿Y?
Velasco levantó las manos en señal de paz:
Perdona, no era mi intención entrometerme. Es que me recuerdas a alguien.
¿A quién?
A mi hermana. A tu edad también era independiente.
Algo se le retorció por dentro. “Era”, es decir, que ya no estaba.
¿Trabaja en algún sitio?
No hizo una pausa. Hace mucho que no está.
Otro cliente interrumpió su conversación al pedir la cuenta. Cuando regresó, Velasco terminaba su ensalada.
¿Puedo venir a menudo? Me gusta este sitio.
Claro, es un local público.
¿Y si pido que siempre me atiendas tú?
Encogió los hombros. El cliente siempre tiene razón, más si paga bien.
Velasco empezó a venir dos veces por semana. Pedía lo mismo: sopa, ensalada, plato principal. Comía despacio, hablaba por teléfono en voz baja. El cliente perfecto.
Poco a poco, fue hablando de sí mismo. Tenía una cadena de ferreterías, vivía con su mujer en una casa en las afueras. No tenían hijos.
¿De dónde eres? preguntó una vez.
De la ciudad respondió evasiva.
¿Tus padres viven?
No.
¿Hace mucho?
No los recuerdo. Me crié en un orfanato.
Velasco se detuvo, la cuchara suspendida en el aire.
¿Cuál?
El internado número catorce, en la calle Jardín.
Ya. ¿Qué edad tienes?
Veintidós.
¿Cuándo saliste del orfanato?
A los dieciocho. Primero me dieron una residencia, luego alquilé por mi cuenta.
Velasco dejó de comer. La miró con una extraña intensidad, como si la viera por primera vez.
¿Pasa algo? preguntó Lucía.
No, nada. Es solo que mi hermana también creció en un orfanato.
Pobre.
Sí. Yo tenía veinte años, estudiaba en la universidad. No podía llevármela, vivía en una residencia y apenas llegaba con la beca.
¿Y luego?
Luego fue tarde.
Había tal dolor en su voz que Lucía no quiso indagar más. No era su lugar remover recuerdos ajenos.
A la semana siguiente, Velasco le trajo un regalo: una cajita elegante.
¿Qué es esto?
Ábrela.
Dentro había unos pendientes de oro, sencillos pero bonitos.
No puedo aceptarlos.
¿Por qué no?
Porque apenas nos conocemos.
Lucía, es solo un detalle. Sin condiciones.
¿A cambio de qué?
Hizo una pausa.
¿Tienes planes de futuro?
¿Qué planes? Trabajo y ahorro para un piso.
¿Te gustaría cambiar de trabajo?
¿A qué?
Hay una plaza de encargada en una de mis tiendas. El sueldo es el triple que aquí.
Lucía se apartó de la mesa.
¿Y tengo que hacer algo a cambio?
Trabajar. Recibir mercancía, supervisar a los dependientes, hacer informes. Aprenderás.
¿Por qué yo?
Porque eres responsable. En seis meses, ni una queja. Siempre educada. Y porque quiero ayudarte.
¿Por qué?
Velasco se quitó las gafas, las limpió con una servilleta.
A mi hermana la enviaron al orfanato a los doce. Nuestros padres murieron en un incendio. Yo estaba en tercero de carrera. Pensé que aguantaría un par de años, me graduaría, conseguiría un buen trabajo y la sacaría de allí.
¿Qué pasó?
Murió de neumonía un año antes de que yo terminara. Me enteré del funeral un mes después.
Lucía guardó silencio. La historia era conmovedora, pero ¿qué tenía que ver con ella?
Toda mi vida he pensado: si hubiera actuado antes, dejado los estudios, buscado cualquier trabajo
¿Y qué? ¿Os hubierais muerto de hambre juntos en vez de sufrir por separado?
Quizá. Pero ella estaría viva.
No puedes saberlo.
Lo sé. Allí la trataban mal. Si hubiera vivido conmigo
Mira, siento mucho lo de tu hermana. Pero yo no soy ella.
Lo sé. Pero déjame intentar arreglar algo.
Lucía cogió la cajita.
Pensaré lo del trabajo. Pero llévate los pendientes.
Lucía, vamos, ¡es solo un detalle!
Por eso mismo no lo acepto.
En su habitación alquilada, se lo contó a su amiga Valeria, con quien había crecido en el orfanato.
No me creo a los ricos generosos dijo Valeria, mordiendo una manzana. Todos quieren algo.
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