Un multimillonario esperaba un Uber cuando vio a su ex, a quien no veía desde hacía seis años, llevando de la mano a dos niños que se le parecían como dos gotas de agua

Life Lessons

Un multimillonario esperaba un Uber cuando vio a su ex, a quien no había visto en seis años, llevando de la mano a dos niños que se parecían a él como dos gotas de agua. No estaba preparado para lo que ocurriría después.

Estaban al borde de la acera, frente a una librería del centro de Madrid, jugando con gorras azul marino idénticas y riéndose de algo que solo ellos entendían. Ambos tenían el mismo pelo rubio arena, el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda y la misma energía inquieta que él tenía a su edad. Parecían tener cinco o seis años, aún lo suficientemente pequeños para correr en lugar de caminar.

La aplicación de Uber en el teléfono de Miguel indicaba que su conductor llegaría en tres minutos. Revisó el mapa y luego volvió a mirar a los niños.

Entonces, ella salió de la librería.

Lucía.

Por un instante, Miguel pensó que sus ojos le jugaban una mala pasada. No la había visto en seis años, desde aquella fría mañana de noviembre en que se separaron. Llevaba un jersey beis y unos vaqueros oscuros, el pelo un poco más corto, pero aún de ese suave castaño que él recordaba. Lucía parecía más madura, pero en el sentido de alguien que ha crecido por dentro, más serena, más arraigada.

Y cuando extendió la mano para agarrar las de los niños, algo se apretó en el pecho de Miguel.

La notificación del Uber sonó. Dos minutos.

Podía marcharse. Subir al coche, ir a su reunión y actuar como si ese momento nunca hubiera existido. Pero sus pies permanecieron inmóviles.

Lucía lo notó mientras ayudaba al más pequeño a ajustar la correa de su mochila. Sus ojos se abrieron, no tanto por sorpresa, sino por un reconocimiento mezclado con un leve titubeo.

Miguel dijo con cautela.

Lucía respondió él, con la garganta seca. Hola.

Los niños lo miraron, intrigados. El mayor inclinó la cabeza. ¿Quién es, mamá?

Mamá.

La palabra pesó más de lo que habría imaginado.

Es un viejo amigo contestó Lucía, tras una pausa. Miguel, estos son mis hijos, Jorge y Álvaro.

Ambos le hicieron un pequeño gesto con la mano. Jorge, el mayor, tenía exactamente el mismo tono de ojos que Miguel, gris con un fino anillo verde. Álvaro tenía su misma nariz. Miguel pensó que tal vez se estaba sugestionando, pero el parecido era demasiado evidente para ignorarlo.

Son unos niños encantadores dijo con más seguridad de la que sentía.

Gracias Lucía esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos.

Siguió un silencio, lo suficientemente largo para que el aire entre ellos se llenara de todo lo no dicho. Seis años de silencios.

¿Así que vives por aquí? preguntó Miguel, más por retenerla que por curiosidad.

No muy lejos contestó ella. Volvimos hace más o menos un año.

El icono del Uber mostraba al conductor doblando la esquina.

Miguel dudó. Quería preguntar por los niños, por su padre. Pero la última vez que hablaron, fue él quien terminó su historia. En aquel entonces, estaba demasiado centrado en construir su empresa, demasiado convencido de que no podía conciliar amor y ambición. Ahora, multimillonario con un ático lujoso pero nadie que lo esperara, esa decisión le parecía mucho menos clara.

Los niños se distrajeron con un perro que pasaba, dando a Miguel un momento a solas con Lucía.

Parecen felices dijo él, tras un instante. Eso es bueno.

Lo son respondió ella con suavidad. Hemos salido adelante.

Asintió, aunque una parte de él ardía por hacer más preguntas.

El Uber se detuvo junto a la acera. El conductor bajó la ventanilla. ¿Miguel?

Miró el coche, luego a Lucía. Ella ya tenía a los niños de la mano, lista para irse.

Ha sido un gusto verte dijo él.

Igualmente contestó ella, apretando el teléfono entre sus dedos.

Subió al coche, pero, mientras se alejaban, se volvió para mirar atrás. Los niños observaban el vehículo, y, por un instante, la sonrisa socarrona de Álvaro, idéntica a la que Miguel veía en las fotos viejas de su familia, le apretó el corazón.

No sabía que ese breve encuentro desencadenaría una verdad capaz de cambiar los últimos seis años de su vida.

Segunda parte La verdad

Miguel no había planeado volver a ver a Lucía. Pero la vida, con su desorden e imprevistos, se burla de las intenciones.

Tres días después, salía de una cafetería cuando alguien lo llamó. Lucía estaba al otro lado de la calle, con una bolsa de la compra en la mano. Los niños no estaban con ella.

¿Tienes un minuto? preguntó.

Terminaron en un banco del parque, la bolsa a sus pies. Esta vez, sin formalidades.

Debo explicarte algo comenzó ella. Sobre los niños.

Miguel se preparó. Lucía, no tienes que

Son tuyos, Miguel.

Las palabras lo golpearon como un puñetazo. Por un momento, solo escuchó el ruido lejano del tráfico.

Parpadeó. ¿Qué?

Después de que terminamos, descubrí que estaba embarazada. Intenté llamarte, pero tu número había cambiado. Te envié un correo, pero nunca respondiste. Pensé que habías sido claro al no querer esa vida.

Miguel la miró fijamente. No recibí nada. Ni llamadas, ni correos.

Ella frunció el ceño. Usé tu antigua dirección de trabajo.

Vendí esa empresa un mes después de que nos separáramos. Cambié todo.

Quedaron en silencio, abrumados por el peso de seis años perdidos.

No supe cómo encontrarte dijo ella en voz baja. Y no iba a perseguir a alguien que ya se había ido.

Miguel exhaló bruscamente, la mente invadida por todo lo que se había perdido: primeras palabras, primeros pasos, cumpleaños. Dos infancias enteras que ignoraba eran también suyas.

Jorge y Álvaro repitió lentamente, saboreando esos nombres de una manera nueva. Son mis hijos.

Lucía asintió.

Por primera vez desde su ruptura, no parecía a la defensiva. Solo cansada, como alguien que ha cargado sola con un peso demasiado tiempo.

Miguel se inclinó, apoyando los codos en las rodillas. Quiero ser parte de sus vidas.

Ella lo estudió. No es tan simple. No saben quién eres no en ese sentido. Y he sido su única familia. Son todo para mí.

No busco quitártelos dijo él con firmeza. Pero no puedo irme. No ahora.

Sus ojos se suavizaron ligeramente, aunque la incertidumbre persistía. Tendrá que ser poco a poco.

Iré despacio respondió él. Pero no puedo quedarme sin hacer nada.

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