Un día solo para mí: Disfruta de tu momento de tranquilidad y autoregalo

Life Lessons

**Un día para mí**
**Parte 1: El regreso**

El atardecer se deslizaba sobre el barrio, tiñendo las nubes de un dorado suave que anunciaba una noche apacible. Para Javier, sin embargo, todo era igual que siempre. Tras una jornada agotadora en la oficina, donde los papeles parecían reproducirse y las reuniones no daban tregua, solo ansiaba llegar a casa, cenar y quizá ver algo en la tele antes de dormir. No era un hombre infeliz, pero sí uno acostumbrado a la monotonía, a la previsibilidad de los días que se sucedían como cuentas de un rosario sin fin.

Aparcó el coche frente a su vivienda y, al salir, notó algo raro al instante. La puerta del coche de su esposa, Lola, estaba abierta. Javier frunció el ceño. Lola era meticulosa, cuidadosa con los detalles, especialmente con su coche, al que trataba casi como un santuario. Aún más extraño fue ver la puerta de casa entreabierta, dejando escapar el bullicio inconfundible de niños jugando.

Avanzó unos pasos y se detuvo en seco. El jardín, normalmente impecable y cuidado por Lola y los niños los fines de semana, era ahora un campo de batalla. Sus tres hijos, Pablo, de ocho años; Mariona, de seis; y el pequeño Adrián, de apenas cuatro, jugaban entre charcos de barro, embadurnados de tierra y aún en pijama. Envases de comida vacíos y envoltorios estaban esparcidos por el césped, como si un tornado en miniatura hubiera pasado por allí. Javier sintió una punzada de preocupación mezclada con incredulidad.

¡Papá! gritó Pablo al verlo. ¡Mira lo que hicimos!

Mariona agitaba las manos, mostrando orgullosa una montaña de barro que, según ella, era un castillo inexpugnable. Adrián, mientras, reía a carcajadas, chapoteando en un charco.

Julián buscó con la mirada al perro, Canelo, pero no había rastro de él. Ni siquiera un ladrido a lo lejos. Su inquietud creció. ¿Dónde estaba Lola? ¿Por qué todo estaba así?

¿Dónde está mamá? preguntó, intentando no sonar alarmado.

Adentro respondió Mariona, sin apartar los ojos de su obra.

Julián entró en la casa, esquivando juguetes y envoltorios. Al cruzar el umbral, el caos se multiplicó. Una lámpara yacía en el suelo, la alfombra estaba arrugada y empujada contra la pared. En el salón, la televisión estaba a todo volumen, sintonizando un canal de dibujos, y el sofá era un mar de juguetes y ropa desperdigada.

El olor a comida mezclada con detergente y tierra flotaba en el aire. Julián se dirigió a la cocina, donde el fregadero rebosaba de platos sucios, restos de desayuno cubrían la encimera y la puerta de la nevera estaba abierta de par en par. En el suelo, la comida del perro estaba esparcida y, bajo la mesa, un vaso roto brillaba entre las sombras.

El corazón de Javier latía con fuerza. Algo no iba bien. Subió las escaleras rápidamente, apartando montones de ropa que bloqueaban el paso. Al llegar al pasillo, vio agua corriendo bajo la puerta del baño. Al abrirla, encontró toallas empapadas, espuma y juguetes flotando, y rollos de papel higiénico desenrollados hasta formar montañas blancas.

Sin perder tiempo, corrió hacia el dormitorio principal. Empujó la puerta y allí, envuelta en la penumbra, estaba Lola. Acurrucada en la cama, en pijama, con el pelo recogido en un moño desordenado, leía un libro con una expresión de absoluta tranquilidad.

Al notar su presencia, Lola levantó la vista, le sonrió y preguntó con voz serena:

¿Qué tal tu día?

Javier la miró, furioso, incapaz de comprender lo que veía.

¿Qué ha pasado hoy aquí? preguntó, conteniendo a duras penas la rabia.

Lola volvió a sonreír, con una calma desconcertante.

¿Sabes cuando vuelves cada día del trabajo y me preguntas “Por Dios, ¿qué haces todo el día?”?

Sí respondió Javier, incrédulo.

Pues hoy no lo hice dijo Lola, cerrando el libro suavemente. Hoy me tomé el día para mí.

**Parte 2: El silencio y la verdad**

Por un instante, el silencio llenó la habitación. Javier se quedó paralizado en la puerta, sin saber si reír, gritar o dejarse caer al suelo como uno de sus hijos. Miró a Lola, que seguía con la misma expresión serena, y repasó mentalmente todo lo que había visto al llegar: el caos, la suciedad, el desorden absoluto. Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.

¿Te tomaste el día para ti? repitió, como si las palabras no tuvieran sentido.

Lola asintió, dejando el libro a un lado y sentándose en la cama. Su pijama, de algodón azul, tenía manchas de café y chocolate, y sus pies descalzos asomaban bajo la manta.

Sí. Hoy decidí no hacer nada de lo que hago cada día. No recogí, no limpié, no cociné, no organicé, no discutí con los niños para que se vistieran, no lavé los platos, no perseguí a Canelo para que no se escapara, no respondí a los mensajes del grupo de padres, no planifiqué la cena, ni siquiera me peiné. Hoy solo fui Lola. No mamá, no esposa, no ama de casa. Solo yo.

Javier sintió una mezcla de admiración y desconcierto. Se sentó al borde de la cama, intentando ordenar sus pensamientos.

Pero empezó a decir, pero las palabras se le atragantaron.

Lola lo miró a los ojos, con una ternura inesperada.

¿Sabes cuántas veces me he preguntado si te das cuenta de todo lo que hago cada día? preguntó, sin rencor, solo con curiosidad. ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería la casa si yo no hiciera nada durante un solo día?

Javier bajó la mirada. Recordó todas las veces que había llegado a casa y, sin pensar, había soltado: “¿Qué has hecho hoy?”, como si el orden, la comida, la ropa limpia y los niños aseados fueran cosas que simplemente ocurrían, sin esfuerzo, por arte de magia.

Supongo que no admitió en voz baja.

Lola sonrió, esta vez con un toque de tristeza.

No te culpo. A veces yo tampoco me doy cuenta de todo lo que hago, hasta que dejo de hacerlo.

En ese momento, un grito interrumpió la conversación. Era Adrián, que desde el jardín reclamaba a su madre. Lola suspiró, pero no se movió.

¿Vas a bajar? preguntó Javier, casi en un susurro.

No. Hoy no. Hoy es mi día respondió Lola, cerrando los ojos y recostándose de nuevo.

Javier se quedó sentado, observando a su esposa. Por primera vez, vio el cansancio en su rostro, las ojeras bajo sus ojos, las pequeñas arrugas en la comisura de los labios. Vio, también, la paz de quien, por un momento, ha dejado de cargar el mundo sobre sus hombros.

Se levantó despacio y salió de la habitación. Al bajar las escaleras, el desorden lo recibió como una bofetada. Los niños seguían jugando, ajenos a todo, y la televisión seguía gritando en el salón. Javier pensó en Canelo, en la comida tirada, en la pila de platos sucios. Por primera vez,

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