Un día, mi marido volvió de casa de su madre, suspiró y sugirió hacer una prueba de paternidad a nuestra hija de dos años: “No por mí, por mi madre”.
Hace medio año, antes de nuestra boda, ella no paraba de decirle a mi marido: “No te cases con ella, no te merece”, cuenta Lucía, de treinta años, con la voz temblorosa de rabia. “Es demasiado guapa, seguro que te pone los cuernos”. En ese momento, nos reíamos y bromeábamos diciendo que Álvaro debería haberse buscado una “sirena”, así no habría duda. Pero ahora no nos da la gana de reír. ¡Para nada!
Lucía no se considera una belleza impresionante. Una chica normal de las afueras de Barcelona, se cuida como cualquiera. Esbelta, arreglada, viste con modestia, siempre ha sido exigente en sus relaciones y ha sabido hacerse respetar. Por qué su suegra, Doña Carmen, decidió que Lucía era ligera de cascos e infiel, es un misterio. Pero esa mujer ha convertido la vida de su nuera en un infierno.
Llevan cuatro años casados y tienen una hija. Lucía está de baja maternal, sus días son una rueda interminable de cocinar, limpiar y cambiar pañales. Las únicas personas con las que habla son otras madres en el parque. Pero la suegra no para. Sospecha que Lucía la engaña, la vigila como un detective de telenovela barata.
“¡Siempre me ha espiado!”, suspira Lucía, con los ojos llenos de lágrimas. “Me llamaba, comprobaba, aparecía sin avisar, intentaba controlar cada paso. Al principio, lo tomaba a broma, se lo contaba a Álvaro y nos reíamos. Pero esto es agotador. He perdido la paciencia mil veces, hemos discutido feo. Ella se calmaba un tiempo, pero luego volvía con más fuerza”.
El primer escándalo fue meses después de la boda. Doña Carmen apareció de repente en el trabajo de Lucía. Sin avisar, sin motivo. Quería confirmar: ¿de verdad trabajaba allí su nuera? ¿O le mentía a su marido, diciendo que estaba en la oficina cuando en realidad andaba con otros?
“¡Ni siquiera sé cómo se coló!”, recuerda Lucía, con la voz temblorosa de indignación. “El edificio tiene seguridad, los visitantes solo entran con previo aviso. Casi me caigo de espaldas cuando la recepcionista me dijo: ‘Tienes visita’. Le pregunté: ‘Doña Carmen, ¿qué hace aquí?’. Y ella respondió: ‘He venido a ver dónde trabajas’. ¡Y se puso a mirar para todos lados! La oficina es abierta, todo el mundo en el ordenador, todo a la vista. Ni quiero imaginar qué habría hecho si tuviera despacho propio”.
Más tarde, la recepcionista, Marta, le confesó que la mujer le había hecho mil preguntas. ¿Cuánto llevaba Lucía trabajando allí? ¿Llegaba tarde? ¿Con quién hablaba? ¿Había alguien especial en la oficina? “¡Le dije que estaba casada, que tenía marido!”, añadió, extrañada. Lucía se puso furiosa. En casa, estalló con Álvaro: “¡Tu madre ha pasado todos los límites! Habla con ella, esto no es normal. Solo le faltó mirar debajo de la mesa buscando a un amante. ¡A saber si lo hizo!”.
Álvaro pareció hablar en serio con su madre. Hubo una tregua. Doña Carmen solo llamaba por las noches, preguntaba cómo iban las cosas, mandaba bizcochos caseros. Lucía empezó a creer que la tormenta había pasado. Error.
El próximo incidente ocurrió cuando Lucía estaba embarazada pero aún trabajaba. Con un resfriado, pidió la baja y estaba durmiendo en casa, con el móvil apagado, cuando escuchó golpes violentos en la puerta y el timbre sonando sin parar. “Me levanté pensando que era un incendio o una emergencia”, recuerda. “Miré por la mirilla y ¡era mi suegra! Con una cara que daba miedo, pegando patadas a la puerta y tocando el timbre. Me dio tanto miedo que llamé a Álvaro: ‘Ven ya, no sé qué pasa’. Él llegó en veinte minutos. ¡Y ella estuvo todo ese tiempo esperándome!”.
Los dos regañaron a Doña Carmen. Lucía amenazó con llamar a la policía y a un psiquiatra si volvía a pasar. “¡Mantenla lejos de mí!”, le exigió a su marido. Y de nuevo, hubo calma.
Lucía dio a luz a una niña, pero la suegra ni siquiera la miró. Más tarde, se supo por qué. No creía que fuera su nieta. “Claro, como yo ando de juerga, ¿cómo iba a ser hija de Álvaro?”, dice Lucía, con una risa amarga. La razón? En la familia de su marido, solo nacían niños. Una niña, para Doña Carmen, era prueba de infidelidad. “Ignoré esa locura”, dice Lucía. “No hablo con ella. Álvaro la visita una vez al mes, pero sin nosotras. Quizá sea mejor así. Nunca le dejaría a mi hija con ella”.
Pero lo peor estaba por llegar. Hasta que, una tarde, Álvaro volvió de casa de su madre, respiró hondo, dudó y propuso hacer la prueba de paternidad. “No por mí, Lucía, ¡que quede claro!”, se defendió, agitando las manos. “No tengo dudas. Es por mi madre. Quiero que se calme, de una vez. Se ha vuelto loca y tengo que escuchar esto”.
Lucía soltó una risa amarga. “¿Por tu madre?”, repitió, con la voz temblando de rabia. “Más vale que admitas que tú también lo sospechas. Sabes que ella nunca parará. Hacemos tres pruebas en clínicas distintas y dirá que los médicos están comprados. ¡No voy a bailar al son que ella toca, se acabó!”.
“No cuesta nada hacer la prueba”, insistió Álvaro.
“¿Para qué?”, lo miró fijamente, conteniendo las lágrimas. “Yo sé quién es el padre. ¿Y tú? Si necesitas la prueba, la hacemos. Pero primero, pedimos el divorcio. No vivo con un hombre que no confía en mí”.
Sus palabras quedaron flotando en el aire como una sentencia. La confianza en su familia se resquebraja, todo por culpa de una suegra cuyas sospechas envenenan su vida. Lucía siente que está al borde del abismo y no sabe cómo salvar a su familia de esta locura.