Un desenlace inesperado

Life Lessons

Pues, a los cuarenta y cuatro años tendré que rehacer mi vida por completo pensó Lucía mientras doblaba su ropa en la maleta. Le contaré al hijo cuando me haya instalado en el nuevo trabajo. Menos mal que mi madre sigue con vida; lástima que mi padre ya no esté, falleció cuando yo era muy joven. Él era odontólogo y yo he seguido sus pasos.

Lucía había puesto fin a su matrimonio. El divorcio fue tranquilo; Arturo, su exesposo, había aceptado la separación porque ella le había advertido en varias ocasiones:

Si no dejas el juego, terminaré contigo. Ya estoy harta de mantenerte.

Él prometió abandonar esa costumbre, pero nunca lo consiguió. Vivieron juntos veintidós años, y durante diez de ellos Arturo ya llevaba esa vida de apuestas. Tenía deudas que, al principio, fueron saldadas por Lucía.

Ángela, por favor, no te separes de Arturo; tal vez algún día deje el juego le suplicaba la suegra. Yo también estoy cansada de seguir dándole dinero. No consigo juntar ni para un día de emergencia.

Yo también estoy cansada y ya no tengo fuerzas respondió Lucía una tarde. He presentado el divorcio y le informo para que no lo tome por sorpresa.

Ángela, ¿y a dónde vas a ir? ¿Alquilarás un piso? Ese apartamento es de Arturo y él no se irá.

¿Alquilar? Me marcho de una vez a otra ciudad y no te diré cuál, porque Arturo podría seguir molestándome allí. He dejado el trabajo; los odontólogos se necesitan en todas partes, así que no me quedaré sin opciones. Siempre quise abrir mi propio consultorio, pero ¿cómo lo financiaré si mi marido pierde dinero?

Lucía se instaló con su madre en la gran ciudad donde había crecido. Tras terminar la carrera, había pensado en volver allí, pero se casó con Arturo, quien no quiso mudarse, además de ya poseer un piso de dos habitaciones que heredó de su abuela, quien había ido a vivir con sus padres.

¡Mamá, hola! abrazó emocionada a su madre. He venido para quedarme, como te prometí.

Muy bien, hija, ya te lo decía. Todavía eres joven, tienes toda la vida por delante. Nicolás, tu hijo, te entenderá; ya está en la universidad exclamó la madre, enfermera jubilada, con una sonrisa que iluminaba la habitación.

Al día siguiente, Lucía preguntó:

¿Y el doctor Román, sigue trabajando o ya está pensionado?

Trabaja, tiene su propia clínica dental; ya no trata pacientes, solo la dirige. Yo lo he hablado y te va a recibir. Le comenté que vendrías a vivir con nosotras.

Mamá, qué rápida eres. El amigo de papá siempre nos ha apoyado. Cuando estaba de vacaciones lo conocí y él me dijo que podía contar con él siempre. Hoy mismo voy a visitarlo.

Llevaba dos años trabajando como odontóloga. Ya se había habituado a la ciudad, a su puesto en la clínica, y tenía su lista de pacientes. Incluso Nicolás había venido de vacaciones; los dos estaban encantados de volver a ver a su madre, aunque todavía no había conseguido visitar a su padre.

Al terminar de atender a una paciente, Lucía se dirigió a la enfermera, Xenia:

Llama al siguiente, por favor.

Adelante, por favor saludó Xenia desde la sala de espera.

Lucía echó una mirada rápida al hombre de mediana edad que acababa de entrar. No lo había visto antes, así que debía ser un paciente nuevo.

¿Habrá venido por casualidad o alguien le ha recomendado? pensó, y le indicó el sillón.

El hombre se sentó, manteniendo una expresión serena.

Ábreme la boca ordenó Lucía, y tras examinarlo, anunció: caries en el tercio superior derecho, hay que extraer el diente ocho.

Proceda, extráigalo respondió el hombre con brevedad.

Xenia, prepara la jeringa con anestesia le indicó a la asistente. Le haré la inyección y no sentirá nada.

No quiero la inyección replicó de pronto el hombre.

¿Qué no? se quedó perpleja Lucía.

No la quiero, prefiero que lo haga sin ella

Lucía se quedó sorprendida y pensó:

Una de dos cosas: o es un robot o es un masoquista que disfruta del dolor. Bueno, aguantemos se dijo mentalmente mientras encendía el taladro.

Ese paciente le resultaba extraño; ni siquiera se quejó cuando ella trabajaba el diente. Tras aplicar el anestésico, le preguntó con delicadeza:

¿Le duele?

No respondió con la misma calma, aunque Lucía sabía que era doloroso.

Mañana volveremos para la obturación dijo él al levantarse, mientras Xenia lo observaba con curiosidad.

¡Menudo tipo! comentó Xenia al cerrar la puerta. Tan valiente, sin anestesia

Yo diría que es hipócrita repuso Lucía. Se aguanta y no muestra el sufrimiento; el dolor es puro tormento. Si tienes miedo, dilo, reconoce que duele y no pretendas ser un héroe.

¿Sabes, Lucía? Creo que se ha enamorado de ti. No te ve solo como doctora, sino como mujer añadió Xenia con una sonrisa. Tal vez fingió ser duro para impresionarte.

Vaya, Xenia, tienes imaginaciónrió Lucía.

No es eso. Tú nunca lo habías notado, pero yo lo vi. Tengo la sospecha de que pronto te pedirá una cita.

¿Y cómo se llama? preguntó Lucía. Procopio, ¿no? No tiene ninguna oportunidad

¿Por qué? inquirió la enfermera, algo decepcionada.

Porque me atraen los hombres sensibles, que expresen sus emociones. Ese tipo parece un Terminator.

El día señalado, Procopio llegó puntual al final de la jornada. Xenia lo saludó como a un viejo conocido.

Adelante, Procopio Antón.

Lucía también lo recibió, aunque de forma más formal.

Buenos días, tome asiento. Hoy le pondremos la obturación.

Tuvo que trabajar largo rato en su diente, pero Procopio aguantó con firmeza.

¿Le ha dolido? volvió a preguntar Lucía.

No respondió él, corto.

Seguro que está ocultando algo pensó Lucía mientras preparaba el composite.

Una vez terminada la obra, Procopio se incorporó y, mirándola a los ojos, dijo:

Gracias Creo que hoy soy su último paciente. Puedo llevarlo en coche hasta su casa.

No, gracias, llego por mi cuenta. ¿Le apunto otra cita?

Sí, por favor.

¿Hay hueco el sábado?

Xenia revisó la agenda con el dedo y contestó:

Hay una a las nueve de la mañana; el resto está completo.

¿Le va bien a las nueve? preguntó a Procopio.

Perfecto, nos vemos el día después a esa hora respondió con seguridad.

A Lucía le gustaba llegar al trabajo los sábados; el transporte era más fluido y la ciudad estaba más tranquila. Al abrir la puerta del consultorio, se cambió sin prisa, se puso la bata blanca y, mientras preparaba un café, miró por la ventana.

Quedan veinte minutos para el primer paciente. Observó a Procopio paseándose nervioso por la calle, sentándose en un banco y levantándose de nuevo; su semblante ya no era el mismo que en la silla dental.

¿Qué le habrá pasado? se preguntó Lucía. Tal vez ahora siente emociones que antes no mostraba.

Bebió su café, guardó la taza y abrió la ventana:

¡Procopio, pase! lo llamó, sorprendida.

¿Ahora? ¿Aún no son las nueve?

¿A qué importa? Ya estamos aquí, no esperemos sonrió Lucía, cerrando el cristal.

Procopio entró, ruborizado, y admitió:

Aún no me siento listo.

¿Qué quiere decir con no listo?

Verá, doctora, no soy valiente; tengo miedo de hecho, le temo a los dentistas, y siempre me preparo mentalmente antes de venir.

¿Entonces por qué rechazó la anestesia?

Porque el miedo a la aguja es peor que el dolor del diente confesó.

Entiendo. No es gracioso, pero casi todo el mundo teme a las agujas Le haré la anestesia con mucho cuidado, casi sin dolor.

Procopio quedó pálido; tras la inyección, Lucía le sonrió cálidamente y él correspondió. Todo terminó rápido y sin complicaciones.

El lunes siguiente, Procopio paseaba por la clínica con un gran ramo de flores, mirando el reloj. Los colegas lo miraban curiosos, preguntándose quién recibiría tal obsequio a primera hora.

Lucía se acercó y, al reconocerlo, él le entregó el ramo.

Buenos días, esto es para usted. Resulta que la inyección no duele. Gracias, y si quiere, podríamos cenar juntos una noche.

Me parece perfecto respondió Lucía, mostrando una sonrisa sincera.

Llamaremos para confirmar, tengo su número, y estaré esperando la velada.

La cita fue un éxito, y Lucía comprendió que la enfermera Xenia había tenido razón: Procopio era, en efecto, un hombre valiente y sensible. Al final, la historia le enseñó que el coraje no siempre se muestra con fuerza exterior; a veces, la verdadera valentía reside en reconocer el propio miedo y pedir ayuda. Esa humildad, más que la dureza, es la que realmente nos permite crecer.

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