Hace poco, mi hija se separó y se mudó con su bebé a nuestro pequeño piso. La verdad, no es que tengamos mucho espacio, pero aquí estamos, apretados pero contentos. Pensé que, mientras está de baja maternal, podría pasar un tiempo en casa de mi madre, pero ahora eso es imposible: mi madre, con sus 68 años recién cumplidos, se ha casado y vive con su nuevo marido.
Cuando me llamó para anunciarme que iba a dar el sí quiero, al principio creí que era una broma. ¡68 años! Pero no, iba en serio. Mi madre llevaba décadas viuda su primer esposo falleció hace 20 años. Yo tenía 35 cuando me independicé, y ahora vivo en la ciudad con mi marido y los niños. La visito un par de veces al mes, más en Navidad y otras fiestas.
Por suerte, mi madre está en plena forma y se maneja sola en casa. Mi marido y yo vamos cuando necesita ayuda con el huerto o leña para el invierno, pero lo demás lo lleva ella como una campeona.
Hasta que decidió traerse un marido a casa. ¡Vamos, qué desfachatez! No tenía por qué hacernos esto. El novio es un viejo conocido, un compañero de juventud con quien retomó el contacto hace unos años. Se casaron por lo civil a principios de julio, con una celebración íntima en un restaurante, solo para familiares cercanos.
Ni mi marido ni yo fuimos. ¡Qué vergüenza! ¿Para qué necesitaba casarse a su edad? Podía seguir tan feliz sin papeles. Me opuse rotundamente a ese matrimonio y aún no lo supero. Mi madre tiene una casa grande, donde ahora viven juntos.
Su nuevo esposo no tiene un duro, solo tres hijos y un montón de nietos. ¿Por qué lo hizo? ¿Cómo pudo jugarnos esta mala pasada? Ahora, al estar legalmente casados, él podría reclamar parte de la herencia. Y nosotros aquí, en un piso minúsculo, apretando los codos.
Mi hija, recién separada, vive con nosotros y su bebé. Le echo una mano con el peque. Mi hijo, por suerte, vive con su novia en un piso de alquiler. Había imaginado que mi hija podría quedarse un tiempo en casa de mi madre, pero esa opción se esfumó: mi madre ha empezado una nueva vida.
Pasamos semanas sin hablarnos. Hasta que mi tía, la hermana de mi madre, llamó desde el pueblo para darme un sermón. Dijo que nos estábamos portando fatal, que mi madre también tenía derecho a ser feliz. Que deberíamos alegrarnos por ella. Y eso de pensar en herencias con ella viva ¡qué mal gusto! Pero que alguien me entienda.
Puede que, en vez de heredar la casa de mi madre, nos toque lidiar con un suegro octogenario, sus problemas y su prole necesitada, que no dudará en reclamar su parte. Así que, claramente, la razón está de mi lado y mi madre es la que se ha equivocado.







