¡Mamá, estás de más!
La puerta no se abre al instante. Ana María apenas logra recuperar el aliento; el sudor que le resbala por la frente forma pequeñas corrientes que se cuelan sobre sus cejas y su nariz. Tras el crujido del cerrojo, se oye un grito sorprendido y, finalmente, la figura de su hija aparece en el umbral.
¡Mamá! Dios mío ¿Cómo has traído esas maletas? ¿Y para qué? ¿Por qué no me avisaste que venías?
Alto, de piel morena y con una expresión de sorpresa que no le sienta bien, está Begoña, la hija que Ana no ha visto en más de un año. Cuando a los mayores les toca viajar, siempre lo hacen con prisa. Ahora, impulsada por una preocupación que no es del todo infundada, Ana decide emprender el largo trayecto.
Lo que he tomado, lo he traído, me resulta normal contesta la madre, mientras se asegura de que no viene con las manos vacías. No llego con las manos limpias
Con un tirón arrastra las dos maletas hasta el interior. Begoña no ayuda; el desconcierto la paraliza. Se agacha, suelta una de las bolsas del umbral y la saca para que pueda pasar.
Madre, ¿has metido un jabalí en esa maleta o qué?
Su voz, lisa como una piedra pulida, no lleva alegría, solo desconcierto y fastidio. No abraza a su madre, sólo observa la segunda carga: una valija antigua, hinchada por el contenido, que reposa en el parquet como un artefacto fuera de época.
Ana da un paso tímido hacia adelante. Sus dedos, temblorosos por el esfuerzo, juguetean nerviosos con la hebilla del cinturón de su abrigo.
Perdona, Begoña Traje un par de cosas: mermelada de nuestra hortaliza, ají del que te mueres, todo de nuestro huerto, con papá su voz se quiebra por el cansancio reciente y suena culpable.
Begoña suspira. El sonido es profundo, lleno de una premonición cansada. Desplaza la mirada del baúl a su madre: al vestido arrugado, al pañuelo torcido, a las gotas de sudor que se asoman en su labio superior.
Sin esperar a que le propongan nada, Ana se deja caer sobre el puf de piel blanca más cercano. Se sienta derecha, a la antigua, con las manos cansadas reposando en su regazo. El viaje la ha agotado. El tren ha durado veintiocho horas y, después, ha tenido que colarse en el metro con aquella valija torpe que insiste en quedarse atascada en los torniquetes.
¿Has cambiado el móvil? exhala Ana, mirando alrededor. Llevo cuatro días llamando y no contesto. El padre ya tiene la presión al segundo día, al tercero yo misma estoy de los nervios, el corazón se me sube a la garganta y cuando el cuarto día no consigo comunicarme, pienso: ¡Es hora de comprar el billete!. Lo hice tres días después, y tú no aparecías en línea; nos quedamos sin saber nada, y yo, cargada de bolsas, llego a Madrid con la cabeza en blanco.
Begoña desvía la mirada. Su rostro moreno, siempre seguro, se tiñe de un leve rubor. Se toca el pelo perfectamente peinado y corrige una hebra imaginaria.
Todo bien, mamá. Cambié el número, el ajetreo me hizo olvidar avisarte dice sin aliento, tragando las últimas palabras.
Y el de Veni tampoco contestaba.
También lo cambié. Pasamos a otra operadora.
Sentada en el puf incómodo, Ana no puede evitar admirar a su hija. Begoña, la pequeña que tanto habían anhelado, la más querida después de dos travesuras. Su mente vuela a sus hijos. El mayor, Máximo, está en alguna ciudad de los EE.UU., lejos, y solo llama en fiestas importantes. Sus nietos le aparecen en fotos de pantalla. A veces, imagina sus voces y risas, pero la distancia los vuelve difusos. El segundo, Alejandro, vive en Valencia, pero apenas se ve; su esposa, Nerea, es una joven de lengua afilada. Ana trata de tejer vestidos y hornear empanadas, pero siempre siente que no encaja: Ese vestido no es del estilo que le gusta, ese pastel es demasiado rústico. No discute, solo sonríe y reza para que Alejandro sea feliz.
El corazón de Ana late más fuerte al pensar en su nieto Veni, ahora ocho años, al que la habían puesto en matrimonio con Iñigo hace nueve años. Después del nacimiento de Venancio, la familia se desvió; la niña volvió al pueblo y, al año de edad, se marchó a la capital para estudiar y trabajar, diciendo que la vida rural la ahogaba.
¿Cómo está Veni? ¿Ya ha crecido? pregunta Ana, tomando agua, y su pecho se aprieta al recordar su angustia.
Begoña suaviza el semblante.
Ha crecido, mamá. Ya es grande, su entrenador de fútbol lo alaba. Sólo
Se queda muda, girando como si acomodara un jarrón en la repisa.
Sólo a veces pregunta cuándo iremos a casa de la abuela Ana y el abuelo José en el pueblo. Dice que allí huele a manzanas y pastel, mientras aquí huele a coches.
Ana cierra los ojos. Recuerda cada noche en que Veni, ya en la ciudad, lloraba por teléfono pidiendo volver a casa. Su padre, Nicolás, fumaba en el portal, secándose una lágrima con el puño. Le dieron al niño toda su ternura, pero después lo llevaron como si fuera una cosa. No había nada que explicar.
Tiene que estar con su madre se dice a sí misma, más a su esposo que a ella. Es lo correcto.
Mientras el tren atraviesa los bosques, Ana imagina a su nieto. Si su padre era alto y fornido, seguro que Veni también lo será. Nicolás siempre pedía fotos al decir: Mujer, sácame varias, que me aburro aquí solo. Veni, enfermo una semana antes de la partida, se recuperó pálido pero terco.
¿Podrás manejar solo? le pregunta Ana, colocando frascos de mermelada en la maleta.
Lo intentaré gime Nicolás, acomodando la manta. Ve, pero vigila que a Begoña le vaya bien. Siento que se aleja de nosotros.
Vamos, mamá, te doy de comer anima Begoña, llevándola al salón. He comprado sopa de fideos y albóndigas. Ah, y Veni está aquí exclama al oír el tintineo de la llave.
La puerta se abre y aparece un chico de diez años, con la mochila deportiva colgada al hombro. Al ver a su abuela, se queda helado, abre los ojos como platos y, quitándose los tenis en un salto, se lanza a abrazarla.
¡Abuela! ¡Has venido!
Ana la aprieta con fuerza, sintiendo el calor de su cuerpo impregnado de viento otoñal y de la infancia. Las lágrimas le corren por las mejillas sin que pueda contenerlas.
¡Ay, abuelita, me vas a ahogar! se ríe el niño, sin soltarla, mientras muestra una sonrisa tímida pero radiante.
¿Cuánto has crecido, no? balbucea la anciana, acercándolo para verlo mejor. Te he tejido un suéter verde con renos su voz tiembla por la incertidumbre. Seguro que te queda grande, no lo adivino.
No importa, lo arreglaré le asegura él, abrazándola de nuevo. Te he esperado mucho.
Ana se sienta en una mesa brillante y trata de saciar el hambre con una sola albóndiga. La sopa ligera desaparece sin dejar rastro de saciedad. Observa el plato con melancolía; aún quedan cinco albóndigas pequeñas, compradas en el súper, que Begoña había llevado. No tiene tiempo para cocinar.
¿Quieres que te sirva más? pregunta Begoña, cortés pero sin verdadero entusiasmo.
No, gracias, ya he comido finge Ana, sintiendo cómo el estómago se rebela bajo la cuchara. No tengo apetito después del viaje.
Mira la cocina: electrodomésticos modernos, muebles elegantes, una reforma reciente. En la habitación de Veni hay ordenador, guitarra y un rincón deportivo a la última moda. Begoña lleva un traje de casa caro y pendientes de oro. No se percibe necesidad alguna, solo un estilo de vida distinto, otras reglas.
Estoy llena, pero me muero de hambre pensó con una ironía triste. En el pueblo siempre había comida hasta el suelo, aunque el dinero escaseara. Aquí parece que viven a medias, con la cena siempre a la vista pero nunca suficiente.
Veni levanta la vista y le pregunta:
Abuela, ¿por qué solo has comido una albóndiga? ¡Son riquísimas! Dame otra, que vienes del camino.
Begoña se detiene, una arruga ligera aparece en su frente lacio.
Veni, no enseñes a los adultos. La abuela dice que está satisfecha.
Pero ella
El niño se calla bajo la mirada firme de su madre.
Ana interviene, rozando su cabello con ternura:
Todo bien, mi niño, ya estoy llena. Gracias.
Sin embargo, dentro de ella surge una incomodidad. La sinceridad del niño destapa ese muro invisible que ha sentido desde el primer momento: todo es bonito, correcto, pero rígido. No solo la comida, también las relaciones.
Mamá, quizás estés cansada. Vamos a la sala, te acomodo en el sofá dice Begoña, tomando la maleta de viaje. Mañana desempacaremos tus cosas.
Ana asiente y sigue a su hija, pensando que al día siguiente sacará discretamente un trozo de chorizo casero y una rebanada de pan recién horneado, traídos del pueblo, y los comerá junto a la ventana mientras observa la ciudad que no le pertenece. Hoy Begoña le prohibió tocar la despensa y le dijo que aquí no comen cosas caseras y grasientas.
El silencio de la vivienda vacía golpea sus oídos. Los dos días siguientes Ana queda sola, como un objeto olvidado en una estantería. Begoña se escapa por la mañana diciendo: Hay comida en el frigorífico, caliéntala. Veni desaparece entre la escuela, el fútbol y los amigos, disfrutando de los últimos días cálidos del otoño.
La tensión entre madre e hija flota, densa y sin palabras. Ana trata de ocuparse: lava la vitrocerámica brillando, ordena las cosas de Veni, pero se siente superflua, una presencia que entorpece en ese espacio esterilizado.
Al tercer día, Begoña regresa del trabajo y, sin rodeos, propone:
Mamá, me encargo de tu billete. Así no te quedas sin sitio, que ahora es temporada alta.
Ana se queda boquiabierta, como golpeada.
¿Qué temporada? ¿Será que el sur está cerca? Y yo acabo de llegar, Begoña su voz se quiebra. Quizá tengas razón, hija.
Entrega los documentos con sumisión. Su corazón duele. Había prometido a Nicolás volver en una semana y media, pensar en preparar cocidos y tartas para el nieto, liberar a su hija. Pero ahora la comida del supermercado, esa que los empleados preparan con salarios míseros, parece que no tiene espacio.
Begoña compra el billete y se anima.
¡Mamá, si te consigues una litera junto al aseo, estarás como en casa! dice casi con entusiasmo. De hecho, ya has estado aquí, ¿qué más quieres? En dos días vuelves a casa.
Tal vez tengas razón con un susurro, acepta Ana.
El pensamiento de que solo quedan dos días la reconforta. Una noche, al pasar junto a la puerta entreabierta del cuarto del nieto, Ana se detiene sin percatarse. Begoña yace en la cama del chico, hablando en voz baja:
Me molesta, subí el volumen, le pregunté si le habíamos perdido la voz
Entonces Veni responde:
Mamá, ¿cuándo vuelve el tío Víctor? Prometió ayudar con el robot, hay que terminarlo.
Enseguida, hijo. En cuanto la abuela se marche dice, y el aire se escapa de sus pulmones.
Las lágrimas calientes y amargas surcan sus mejillas sin que ella pueda detenerlas. Sin saber qué decir, entra al cuarto y ve la maleta vacía. Begoña aparece, sorprendida:
¿Mamá? ¿A dónde vas?
Ana no encuentra fuerzas para explicar. Solo siente que es una carga extra para los suyos. Corre hacia la estación, con los gritos y ruegos de su hija resonando en sus oídos, ahogados por el ruido del tráfico y el viento. No logra decir por qué huye; el dolor le impide pronunciar que es un estorbo, que el tío Víctor ahora es más importante que ella.
En la estación pasa la noche entera envuelta en una manta que huele a hogar. Cambia su billete a un tren de cinco horas, de mañana, con litera en la zona alta. No le importa; solo quiere irse.
Al ritmo del traqueteo del tren llora en silencio para que los compañeros de cabina no la oigan. Recuerda su juventud, a sus hijos. ¿Cómo ha llegado a esto? Le dieron todo lo que pudieron, cada grano de calor y cariño. Y ahora, en la vejez, parece que ya no valen para nadie.
El tren llega a su pequeña estación al alba del día siguiente. En el andén, temblorosa por el frío, la espera Nicolás. Al verla, su rostro se ilumina.
¡Anita, qué alegría! Ya me estaba quedando solo. Mira, ¡has adelgazado! bromea, tomando su maleta ligera.
Ana, tras varios días sin sonreír, responde con una sonrisa entre lágrimas. Porque, al fin, alguien la espera. Alguien todavía la necesita.







