**Traición a Prueba de Todo: Una Venganza Fría y Exquisita**
Vivieron juntos treinta y cinco años. Casi media vida. Javier e Isabel. Todo empezó como en las novelas de antaño: bailes bajo la lluvia, charlas hasta el amanecer, sueños compartidos de una casa con jardín. Isabel era menuda, frágil, callada, pero con una fuerza interior de acero. Javier, ambicioso, ojos llenos de fuego, siempre buscando más.
Pasaron por pobreza, deudas, mudanzas, duelos. Cuando Javier montó su negocio desde cero, fue Isabel quien sostuvo todo: la casa, los hijos, las facturas, las enfermedades. Cuando al fin llegó el éxito, trayendo comodidad y estabilidad, Javier se enamoró. De su nueva secretaria, esbelta, que reía sus chistes y le tocaba el brazo un segundo de más.
Decidió rápido. Contrató abogados carísimos para quedarse con la casa aquel hogar construido ladrillo a ladrillo, reformado a cuatro manos, donde Isabel había plantado rosales y bordado cojines. El sueño que un día compartieron.
El juzgado le dio la casa a Javier. Isabel tuvo dos meses para irse. Pero se fue en dos días. Sin lágrimas, sin escándalos. En silencio. Hizo las maletas, llamó a la mudanza. Y, como despedida, esparció migas de bacalao cocido por toda la casa: en las cortinas, bajo los alféizares, en las rejillas de ventilación. Restos de la cena de adiós que se preparó para sí misma, ante la mesa vacía.
La nueva pasión de Javier se mudó a la “casa soñada” días después. Todo le parecía perfecto: luz, espacio, chimenea, balcón. Pero en 24 horas, un hedor insoportable invadió las paredes. Nada lo eliminaba: ni limpiezas, ni inciensos, ni reformas.
El tufo empeoró. Fregaron suelos, cambiaron alfombras, dejaron ventanas abiertas. Compraron purificadores. Inútil. Los amigos dejaron de visitar. Nadie aguantaba el olor.
Javier intentó vender. Pero los rumores en el barrio se extendieron. Los compradores huían a los diez minutos. Los agentes inmobiliarios se negaban a ayudar. La casa se había convertido en una maldición.
La pareja pidió un préstamo enorme para otra casa. El dinero se esfumó. Hasta que Isabel llamó:
¿Cómo van las cosas, Javier?
Pésimas confesó él, derrotado. La casa no se vende. Estamos arruinados.
Qué raro respondió ella, serena. ¿Sabes? Echo de menos esa casa. ¿Me la venderías por digamos, un 10% de su valor?
Javier casi llora de alivio. Aceptó al instante. ¿Un 10%? Cualquier cosa para librarse de la pesadilla.
Al día siguiente, Isabel llegó con notario. Papeles firmados en minutos. La pareja se marchó a su nuevo hogar. Ella entró en la casa vacía, respiró hondo y sonrió, por primera vez en años.
Pero la historia continuó.
La pareja decidió llevarse todo de la antigua casa: muebles, cortinas, ¡hasta las barras de las cortinas! Sobre todo las barras. Javier no dejaría nada a su exmujer. Las desmontó personalmente. Y con ellas se llevó el origen del hedor.
En la nueva casa, el olor apareció a la mañana siguiente.
Isabel sabía que pasaría. Y nunca más volvió a llamar.
Ahora, en su casa, disfruta del silencio, paredes limpias y rosales en flor. Mientras Javier habita una maldición autoinfligida. Por su traición. Por su orgullo. Por olvidar quién estuvo a su lado cuando no tenía nada.