**Traición a Prueba de Todo: La Venganza Fría y Exquisita**
Vivieron juntos treinta y cinco años. Casi media vida. Javier y Lucía. Todo había comenzado como en las novelas antiguas bailes bajo la lluvia, charlas hasta el amanecer, sueños compartidos de una casa con jardín. Lucía era menuda, frágil, callada, pero con una fuerza interior de acero. Javier, ambicioso, ojos llenos de fuego, siempre buscando más.
Atravesaron pobreza, deudas, mudanzas, duelos. Cuando Javier montó su negocio desde cero, fue Lucía quien sostuvo todo la casa, los hijos, las facturas, las enfermedades. Cuando al fin llegó el éxito, trayendo comodidad y estabilidad, Javier se enamoró. De la nueva secretaria, larguirucha, que reía sus chistes y le tocaba el brazo un segundo de más.
Decidió rápido. Contrató abogados caros para quedarse con la casa aquella construida ladrillo a ladrillo, reformada a cuatro manos, donde Lucía había plantado rosales y bordado cojines. El hogar que un día fue sueño de ambos.
El juzgado le dio la casa a Javier. Lucía tuvo dos meses para irse. Pero se fue en dos días. Sin lágrimas, sin dramas. En silencio. Hizo las maletas, llamó a la mudanza. Y, como despedida, esparció por el hogar migajas de bacalao cocido entre las cortinas, bajo los alféizares, en la ventilación. Restos de la cena de adiós que había preparado para sí misma, frente a una mesa vacía.
La nueva pasión de Javier se mudó a la “casa de sus sueños” días después. Todo le parecía perfecto: luz, espacio, chimenea, balcón. Pero en 24 horas, un hedor insoportable invadió las paredes. Nada lo eliminaba ni limpiezas, ni inciensos, ni reformas.
El olor empeoró. Lavaron suelos, cambiaron alfombras, dejaron ventanas abiertas. Compraron purificadores. Inútil. Los amigos dejaron de visitar. Nadie soportaba el aroma.
Javier intentó vender. Pero los rumores en el barrio se extendieron. Los compradores huían tras diez minutos. Los agentes inmobiliarios se negaban a ayudar. La casa se había convertido en maldición.
La pareja pidió un préstamo enorme para una nueva vivienda. El dinero se agotó. Hasta que Lucía llamó:
¿Qué tal van las cosas, Javier?
Mal confesó él, derrotado. La casa no se vende. Estamos arruinados.
Qué extraño respondió ella, serena. Sabes, echo de menos esa casa. ¿Me la venderías? Por digamos, el 10% de su valor?
Javier casi lloró de alivio. Aceptó al instante. ¿Diez por ciento? Cualquier cosa para librarse de la pesadilla.
Al día siguiente, Lucía llegó con un notario. Los papeles se firmaron en minutos. La pareja se marchó a su nuevo hogar. Ella entró en la casa vacía, respiró hondo y sonrió, por primera vez en años.
Pero la historia continuó.
La pareja decidió llevarse todo del antiguo hogar: muebles, cortinas, ¡hasta las barras de las cortinas! Javier no dejaría nada a su exmujer. Las desmontó personalmente. Y, con ellas, se llevó el origen del hedor.
En la nueva casa, el olor apareció a la mañana siguiente.
Lucía sabía que pasaría. Y nunca más volvió a llamar.
Ahora, en su hogar, disfruta del silencio, paredes limpias y rosales en flor. Mientras Javier habita una maldición autoinfligida. Por traición. Por orgullo. Por olvidar quién estuvo a su lado cuando no tenía nada.