Todos grababan al niño moribundo, pero solo el motero se movió
El abuelo motero se puso a hacerle RCP al chaval mientras los demás sacaban el móvil para filmar, demasiado asustados para acercarse. Yo me quedé en el coche, clavadísima, viendo cómo aquel tío de setenta tacos, con la chaqueta de cuero hecha trizas, apretaba el pecho del crío mientras la gente grababa para Instagram.
La madre del niño gritaba como una posesa, pidiendo ayuda a gritos, pero solo el motero reaccionó. La sangre de sus propias heridas le caía sobre la camiseta blanca del chaval mientras contaba las compresiones con una voz más áspera que el papel de lija.
Los servicios de emergencia tardarían ocho minutos. Los labios del niño ya estaban morados. Y entonces, el motero hizo algo que nadie esperaba, algo que se le quedó grabado a todos los que estaban allí.
Empezó a cantar.
Nada de instrucciones médicas. Nada de rezos. Se puso a cantar “La Llorona” con una voz rota, mientras seguía apretando ese pecho, las lágrimas mezclándose con su barba de tres días.
Todo el parking se quedó en silencio, solo se oía su voz y el ritmo de las compresiones. Treinta compresiones. Dos respiraciones. Treinta compresiones. Dos respiraciones. “*Ay de mí, Llorona*”
El niño había sido atropellado por un borracho mientras cruzaba para ir al Mercadona. El motero había sido el primero en llegar, tirando su Yamaha al suelo para esquivar al mismo coche. Mientras los demás llamaban al 112 y se quedaban a distancia, él se arrastró por el asfalto hasta llegar al chaval.
“Agárrate, chiquillo”, repetía entre versos. “Mi nieto tiene tu edad. No me dejes ahora”. Pero no funcionaba
Me llamo Lucía Molina, y fui una de las cuarenta y siete personas que vieron cómo Paco “El Zurdo” López salvó una vida esa tarde. Pero lo que nadie cuenta cuando suben el vídeo a las redes es el precio que él pagó por ese milagro.
Llevaba años viéndolo por el barrio. Difícil no fijarse en un motero viejo con un casco pintado de flamencas y una moto que sonaba como una tormenta. Los tenderos se ponían nerviosos cuando aparcaba. Las madres agarraban a los niños. Los prejuicios eran automáticos: barba canosa y cazadora de cuero igual a peligro.
Ese martes por la tarde rompió todos los estereotipos.
Estaba en el coche, revisando el WhatsApp, cuando oí el golpe. El ruido de metal contra carne. El chirrido de frenos. Y luego, el rugido de la Yamaha frenando en seco cuando El Zurdo la tiró al suelo, las chispas saltando al arrastrar el escape por el asfalto.
El niñoSergio Jiménez, supe despuésllevaba el uniforme del colegio, probablemente volviendo tarde de clase. La furgoneta del borracho lo había lanzado cinco metros. Cayó como un muñeco roto, las piernas en ángulos imposibles, un charco de sangre bajo su cabeza.
Todos salieron de los coches formando un círculo. Los móviles aparecieron al instante. Pero nadie tocó al chaval. Nadie sabía qué hacer. Su madre llegó corriendo, soltando las bolsas del Lidl, los plátanos rodando por el suelo mientras se arrodillaba a su lado.
“¡Por favor!”, chillaba. “¡Que alguien haga algo! ¡Ayudadle!”
Entonces, El Zurdo entró en acción. Sangraba por su propia caída, el brazo derecho colgando raro, los cortes visibles bajo los jirones de la chaqueta. Pero se arrastró hasta Sergio sin dudar, buscándole el pulso con dedos que le temblaban.
“Nada”, dijo, empezando las compresiones al momento. “Que alguien cuente. Mi brazo derecho no funciona”.
Nadie se movió. Solo seguían grabando.
Así que El Zurdo contó él solo, presionando con un brazo y las ganas que le quedaban, insuflando vida en esos pulmones parados mientras el resto nos quedábamos como estatuas.
“Uno, dos, tres”. Su voz era firme a pesar del dolor. Profesional. Como si hubiera hecho esto antes.
Y así era. Paco López había sido médico militar en la guerra de Ifni. Salvó a quince hombres en una sola noche, ganó una medalla que nunca enseñó. Volvió a casa entre silencios, encontrando compañía en un club de moteros que entendía lo que la guerra le había robado.
Pero esa tarde, solo vi a un motero viejo negándose a dejar morir a un crío.
A los cuatro minutosuna eternidad en RCPEl Zurdo empezó a flojear. Su brazo bueno fallaba. El sudor le corría por la cara, mezclándose con la sangre. Entonces empezó a cantar “La Llorona”, la canción que su abuela le enseñó, la misma que tarareaba mientras salvaba vidas en el desierto cincuenta años atrás.
“*Ay de mí, Llorona*”
Algo en esa voz rota cantando esa copla movió a la gente. Una enfermera que pasaba por allí se acercó, relevándolo cuando ya no podía más. Un albañil se arrodilló a su lado, preparado para rotar. La madre apretaba la mano de su hijo, uniéndose a una canción que no conocía.
“*Llorona, llévame al río*”
Todo el parking cantó. Cuarenta y siete desconocidos unidos por la voz desesperada de un motero. Hasta los chavales que antes se reían, hasta el oficinista que siempre se quejaba del ruido, hasta yola que cerraba la ventanilla cuando él pasaba.
Seis minutos. Siete. El Zurdo seguía insuflando aire al niño, aunque su propia respiración ya era entrecortada. La enfermeraCarmen, una veterana del hospitalmantenía las compresiones como una máquina.
Ocho minutos. La mirada de El Zurdo se nublaba. Me di cuenta, con un nudo en el estómago, de que él también se estaba yendo. Las heridas de la caída lo estaban matando. Pero seguía dándole aire a Sergio, seguía cantando entre respiración y respiración.
Por fin llegaron las ambulancias. Los paramédicos tomaron el relevo con equipo nuevo y oxígeno. Intentaron atender a El Zurdo, pero él los apartó.
“Primero el niño”, rugió. “Yo aguanto”.
No aguantaba. Se le veía en la cara. Estaba pálido bajo el moreno, respirando a trompicones. Pero se quedó ahí, arrodillado en su propia sangre, mirando, todavía tarareando esa maldita canción.
Y entoncesmilagro de los milagrosSergio respiró.
Débil, apenas un suspiro, pero fue real. Lo subieron a la camilla, su madre entrando tras él, pero no sin antes tocar la cara de El Zurdo con manos temblorosas.
“Gracias”, le dijo. “Dios se lo pague”.
El Zurdo sonrió, y entonces vi la sangre en su boca. Hemorragia interna. Grave.
“Señor, hay que llevarle al hospital ya”, dijo un paramédico, corrigiéndose al ver su aspecto.
“En un momento”, contestó El Zurdo, intentando levantarse. Dio dos pasos antes de que las piernas le fallaran.
Lo sostuve yo. Sí, la misma que antes le cruzaba de acera. Su peso casi nos tira al suelo, pero otros se acercaron. El albañil, la enfermera, hasta los chavalestodos lo sujetamos.
“Quédate con nosotros”, le ordenó Carmen, tomándole el pulso. “Salvaste a ese niño. Ahora déjanos salvarte a ti”.
El Zurdo la miró con ojos que ya veían más allá, y cerró los párpados, son