Te has vuelto tan fea que seguro tendrás una hija” – me decía mi suegra.

Life Lessons

«Te has vuelto tan fea que seguro que tendrás una hija», me decía mi suegra.

Cuando otras mujeres se quejaban de no llevarse bien con la familia de sus maridos, yo no las entendía. Con mis suegros todo iba bien, pero probablemente porque apenas casarnos nos mudamos a doscientas leguas de distancia.

No tuve tiempo ni de conocer a mi nueva «madre». Tras la boda, pasamos una semana en su casa, y entonces todo parecía tranquilo. Luego nos trasladamos; mi marido servía en el ejército.

Allí vivimos diez años. Hasta que lo destinaron de vuelta a su tierra. La noticia no me alegró, pues ya me había echado raíces, nos habían dado una buena vivienda y esperaba mi tercer hijo. Pero no había remedio.

Dí a luz en su pueblo. Un año después, quedé embarazada otra vez. No estaba planeado, ni preparada, pero siempre quisimos una familia numerosa, así que no lo dudamos. Durante aquel embarazo, mi «madre» vino a «ayudarme». A veces se presentaba, pero en lugar de echarme una mano, se sentaba, tomaba su té y me daba consejos.

Pasaba por alto sus comentarios sobre la limpieza y las tareas del hogar. Pero cuando empezó con la crianza de los niños, me hervía la sangre. Me incomodaba que una mujer que apenas me conocía, que no me había visto en una década y solo conocía a sus nietos por retratos, se atreviera a darme órdenes.

Y luego, en el octavo mes, soltó:
«¡Seguro que será niña!».

Nosotros deseábamos una, pues ya teníamos tres varones. Así que, sonriendo, pregunté:
«¿Por qué lo dices?».
«Te has avejentado, hinchada, la cara como un tonel. La niña te ha robado lo poco que te quedaba de belleza».
«Gracias, claro En todos mis embarazos he estado así».

«No en todos».
«¿Y tú cómo lo sabes? Solo me viste en fotos».
«No me contradigas. Yo tuve un hijo y estaba radiante, todos lo decían. Tú das miedo, como si te hubieran llenado de agua. Hasta las zapatillas te quedan pequeñas».

Callé. No le dije que no era el sexo del niño, sino mis treinta y nueve años. Ella había parido a mi marido a los diecinueve, edad en la cual todo el mundo es un clavel. Una y otra vez me llamó fea. Mi marido puso fin a sus palabras. Y, por cierto, nació otro varón.

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