¿Te han dejado? dijo Inés al espejo mientras se mira sin despertador, sin planes.
El reflejo no responde; su cara permanece impasible.
En la cocina reina el vacío, y en su cabeza lo mismo. El frigorífico zumba como intentando llenar el silencio. Se le ha acabado el café, la pasta de dientes, y de lo indispensable solo quedan una manta vieja, un paraguas maltrecho y la certeza de que su vida se desmorona desde hace mucho, aunque ayer se hizo oficial.
Sin lágrimas. Me levanto y pienso en algo. Por ejemplo irme a algún sitio, aunque sea dos días.
Saca de su armario la maleta gastada con la que hacía viajes de trabajo; el tirante está roto, la cremallera no cierra del todo y huele a pasillos de hoteles con alfombra. Extrañamente le tranquiliza.
Tres días, a cualquier parte donde nadie pregunte.
Llega a la estación de Atocha al mediodía, cuando la ciudad parece en pausa para el almuerzo: el sol le pega en la cara, la gente avanza hacia sus destinos y sus pensamientos se pierden. El Cercanías sale dentro de una hora. La maleta parece más pesada que en casa.
Entonces la ve.
Un perro está sentado junto a un banco, como pasajero sin billete. Es gris, desgreñado, con los ojos opacos como ropa de algodón empapada. A su lado, una bolsa de tela, abandonada y nunca recuperada.
Inés se acerca. El perro no se mueve, solo cruza la mirada. En su collar cuelga una etiqueta gastada pero legible: «Si lees esto, por favor ayúdame a volver a casa».
¿Broma? pregunta. ¿O hablas en serio?
No hay respuesta, solo una respiración tranquila y una mirada que parece decirle que volverá.
Inés se aleja, compra el billete y se sienta en otro banco. El perro observa a los transeúntes sin elegir a ninguno.
¿Qué esperas? le dice. ¿Tienes GPS integrado?
No hay reacción, solo una mirada llena de una silenciosa esperanza.
Cuando llega el tren, Inés se levanta. El perro no la sigue, pero inclina la oreja como si entendiera que basta con eso.
Vale. No sé a dónde vas, pero vas a viajar tres días conmigo. Llegaremos a una aldea y allí lo resolvemos.
Él se levanta y la sigue sin correa, sin prisas, como si siempre hubiera sabido que sus caminos se unirían.
En el vagón la azafata pregunta:
¿Con perro?
Sí.
¿Documentos?
¿Él? Dudo. Yo tengo pasaporte.
De acuerdo. Solo que se porte bien.
Es callado.
El perro se acomoda bajo el asiento, sin molestar.
Bien educado murmura Inés. No te acostumbres. Tengo solo tres días y ninguna ilusión.
Una hora después se queda dormida; dos horas después despierta porque él ha puesto su cabeza sobre su pierna. Duerme tranquilo, y por primera vez en días Inés siente que no está sola.
Pasan la noche en un piso alquilado que Inés consigue a través de conocidos, como siempre ha hecho. Son dos habitaciones: una con ventana y otra sin. Elige la segunda; al perro no le importa.
¿Cómo te llamas? pregunta.
Él no responde, pero la mira directamente a los ojos.
Vale, te llamaré Polvo. Gris, silencioso, pegajoso pero solo mientras dure, no te hagas ilusiones.
Al día siguiente el autobús a la aldea parte antes de lo previsto. Inés decide ir a pie. Polvo camina delante, a veces se detiene para asegurarse de que ella lo sigue.
A lo largo del camino, los árboles se alinean, los coches pasan de vez en cuando. Inés se da cuenta de que hace mucho que no caminaba sin un horario ni un objetivo.
En un momento Polvo se desvía.
No es por aquí dice Inés, pero él no se vuelve.
Un par de minutos después vuelve y se queda a su lado, como diciendo: «Vale, vamos a tu manera».
Entran en una cafetería de carretera: sopa de sobre, té en vaso de cristal, pan recién horneado. Polvo solo come cuando ella le ofrece y lo hace con delicadeza.
¿Dónde aprendiste a comportarte así? le pregunta.
Él no contesta, pero se tensa cuando entra un hombre con chaqueta roja.
Al atardecer regresan al piso. Polvo se tumba en la puerta, Inés en el sofá, a oscuras.
Eres raro, tranquilo, como si todo esto ya lo hubiera vivido.
Él suspira profundo, como si tuviera su propia historia, pero no dice nada.
Más tarde, bajo la manta, Inés reflexiona sobre la última vez que alguien estuvo a su lado solo caminando y callado, sin exigir nada. Se queda dormida y no sueña nada.
A la mañana siguiente Polvo está en la puerta, listo para seguir. Inés se pone la chaqueta y comprende que no piensa volver a la ciudad; simplemente sigue al perro, y eso le basta.
Cuando llegan a la aldea, Inés siente que el lugar los ha esperado mucho tiempo, como si el sendero conociera sus pasos y los cercos viejos se enderezaran para que alguien los atravesara.
La casa de la abuela está al borde, con una verja de pintura descascarada, un buzón gastado, el tejado a punto de ceder con el primer viento fuerte y un taburete maltrecho junto a la puerta. Inés inserta la llave en la cerradura, respira el aroma a polvo, madera y años pasados, y una extraña sensación la invade: vuelve a ser la persona que fue y que había perdido.
Polvo no entra. Se queda en la verja, lanza una mirada y, de pronto, se desvía por un sendero cubierto de hierba y rodeado de una cerca rota.
¿A dónde vas? grita Inés.
Él no se vuelve.
En serio? Hemos caminado tres días y ahora te despides? No, no.
Ella lo sigue. Él avanza con la seguridad de quien recuerda cada curva, cada bache y cada campo inclinado.
Llegan a una casa diminuta, casi oculta, con una chimenea torcida, persianas de madera y una placa que dice «Calle del Lago, 3». En la verja cuelga un papel descolorido pero legible: «El dueño ha fallecido. Casa cerrada. Preguntas: a María, la quinta casa a la izquierda».
Inés mira a Polvo.
¿Esto? ¿Era lo que buscabas?
El perro solo se sienta, sin emitir sonido, como esperando que ella lo entienda sola.
Van a ver a María. Es una mujer de setenta años, con delantal descolorido, manos rápidas y una voz suave pero firme.
Ah, Paco Que descanse en paz dice. Era buen hombre. Callado, pero con su perro como si fueran familia. ¿Este perro es suyo? Fue una coincidencia pensé que se había perdido.
Él llegó solo responde Inés. En el collar dice: «ayúdame a volver a casa».
María entrecierra los ojos.
Antes de morir me pidió que le pusiera esa placa. Decía: «Masha, sé que buscará». La puse. Al día siguiente Paco murió.
Resulta que el perro desapareció poco después del funeral. María se enjuga las lágrimas con el borde del delantal y murmura:
Este perro es especial. Cuando estaba triste, no ladraba. Cuando estaba feliz, lo hacía como si supiera que la alegría también es silencio.
Al caer la noche Inés abre la casa de la abuela, extiende la manta, prepara té en la tetera vieja. Polvo se acuesta en la puerta.
Sabes a dónde vamos, ¿no? le pregunta.
La casa huele a madera, tierra y a algo muy propio. Enciende una lámpara, saca un álbum y recuerda una frase de su abuela: «Si una persona está sola, necesita un animal para compartir el silencio». Entonces comprende que no quiere volver a su vida anterior.
Durante la madrugada Polvo desaparece. Regresa una hora después, mojado, cubierto de barro, con un álbum de fotos viejo entre los dientes. Inés lo abre: en la primera página hay un hombre de cincuenta años con el mismo perro a sus pies; la foto muestra su casa con un letrero que dice «No nos molesten, ya estuvimos en todas partes». En otras imágenes aparecen la vida del hombre y, en una, el collar con la frase del comienzo. Al pie, una nota: «Si ya no estoy, ve mientras alguien escuche».
Al día siguiente Inés compra en la aldea un martillo, pintura, comida para perros y empieza a arreglar la casa. Polvo elige una silla junto a la ventana, a veces sale y regresa con «trofeos». Una vez trae una placa oxidada de la parada del autobús.
Eres el archivista del pueblo ríe Inés.
Pasadas unas semanas llega el veterinario, le examina al perro: ocho años, robusto, una fractura antigua en una pata. Dice que le quedan muchos años de vida. Polvo se queda entonces vigilando la puerta, como guardián.
Un mes después Inés escribe una carta a su yo de la ciudad, cansada: «Eres valiente por haber venido. Si alguna vez quieres volver, pregúntate por qué. Aquí respiro diferente. Aquí está Polvo. Y yo, viva». Quema la carta en el patio; el perro posa su cabeza sobre su bota.
No sabe si permanecerá para siempre, pero sigue adelante sin esa sensación de pérdida que la consumía.







