«Te queremos, hijo, pero ya no vuelvas a visitarnos».
Recordamos, como si fuera ayer, a un matrimonio de edad avanzada que había pasado toda su vida en una casona de piedra en un pueblito de la provincia de Segovia, tan vieja como ellos mismos. Mudarse no estaba en sus planes.
Cada noche rememoraban los momentos felices que los habían acompañado: los niños ya adultos, con sus propias familias; la hija, Isabel, que vivía en el pueblo vecino y solía venir a verles con frecuencia; los nietos, que jamás los dejaban aburrir. Pero el hijo, Alejandro, se había alejado hacía cinco años, atrapado entre el trabajo y los viajes con su esposa, y rara vez aparecía. Un día, Alejandro llamó por teléfono y anunció que vendría.
La noticia llenó de alegría a los padres. José, el padre, tomó la bicicleta y se dirigió al mercado a comprar alimentos; María, la madre, empezó a pensar en qué plato especial preparar para alegrar al hijo recién llegado. Contaban los días hasta la llegada de Alejandro. Él se había vuelto a casar recientemente; su primera mujer había sido una aventurera y, tras el divorcio, no tuvieron hijos. Ahora reconstruía su vida.
Al llegar al atardecer, Alejandro aparcó el coche, cenó y se echó a dormir de inmediato. Los padres se sentaron a su lado en silencio, solo para contemplarlo, pues las palabras le resultaban escasas tras el largo viaje que lo había agotado.
José exclamó con entusiasmo:
Nuestro hijo va a descansar bien, y mañana nos ayudará a cortar leña; dejaremos el estiércol del establo, cogeremos una abeto y decoraremos la casa como antes, porque hace años que no poníamos árbol de Navidad.
María añadió:
Y en la despensa hay que arreglar el suelo, o pronto se nos caerá todo.
José se fue a la cama, pero María no dejó a su hijo solo; acomodó la manta y el cojín.
Al amanecer, José se levantó y encendió la leña del horno para que la casa estuviera caliente cuando despertara Alejandro. María, por su parte, se puso a hornear bizcochos. Al mediodía, Alejandro se incorporó y confesó que hacía mucho que no había dormido tan profundo. Tras el desayuno, encendió la tele y se acomodó para ver una película.
María preguntó:
¿Puedes ayudar a tu padre a cortar leña?
Mamá, solo estaré aquí unos días, prefiero que papá ponga la sauna a calentar.
Los viejos, sin decir nada, arrastraron agua del pozo para la sauna.
Después de comer, José pidió:
Hay que sacar el estiércol del establo. Tú eres fuerte, ve y hazlo, por favor.
Alejandro replicó:
¿Qué quieres decir, papá? ¿Acaso no estoy cansado del trabajo en la ciudad? Vine a descansar y me empujas a trabajar enseguida.
Tras la sauna, Alejandro abrió la botella de vino que había traído y comenzó a quejarse de la vida. Mientras tanto, madre y padre se agotaban, y él hablaba sin cesar de su amplio piso con muebles caros, de su perro de raza, de que las mujeres le resultaban torpes y de que el trabajo ya no le daba placer.
Los padres, ya sin fuerzas, se retiraron a dormir. Alejandro se sintió ofendido y comentó que iría a la casa de su hermana, pues allí no había aburrimiento. María, temiendo que condujera, le quitó las llaves del coche. Alejandro amenazó con golpear la puerta, subió a su habitación, volvió a encender la tele y subió el volumen hasta el último nivel.
Los ancianos intentaban conciliar el sueño, pero resultaba imposible. José se acercó al hijo, lo vio ya roncando, apagó la tele y se acostó tranquilo.
A la mañana siguiente, Alejandro paseó por el bosque, sintió el frío y volvió a casa donde lo esperaba el calor del té y el sofá. No recordaba nada del día anterior, mientras María sufría una fuerte cefalea.
Los padres empaquetaron una bolsa con delicias del campo para Alejandro, y él no la rechazó.
¡Cuánta cosa habéis puesto! Mi esposa se alegrará; nunca ha probado compotas tan ricas. Tenéis todo, pero no quiero ofenderos, así que me llevo lo necesario. He olvidado los regalos de Año Nuevo, pero la próxima vez los traigo.
María, secándose una lágrima, le dijo:
¡No vuelvas más, hijo! Os queremos, nos preocupamos, pero puedes quedarte en tu casa, allí también tienes un televisor más caro y mejor que el nuestro.
Alejandro comprendió que había herido a sus padres, pero no supo qué decir. Saludó, subió al coche y volvió a la ciudad, donde el habitual caos le aguardaba.







