En mi recuerdo de los años pasados, recuerdo a Doña María de los Ángeles sentada en su humilde caserón de piedra, el aire impregnado del olor a humedad, aquel que nunca se disipó porque nadie volvía a ordenar el lugar. Todo allí le era familiar; ella era la dueña, aunque sus fuerzas se consumían en preocupaciones y no sabía por dónde empezar.
El dolor de la desilusión le apretaba el corazón; ya no quedaban lágrimas, aunque había llorado toda la ruta del camino. Pensó que las viejas paredes de la casa curarían su alma y, con el tiempo, el dolor amainaría.
Con abrigo y gorro de lana, manos y pies helados, apoyó la cabeza sobre la mesa y comenzó a rememorar su vida. Lo más preciado que poseía era su hija, Cayetana. Desde su nacimiento la niña había sido enfermiza, y su esposo, don José, siempre repetía: «¡No serviste, hija! No duermes por las noches, te enervas con mil remedios; ¡más vale haber tenido una criatura sana!». Sin embargo, a los cuarenta y dos años María dio a luz; había escarzado el embarazo casi a destiempo, perdió a dos hijos prematuros y ya no albergaba esperanzas de felicidad conyugal.
Pronto don José se marchó a otro pueblo, al vecino de la sierra, y allí tomó nueva esposa, quien le dio un hijo. Sobre la enferma Cayetana ni quería oír hablar. La pequeña fue creciendo, más fuerte y hermosa con cada año, y María apenas se dio cuenta de que su niña se había convertido en mujer. La carga recaía sobre sus hombros: trabajaba diligente en la cooperativa agraria, mientras el quehacer del hogar era una sola carga que la hija ayudaba a llevar, pero sin marido era duro en la aldea. La suegra, la madre de José, también se mudó con ellas cuando María ya no podía vivir sola. Un viudo se presentó como candidato, pero ella lo rechazó, avergonzada ante su hija. «¿Cómo podríamos llevar a otro hombre a casa? Ya tengo una hija, la he criado, y por Cayetana seguiré viviendo». Además, la anciana ya no podía levantarse de la cama; necesitaba que la ayudaran a beber o a girarse.
Cayetana recibió educación, encontró a un buen hombre y, por amor, se casó. Dos años después nació la nieta, Anunciación. Cayetana no quería quedarse en casa; necesitaba dinero y la hipoteca del piso todavía estaba pendiente. Así que imploró a su madre:
Mamá, querida mía, ven a vivir con nosotras; estarás más alegre y nos ayudarás. Las abuelas ya han muerto y te quedarías sola.
No, hija, tengo la vaca, el gato viejo, el huerto ¿cómo dejo mi casa?
Vende ya esa vaca; da poca leche y no merece ser guardada. La vecina Nélida, buena mujer, se hará cargo del gato. En una semana te esperamos.
María no podía negarse a la sangre que la sustentaba. La vecina tomó la vaca y el gato; el hijo, la nuera y los nietos prometieron cuidar el hogar. Así, Doña María se trasladó a la villa de la familia. Su hija y su yerno trabajaban hasta altas horas, ella sacaba a pasear a la nieta, la alimentaba y aun lograba preparar la cena. Anunciación se parecía mucho a su madre; la abuela no había esperado mucho de ella, pero pasaban los días y las noches juntas y, por suerte, la niña casi nunca enfermaba.
A los cuatro años, Cayetana decidió inscribir a la pequeña en la guardería, pues necesitaba socializar y desarrollarse con sus compañeros. Allí, la relación con la madre cambió drásticamente. El yerno llegaba siempre irritado; Cayetana decía que discutía con su marido por culpa de la madre, que la abuela consentía a la nieta y el niño desobediente crecía, y que la niña se despedía del jardín entre lágrimas, amando más a la abuela que a su propia madre.
María no comprendía qué ocurría, pero nunca imaginó escuchar esas palabras de su propia sangre:
Mamá, ya no te queremos; vete a tu casa. Anunciación va a la guardería, la hipoteca está pagada, ves tú, el piso de dos habitaciones está estrecho y será mejor así para ti.
Sentía que el suelo se le iba a abrir bajo los pies; jamás pensó que pudiera decirse algo así a su madre. Empacó lo mínimo, cogió el autobús y, mientras la nieta la seguía pidiendo que la llevara a pasear, el yerno la dejó sin despedirse en la estación. No quería que la viera llorar.
Así quedó sola en la calle, bajo una lluvia que helaba aún más el frío. Un vecino, al verla, la llamó:
¡Ay, Tana! ¿Eres tú? Creía que alguien quería saquear tu casa. ¡Qué alegría verte! Levántate, vamos a mi casa; mi sobrina Nadia está haciendo tortas de leche, sentémonos y charlemos, hace años que no nos vemos.
El vecino la arrastró casi por la mano y le contó todo:
Mis nietos ya van al colegio, les va bien, no hacen travesuras. Tu vaca nos dio una ternera este año; la llevamos al matadero y la vimos crecer, una verdadera belleza; no la vendes, quédate con ella si quieres.
Los niños la recibieron como a una abuela, trajeron al gato, que empezó a ronronear al reconocer a su dueña. María, con el corazón lleno, comenzó a llorar de felicidad al ver que no estaba sola, escuchaba historias de la vida campesina, de una familia grande y alegre. Nadie le preguntó por qué había vuelto ni le exigió aviso previo.
Después de la cena, el hijo del vecino le dijo:
Nuestra casa es grande, tía Tana, quédate mientras quieras; no pienses en irte. Yo arreglaré el tejado, llevaré leña, repararé la chimenea y limpiaré la tubería. Cuando tu casa esté lista, si quieres, podrás volver, o quizá te quedes aquí.
La anciana, delgada y sonriente, sentía un calor nuevo en su pecho; la bondad humana le había reconfortado el alma.
Así fue la vida en Berzosa, el pueblo de la sierra, donde, a través de recuerdos y voces del pasado, se recuerda la historia de Doña María de los Ángeles, su hija Cayetana y la pequeña Anunciación, y cómo el amor y la solidaridad lograron tejer un nuevo destino bajo el cielo castellano.







