Tarde en la noche en el supermercado.

Life Lessons

Tarde en el supermercado.

Una noche tarde en el supermercado del barrio. Irene estaba sentada en la caja, con lágrimas en los ojos, agotada por el cansancio, la injusticia y la soledad. La noche en vela tenía parte de culpa. Su vecino Jaime, un borracho de cuidado, armaba otra vez escándalo al otro lado de la pared con sus amigos de copas. Ni la policía lograba calmarlo.

Irene miró alrededor y se secó las lágrimas. Un joven guapo, con un abrigo a la moda, se acercaba a su caja. Desde hacía un mes, ese moreno alto pasaba por su turno para pagar su pizza y su zumo. *”Seguro que es un solitariopensó. Alguien tendrá suerte con un chico así.”*

El cliente, con la pizza en mano, le sonrió y le tendió un billete de cincuenta euros, pero se arrepintió: *”Voy a buscar cambio, para no molestarte.”* Pagó y salió.

Faltaba una hora para cerrar. Los pocos clientes metían las compras en los carritos sin ganas. Irene bostezó sin querer y maldijo en silencio a su vecino Jaime, que justo en ese momento entró, despeinado y lleno de moratones, con dos botellas de vodka caro en la mano. Con una sonrisa burlona, le tendió un billete de cincuenta euros, nuevo esta vez. *”Habrá juerga hasta mañana”*, pensó Irene, irritada.

*”Jaime, ¿le has robado a alguien?”* Los ojos picarones de su vecino parpadearon entre los moratones. *”¿Por qué iba a robarlo?”*

Por costumbre, Irene revisó el billete al trasluz, lo pasó entre los dedos, pero de pronto… *”Espera, Jaime, algo no cuadra… hay que comprobarlo.”* Lo metió en el detector y murmuró: *”¿De dónde has sacado esto? ¡Es falso!”*

Jaime se quedó tieso como en una foto de carné, apretando las botellas contra el pecho, recordando una oración olvidada. De repente, dejó el alcohol en el mostrador. *”Comprueba estos también”*, dijo con esperanza, sacando otros dos billetes de cincuenta. *”Estos también. Tendré que avisar a la policía.”*

*”Irene, te lo juro, los encontré delante del supermercado, alguien perdió la cartera y yo cogí los billetes. No me delates…”*, suplicó el borracho.

La cajera disfrutaba de su miedo, lista para confesar la broma: los billetes eran auténticos. Pero el vecino, creyendo que eran falsos, se apresuró hacia la basura para deshacerse de la prueba. Jaime rompió los billetes con satisfacción y se marchó.

Irene se quedó helada. ¿Qué había hecho? Aunque, bien mirado, se lo merecía.

*”Disculpe”*, dijo el cliente de siempre. *”He comprado una pizza antes…”*
*”Me acuerdo”*, contestó Irene, desconfiada. *”Sin cambio.”*
*”No es eso… Verá, perdí mi cartera al subir al coche. Qué despiste.”*
*”¿Había mucho dinero?”*, preguntó Irene, pensando en Jaime.
*”No es el dinero, da igual. Había apuntado un número importante en un billete. Si alguien lo encuentra, que se quede el dinero, pero por favor, que me copien el número. Aquí tiene mi tarjeta.”*
*”Vale”*, asintió Irene.

El ánimo de Irene estaba por los suelos. Hasta el final de su turno, pensó en cómo ayudar al amante de la pizza. Al terminar, cogió una bolsa y corrió hacia el contenedor para vaciarlo.

En casa, con guantes, buscó los trozos de billete, maldiciendo su broma estúpida.

*”Y él, qué cabeza la suya… Seguro que es el número de una mujer”*, pensó Irene con envidia, los ojos ardiendo de lágrimas. Encontró el número en dos trozos.

*”Pero ¿cómo dárselo? No puedo llamar desde mi móvil, podría devolver la llamada. ¿Qué le digo? ¿Hablar de los billetes falsos?”*

Sacó la tarjeta de visita: Alejandro Lorenzo, teléfono del trabajo y personal. Había que llamarlo, pero desde otro número, o mandarle un SMS. ¿Pedirle el móvil a la vecina? Pero si Alejandro la llamaba y ella no entendía nada, ¿qué pensaría? ¿Que Irene la cajera había encontrado el dinero y se lo había quedado, pero que al menos le envió el número?

De pronto se le ocurrió pedirle el teléfono al portero, que luego no la reconocería. Aunque si lo hacía… mejor asegurarse de que no pudiera. Irene se dirigió al armario…

Minutos después, una figura regordeta salió del edificio, con abrigo, bufanda, otra bufanda… un pañuelo de plumas y una gorra. Imposible hacer un retrato robot de semejante criatura. La figura se alejó, despistando y mirando atrás… Y allí, en la esquina, la discreción en persona: un asiático medio que le venía perfecto para su plan.

Acercándose al portero, Irene murmuró: *”Oiga, necesito llamar, se me ha muerto el móvil.”* Mostró cinco euros. El portero le pasó el teléfono sin rechistar. Irene envió rápido el número de la misteriosa mujer a Alejandro. Aliviada, dio las gracias con cuidado y volvió a casa.

Alejandro no podía dormir. No pensaba en el dinero, sino en un encuentro de ese día, cuando, yendo a un café, había oído: *”¡Eh, Ale!”* En la puerta abierta de un autobús lleno, vio a su amigo Víctor. Cinco años sin verse. *”Voy a la estación. ¡Llámame!”* El amigo le gritó números. Como no tenía el móvillo había dejado en la oficinaapuntó el número en un billete, imaginando ya la llamada a Víctor en su vida de soltero. Pero las cosas no salieron como esperaba.

Para distraerse, pensó en algo agradable. La cajera Irene, que llevaba un mes ocupando sus pensamientos. Recordaba su pelo ondulado, sus ojos color cielo, su sonrisa cálida… Era hora de conocerse mejor. La soledad empezaba a pesar.

De repente, llegó una notificación. Solo un número. ¿De quién sería? Entonces lo entendió: ¡el de Víctor! Mañana llamaría. Si habían encontrado el número, también el dinero. Ahora había que agradecer al remitente.

*”Hola. Muchas gracias. Quédate el dinero, es un regalo.”*

Una voz de hombre, un poco rara, contestó: *”¿REGALO?… Yo no entender. Soy portero.”* Y colgó.

Da igual quién lo hubiera enviado. Mañana le contaría a Irene. Anoche parecía tan triste, tuvo compasión.

Con la idea de que ahora tenía excusa para hablar con Irene, Alejandro se durmió sonriendo.

Irene lloró gran parte de la noche, compadeciéndose de su vida desordenada, sintiendo pena por el pobre Jaime y por el inalcanzable Alejandro, ese despistado.

Al día siguiente, Alejandro llegó contento a la caja. *”Irene, todo bien. Alguien me envió el número perdido, pude llamar a mi amigo…”*, empezó, pero se cortó. *”Pero espera… ¿Cómo sabían mi número? Solo te di mi tarjeta a ti.”*

Irene se quedó callada, sin poder decir nada.

*”¿Fuiste tú quien encontró el dinero y… envió el número?”*

Sin esperar respuesta, Alejandro salió rápido.

*”¡Se acabó! Cree que soy una ladrona”*, pensó Irene, en pánico, agarrando el bolso y corriendo tras él.

*”¡Alejandro, espera!”*

Los clientes miraban curiosos a la joven que lo alcanz

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