La otra suegra
Cuando Lucía entró en el piso, lo primero que vio fueron los zapatos de su suegra en medio del recibidor. En ese instante supo que no habría descanso ese día.
Fermina apareció desde la cocina con cara de juez en un juicio.
¿Otra vez con esa vieja chiflada? preguntó. La casa, el marido, la niña todo da igual, ¿verdad? Menos mal que he venido. Si no, se habrían quedado sin cenar.
Fermina, Nicolás sabía que llegaría tarde. La cena está hecha, solo tiene que calentarla. Podría arreglárselas perfectamente sin su ayuda respondió Lucía.
Tras diez años casada con Nicolás, ya estaba acostumbrada a que su suegra siempre encontrara algo que criticar. Sus palabras le resbalaban como si fueran la radio de fondo que no cesa de sonar.
Pero al principio no fue fácil. Fermina era su segunda suegra. La primera, Carmen, había sido una mujer discreta. Nunca se entrometía en la vida de su hijo, no daba consejos no pedidos ni se imponía.
Sin embargo, cuando se necesitaba ayuda, siempre estaba ahí. Lucía recordaba cómo Carmen se quedaba despierta por las noches con la pequeña Isabel cuando la niña confundía el día con la noche. O cómo se la llevaba de paseo, diciéndole a Lucía:
Tú no hagas nada hoy, solo descansa. Cuando Luis llegue, él mismo puede preparar la cena.
Cuando Isabel cumplió cinco años, hubo un accidente en la fábrica donde trabajaba Luis, y Lucía se quedó viuda.
Carmen, que había perdido a su único hijo, tampoco abandonó a su nuera y nieta en ese momento tan difícil. Los primeros meses vivieron juntas, apoyándose mutuamente.
Lucía le propuso a Carmen que siguieran viviendo así, pero ella se mudó de vuelta a su piso:
Lucía, solo tienes veintiocho años. Eres joven, encontrarás tu felicidad otra vez. ¿Qué hago yo estorbando aquí?
Tres años después, Lucía se casó con Nicolás. Pero no dejó de lado a Carmen. Sus padres vivían lejos, así que su primera suegra se convirtió en algo así como una madre para ella, y para Isabel, la abuela era su debilidad.
Por eso, el comportamiento de Fermina, que actuaba como si el piso de su nuera fuera suyo, dejó a Lucía helada.
Tras la primera visita, le pidió a su marido que le explicara a su madre que solo era una invitada. Y que, por tanto, debía avisar antes de venir y comportarse como tal.
Cuando Fermina alegó que solo quería ayudar y que lo hacía con buenas intenciones, Lucía respondió:
No tengo dieciocho años. Aun cuando me fui de casa de mis padres para estudiar, ya era bastante independiente.
Y después de casarme y vivir siete años con mi marido, no necesito que me enseñen a cocinar o limpiar. Yo misma podría dar lecciones a más de uno.
Si quieres, un día voy a tu casa, Fermina, y paso la bayeta blanca por los rincones. ¡Te organizo una inspección sorpresa!
Por suerte, Nicolás la apoyaba y, cuando su madre “se pasaba de la raya”, él mismo se encargaba de ponerle límites.
Con el tiempo, Lucía logró que su segunda suegra dejara de inmiscuirse en cómo llevaba la casa o criaba a los niños. Así que, cuando Lucía dio a luz a su hijo un año después de su segundo matrimonio, Fermina se mordió la lengua con sus consejos no solicitados. ¡Aunque le costara!
Resulta que Fermina tenía una amiga que no paraba de presumir de cómo “educaba” a la mujer de su hijo menor.
Claro, Fermina también quería tener algo que contar, pero no podía jactarse de nada. Su única queja era que Lucía seguía visitando a Carmen y ayudándola.
¡Como si esa vieja fuera familia cercana! Cuando Isabel era pequeña, Lucía la mandaba a su casa en verano, y hasta me alegraba.
Pero ahora la niña ya estudia fuera, y Lucía sigue yendo allí dos o tres veces por semana le decía a su amiga.
El último año, en efecto, Lucía había estado más con Carmen. Fermina la llamaba “vieja”, aunque solo le llevaba siete años.
Pero el dolor no rejuvenece, y la enfermedad no embellece. Carmen se había deteriorado mucho, así que Lucía la visitaba, ya fuera en el hospital o en casa.
Gastas el dinero de la familia en una extraña le reprochaba su suegra.
No se preocupe, Fermina. Carmen vendió su casa de campo cuando enfermó. Tiene para sus tratamientos y no le pedirá prestado a usted respondió Lucía.
Cuando Carmen empeoró, Lucía contrató a una cuidadora y se tomó unas vacaciones para pasar medio día con ella mientras Nicolás trabajaba y su hijo estaba en el colegio.
Pero ni siquiera eso pudo retrasar lo inevitable. Poco después, Carmen falleció.
Fue entonces cuando Fermina mostró un repentino interés por la herencia.
Vendió la casa de campo, pero en un año no se gastó todo el dinero. Y su pensión era buena seguro que dejó ahorros.
Y su piso de dos habitaciones seguro que lo heredará alguien especulaba Fermina, aunque no se atrevía a preguntar.
En vez de eso, le planteó el tema a su hijo, y la respuesta no fue la que esperaba.
¿A nombre de quién está el testamento? Pues de Isabel, claro, es su nieta.
¿Y Lucía? ¿Todo ese esfuerzo para nada? se sorprendió Fermina. ¡Vaya chasco! Me la imagino llorando ahora mismo.
No se preocupe por mí dijo Lucía. Sabía desde hace tiempo que Carmen lo dejaría a Isabel. Hasta la acompañé al notario hace un año.
¿Y para qué te desvivías por ella si sabías que no te tocaría nada? preguntó Fermina. Que Isabel se ocupara de ella.
Se lo explicaría, pero temo que no lo entendería respondió Lucía.
En el plazo debido, se formalizó la herencia. Isabel recibió los documentos del piso y el dinero del depósito.
Decidieron que, mientras estudiaba y vivía en la residencia universitaria, alquilarían el piso y el dinero iría a su cuenta.
Cuando terminara la carrera, Isabel decidiría qué hacer: volver a su ciudad natal o quedarse en la capital. Entonces vendería el piso y compraría otro donde quisiera.
Al enterarse de que lo alquilarían, Fermina propuso:
¿Para qué meter a extraños? Lo van a estropear. Que viva ahí Susana mientras tanto.
Susana, su hija menor de treinta y cinco años, seguía viviendo con ella. Era guapa, con buena figura, tenía estudios y trabajo. Hasta tenía romances de vez en cuando, pero el matrimonio no terminaba de llegar.
Fermina, por supuesto, se preocupaba.
¿Por qué Susana no tiene la misma suerte? Mira Lucía, viuda, con un hijo, ¡y aún así enganchó a mi Nicolás! pensaba.
Creía que, si su hija tuviera un piso, encontraría marido.
Bueno, de momento el piso es de Isabel razonaba. En tres o cuatro años pueden pasar cosas. Quizá Isabel encuentre un novio con piso en la capital, y entonces podríamos convencerla de que se lo regale a Susana. Pero de momento, Fermina decidió guardarse el plan.
Su decepción fue enorme cuando Isabel se negó a dejar que Susana viviera en su piso.
No va a pagar lo mismo que otros inquilinos dijo Isabel. Y yo quiero pedir una hipoteca en el futuro. Quizá me mude a la capital. Así que mejor que el dinero se vaya acumulando.
Vaya tacaña que es tu Isabel, igual que tú le dijo Fermina a Lucía. Las dos solo pensáis en vosotras mismas.







