Sofía cruzó los brazos, apoyándose en el respaldo de la silla. Sus ojos, de un azul helado, no se apartaban del rostro de Daniel. En él, la arrogancia habitual había desaparecido, reemplazada por una tensión evidente.
¿Crees que no me lo he preguntado, cada noche, si debía volver? dijo ella, despacio pero con firmeza. Cinco años he vivido con esa duda. Pero elegí esperar. Hasta que mis hijos fueran lo bastante mayores para entender quién eres en realidad.
Daniel carraspeó, evitando mirarla directamente.
Huyiste. Me dejaste ante todos como un hombre abandonado. ¿Sabes lo que dijeron mis colegas? ¿Lo que pensó la gente de la empresa?
Me da igual, Daniel lo interrumpió ella. Si te hubiera importado yo y nuestro hijo entonces, hoy no estaría aquí, con dos niños que no te conocen y no te deben nada.
Un breve silencio pesó entre ellos. Desde la habitación contigua, se escuchaban las risas de Lucas y Mateo jugando con sus cochecitos.
Quiero una prueba de paternidad dijo Daniel de repente. Quiero pruebas de que son míos.
Sofía arqueó una ceja.
Claro. Pero que sepas que la prueba no cambiará nada de lo ocurrido. Ni de lo que voy a hacer.
¿Y qué vas a hacer, Sofía? preguntó él, con un tono que pretendía seguridad pero en el que se colaba un deje de miedo.
Ella se inclinó ligeramente sobre la mesa.
Voy a quitarte todo lo que creías que era solo tuyo: tu reputación, tu tranquilidad y el control sobre tu propia historia. Tengo documentos, Daniel. Mensajes, grabaciones. Todo lo que me dijiste en esos meses antes de huir. Y si quieres ir a juicio, ten por seguro que seré la primera en presentar la demanda.
Su rostro enrojeció.
¿Chantaje?
No. Verdad. La verdad, tal y como la verás escrita negro sobre blanco ante un juez.
Daniel se recostó, intentando recuperar su aire de hombre en control.
¿Crees que puedes destruirme? Yo tengo contactos, dinero, poder.
Y yo tengo paciencia respondió ella con calma. Ya sabes lo que dicen: la paciencia es el arma de quienes ya no tienen nada que perder.
Un golpe tímido en la puerta del comedor interrumpió la conversación. Lucas asomó medio cuerpo.
Mamá, ¿podemos ir al parque cuando termine el señor de hablar contigo?
Sofía le sonrió con dulzura.
Por supuesto, cariño. Cinco minutos más.
Daniel observó a los niños con más atención. Una sombra de duda cruzó su mirada, señal de un hombre que empezaba a entender que había perdido más que una batalla.
No quería que llegáramos a esto murmuró, más para sí que para ella. Pero si quieres guerra la tendrás.
No, Daniel. Yo no quiero guerra. Quiero justicia. Y la justicia no te la dan el dinero ni los contactos. Solo la da la verdad.
Se levantó, señalándole la puerta.
Ahora, por favor, vete. Mis hijos deben saber que cuando digo “basta”, mi palabra es ley.
Daniel vaciló un instante, luego se levantó de golpe, cogiendo su maletín. Antes de salir, se volvió:
Lo lamentarás.
Quizá contestó Sofía sin pestañear. Pero tú lo lamentarás más.
La puerta se cerró con un golpe seco. Sofía respiró hondo, mirando por la ventana. Afuera, la lluvia comenzaba a caer suave, como un preludio de la tormenta que se avecinaba.
Lucas y Mateo entraron corriendo al comedor.
Mamá, ¿vamos ya al parque? preguntó Mateo.
Sofía los abrazó con fuerza.
Sí, vamos. Y recordad algo: por grande que sea este mundo, yo siempre estaré a vuestro lado.
Esa tarde, mientras los niños jugaban entre las hojas mojadas, Sofía sentía que cada paso de regreso a esta ciudad la acercaba a la confrontación final. Sabía que Daniel no se rendiría. Sabía que habría amenazas, presiones, quizás golpes bajos.
Pero tenía algo que él jamás podría comprar: la confianza de sus hijos. Y eso, para Sofía, era la moneda más valiosa.
Por la noche, después de acostarlos, se sentó frente al ordenador y abrió el portátil. En la pantalla, un archivo titulado “Pruebas” esperaba ser completado. Ya había empezado a escribir su historia, no solo para el juez, sino para que un día Lucas y Mateo lo leyeran y lo supieran todo.
“La verdad es la única herencia limpia que os puedo dejar”, escribió en la primera página.
El móvil vibró. Un mensaje de un número desconocido: “No creas que has ganado. El juego acaba de empezar”.
Sofía sonrió con amargura.
Pues juguemos, Daniel susurró.
Se levantó, apagó la luz y miró hacia las habitaciones donde dormían sus hijos. En la oscuridad, un solo pensamiento ardía en su mente: costara lo que costara, nunca más permitiría que nadie decidiera su futuro.
Al final, comprendió que la verdadera fortaleza no está en el poder, sino en la libertad de vivir sin miedo.