Sabes, Bego, últimamente tengo muy pocos clientes dije, limpiándome la nariz con el dorso de la mano mientras me recostaba en el respaldo del sillón del café de la Gran Vía. ¿Habrá sido un error dejar la oficina?
Pues vuelve, respondió Begoña sin mucho entusiasmo mientras removía su capuchino. Te recibirían con los brazos abiertos.
Yo resoplé y negué con la cabeza.
Ni de coña. Mejor estar por mi cuenta que bajo el ojo vigilante del jefe. Solo necesito darme a conocer mejor.
Los últimos seis meses había invertido toda la energía en montar su negocio de fotografía. Montó un portafolio, abrió una página en Instagram, subía fotos cada semana. Los clientes empezaban a llegar, pero de forma irregular. Una semana estaba llena de sesiones, la siguiente silencio total y el bolsillo vacío. Sabía que necesitaba tiempo, paciencia y mucho curro.
Begoña trabajaba como dependienta en una gran cadena de electrónica en el centro comercial de la zona. Era muy sociable, siempre con una sonrisa ligera y la habilidad de charlar de cualquier tema, lo que le hacía ganarse la confianza de los compradores. Cuando la conversación derivaba en fiestas familiares o celebraciones, soltaba de paso que tenía una amiga fotógrafa. Un par de veces eso le valió a Ana unos encargos nada grande, pero sí un buen empujón.
Oye, ¿te acuerdas de la pareja que vino la semana pasada? comentó Begoña, tomando otro sorbo y entrecerrando los ojos. Les mandé a ti para la sesión del niño.
Ah, sí, sí asentí. Gracias, por cierto. Qué familia más guapa, el niño un encanto.
No hay de qué movió la mano. Pero, a buen recaudo, podrías quedarme una tajadita del beneficio.
Yo me quedé con la taza a medio camino de los labios.
¿Qué?
Bueno, lógico, dijo Begoña encogiendo los hombros. Yo traigo los clientes, tú los fotos. Entonces somos socias.
Me quedé mirando a mi amiga un segundo, intentando averiguar si estaba de broma. Después soltó una carcajada.
A veces me asustas con tu humor.
Vamos, no te lo tomes a pecho sonrió. Sólo pienso en voz alta.
Cambiamos de tema: series, conocidos en común, planes para el finde. Pronto me olvidé de la extraña insinuación; seguro que sólo había sido una broma fallida.
Los meses se fueron convirtiendo en una sucesión de sesiones. Yo hacía fotos de familias en parques, cumpleaños de niños en salas de ocio, retratos corporativos para currículums. Publicaba anuncios en webs, negociaba con organizadores de eventos y pedía reseñas a los clientes. La cartera iba creciendo despacio pero con paso firme.
Begoña seguía tirando su contribución. A veces soltaba con sarcasmo: Sin mí estarías sin trabajo, otras veces con una pena fingida: He mandado a tanta gente a ti y no me has agradecido. Yo la hacía caso omiso. A ella le gustaba exagerar su papel en los éxitos ajenos, una especie de marca personal. Claro, ella sí trajo a unos cuantos clientes, pero yo también habría llegado sola.
Un día entré de repente a su piso. Begoña estaba pálida, con ojeras bajo los ojos. Mientras tomábamos el té, soltó de repente:
Ya basta. No puedo más.
¿Qué pasa? levanté la vista del móvil, donde editaba fotos.
Me voy, se frotó la cara con las manos. Estoy harta de la tienda. Los clientes siempre se quejan, el jefe aprieta y el horario es un caos. Ya no aguanto.
¿En serio? dejé el móvil a un lado. ¿Y después qué vas a hacer?
No lo sé todavía encogió de hombros. Tomarme un respiro, pensar. Quiero algo mejor, tal vez montar una oficina o cambiar de sector. Por ahora no he enviado el currículum, ni he ido a entrevistas. Cuando le pregunto a Ana sobre buscar curro, me evade: Estoy mirando, nada interesante hasta ahora, no hay prisa.
Pasaron unas semanas y Begoña se paseaba con calma, se juntaba con amigas, hacía compras y subía fotos a Instagram con frases del tipo merecido descanso o por fin vivo para mí. No subió su CV, no hizo entrevistas. Pero al mes siguiente cambió de tono.
Malditos préstamos espetó, señalando la pantalla del móvil. Ya es la tercera vez que el banco me llama por el retraso.
¿No has pensado en buscar algo temporal mientras encuentras algo mejor? le propuse con tacto. No tiene que ser el trabajo de tus sueños.
Con lo que pagan, ni te cuento frunció. O pagas una miseria o piden requisitos imposibles. No me voy a conformar con cualquier cosa, tengo experiencia y estudios.
Yo guardé silencio. Discutir no servía; ella siempre encontraba una excusa. Parecía que contaba con un milagro: que alguna oferta perfecta cayera del cielo o que el dinero apareciera solo.
Yo, en cambio, estaba a tope de trabajo. Acabé de fotografiar una boda espectacular. Los novios eran muy amables y colaboraban en todo. La novia había preparado una lista de tomas imprescindibles, el novio apoyaba todas las ideas. La sesión duró todo el día: preparativos, ceremonia y banquete. Llegué a casa exhausta pero feliz. El retoque tomó varios días y, al final, los novios también pidieron un montaje de vídeo con los momentos más bonitos. El pago fue suficiente para cubrir los gastos del mes.
Esa noche mi móvil vibró. Era Begoña.
Hola dijo con tono de negocio. Necesitamos hablar.
¿De qué? seguía editando otra sesión.
Te acordás de la boda que acabas de hacer?
Sí, la foto. ¿Qué pasa?
Resulta que la novia había comprado en nuestra tienda una cámara hace unos meses. Yo le hablé de ti y ella te buscó por Instagram.
Me quedé con el ceño fruncido. La novia se había topado conmigo por mis fotos, sí, pero había visto mi portafolio y había escogido.
Bego, ella me encontró en las redes.
Pues bien, resopló Begoña, molesta. Yo te la recomendé, así que ahora me toca cobrarme diez mil euros.
Me quedé boquiabierta.
¿Estás de broma?
No, en serio. Te he ayudado, ahora quiero mi parte.
Bego, ¿estás loca? intenté mantener la calma. Sólo me mencionaste hace unos meses, eso no te convierte en socia.
Lo hace, insistió. Sin mi referencia no te habría encontrado.
Sin mi propia calidad, tampoco me enfadé. Mis ingresos dependen de mi trabajo, de mi talento y del esfuerzo. Tú no tienes nada que ver.
Ah, ¿así que ahora no sirvo? su voz se volvió fría. Cuando me faltaban clientes te quejabas, cuando te mandaba gente te ponías contenta. ¿Y ahora que llegan los ingresos, ya no me necesitas?
Eso es una tontería, dije, sintiendo el sudor en la frente. Entiendo tus problemas financieros, pero no es justo que me cobres por algo que no existe. Te fuiste, no quieres buscar curro, y ahora intentas sacarme pasta.
Una verdadera amiga ayudaría, dijo con tono dolido. No te estoy pidiendo que me mantengas, sólo lo que me corresponde.
No has hecho nada más que mencionar mi nombre un par de veces. Yo invierto tiempo, dinero y energía en mi negocio, compro equipos, trabajo hasta las tres de la mañana editando. Tú, ¿qué has hecho? Ver series en el sofá.
¿Crees que lo has conseguido sola? le escupió. Sin mí no habrías llegado a nada.
Sabes qué, Bego, exhalé cansada. Ya no quiero seguir escuchando esto. Resuelve tus préstamos, busca curro, actúa como una adulta. No me pidas lo que no es tuyo.
Ya no eres mi amiga, gritó y colgó.
Me quedé unos minutos con el móvil en la mano, procesando lo absurdo de la situación. ¿Exigir dinero por haber mencionado el nombre de alguien? ¿Qué clase de chantaje era eso?
Abrí el mensajero y la bloqueé. Hice lo mismo en todas las redes, añadí su número a la lista negra. Sin explicaciones, sin despedidas. Simplemente la borré de mi vida con un clic.
Me recosté en el sofá y cerré los ojos. ¿Cuántas veces había aguantado esos insinuantes comentarios de socios y porcentaje? ¿Cuántas señales rojas había ignorado? Los verdaderos amigos no exigen nada por ayudar, no juegan a ser socios sin aportar nada, celebran tus logros y te apoyan en los tropiezos sin esperar nada a cambio.
Abrí los ojos y miré la foto sin editar que aún estaba en la pantalla del portátil. Tenía que seguir trabajando, buscar nuevos clientes, perfeccionar mi técnica. Y, sobre todo, rodearme de gente que no mida la amistad en euros.







