**«¡Siete de julio! ¡No puede ser! Solo es una coincidencia. Pero también el nombre, Andrés… El apellido y el patronímico son diferentes. Aunque, claro, los padres adoptivos pueden cambiar eso. Incluso el nombre…»**
Vera contempló durante largo rato el retrato del hombre, como si esperara encontrar algo familiar en su rostro.
La mujer de recursos humanos del ayuntamiento terminó de tramitar los documentos de la nueva empleada y luego llamó por teléfono:
¡Inés Andrés, pase por aquí! Tiene a su nueva compañera.
Al poco, apareció en la oficina y, sin preámbulos, se dirigió a la recién llegada, una mujer ya entrada en años:
¿Usted es la nueva limpiadora?
¡Sí!
Yo soy la jefa de mantenimiento, me llamo Inés Andrés se presentó la superiora antes de preguntar. ¿Y usted?
Vera. Al notar la mirada expectante de su jefa, rectificó. Vera Alejandro.
Venga, le enseñaré su lugar de trabajo. Salieron del despacho mientras seguían hablando. A usted le corresponderá toda la tercera planta…
***
Vera estaba encantada con su nuevo empleo. Sonriendo feliz, recorrió con la mirada su nuevo territorio:
«Solo faltan dos años para la jubilación. Y aquí podré seguir trabajando después, si quiero. Mil quinientos euros al mes, más extras de vez en cuando. Al menos con Dimas viviremos más tranquilos. Los hijos ya son mayores y se han ido. ¡Ay, ni siquiera sé cómo se llama el alcalde! ¡Qué vergüenza si me preguntan! Luego, en el comedor, hay fotos de todos los alcaldes en la planta baja. ¿Cómo no lo miré antes?»
***
De vuelta del comedor, se detuvo frente al panel y leyó el nombre del regidor municipal: **«Andrés Borja… año de nacimiento: mil novecientos ochenta y tres».**
Vaya, es muy joven. Ni siquiera tiene cuarenta pensó Vera, y de pronto recordó. ¿Andrés? Mil novecientos ochenta y tres…
Se giró y volvió a leer la fecha de nacimiento:
**«¡Siete de julio! ¡No puede ser! Solo es una coincidencia. Pero también el nombre, Andrés… El apellido y el patronímico son diferentes. Aunque, claro, los padres adoptivos pueden cambiar eso. Incluso el nombre…»**
Permaneció allí, mirando fijamente el retrato del hombre, como si esperara reconocer algo en esos ojos.
***
El nuevo trabajo la mantuvo distraída. Las dudas se fueron desvaneciendo.
Esa noche, en casa, estuvo hablando con su marido hasta tarde. Luego, él se fue a su habitación a ver el fútbol, y Vera se retiró a la suya.
El piso era amplio, de tres habitaciones. Los hijos se habían ido, y ahora había más espacio. Dimas seguía durmiendo a veces con ella, pero cada vez menos.
Aquella noche, tumbada en su cama, los recuerdos de juventud volvieron a asaltarla. Y con ellos, el secreto que nunca le había contado a su marido.
Antes de conocer a Dimas, Vera había tenido un hijo. Se llamaba Andrés. Ella solo tenía diecinueve años, sin dinero ni trabajo. Vivía en una residencia de estudiantes, un lugar nada adecuado para criar a un niño. Solo aguantó seis meses antes de dejarlo en un orfanato.
Tres años después, se casó con Dimas. Nunca hablaron del pasado. Pronto llegaron sus hijas: dos niñas.
Las niñas crecieron. Una estudió en la universidad de la capital, se casó allí y ya tenía hijos en edad escolar. La otra también se casó y vivía en Madrid.
Vera nunca tuvo una carrera. Los últimos veinte años los pasó como encargada de mantenimiento en una fábrica, hasta que quebró y la despidieron. Una amiga de su hija le consiguió este trabajo de limpiadora en el ayuntamiento. Y ahora…
**El alcalde, Andrés Borja, nacido en 1983.**
No, Vera no se quejaba de su vida. Pero durante todos esos años, nunca dejó de pensar en el hijo que tuvo. Soñó con él varias veces. Solo quería saber si era él, si estaba bien.
***
Pasaron varios días.
Vera limpiaba en su planta cuando oyó voces. Vio a Andrés Borja caminando rápido, hablando con un empleado. Al notarla, el alcalde le hizo un gesto con la cabeza y pasó junto a ella sin detenerse.
Entonces, Vera recordó a Víctor, el chico del que estuvo enamorada cuarenta años atrás. Era alegre, guapo, y ella siempre quiso verlo serio, profesional. Pero nunca logró imaginárselo así… hasta ahora. Al ver a Andrés Borja, entendió que así era como hubiera querido que fuera su Víctor.
Pero él se fue en cuanto supo que ella esperaba un hijo. Dijo que iba a trabajar fuera, pero Vera pronto comprendió que había huido.
**«¿Será Andrés Borja mi hijo?**
Si no lo hubiera dejado en el orfanato, quizá no sería quien es hoy. Pero mis hijas también han tenido éxito. La mayor tiene un buen piso, coche… La pequeña también está bien. Hijas… pero el hijo no está.
¿Me habría casado con Dimas de todas formas? No, todo habría sido distinto: para mí, para él, para Andrés. Aunque… quizá Andrés Borja no sea mi hijo. ¿Cuántas coincidencias imposibles hay en el mundo?
Al fin y al cabo, ¿qué importa? Él tiene padres. Solo tenía seis meses cuando lo dejé. Seguro que nunca le dijeron que era adoptado. El apellido es distinto. Y, por lo visto, tuvo una infancia feliz. No es común que un chico de orfanato llegue a ser alcalde.»
***
Después del almuerzo, una compañera más joven, Elena, se acercó a Vera:
Hola, tía Vera.
Hola.
El viernes celebramos el cumpleaños de Lourdes, la que limpia en la sexta planta. Cumple cuarenta y cinco ¿Te apuntas?
¡Claro! sonrió Vera.
Pues pon veinte euros. Y trae algo para picar, algo original.
Vale. Vera sacó la cartera y le dio el dinero.
Celebramos todos los cumpleaños.
Elena, llámame Vera, sin más. Somos compañeras.
¡Claro, Vera!
***
El viernes, después del trabajo, se reunieron en una oficina vacía de la séptima planta. Montaron un pequeño banquete.
Como en cualquier oficina, los brindis se sucedieron. Un sorbo de vino tinto después de cada uno.
De pronto, la puerta se abrió y entró… Andrés Borja. Sonrió:
Lourdes Olegario, ¡feliz cumpleaños! y le entregó una cajita pequeña. Un detalle.
¡Gracias, Andrés Borja! la cumplea







