“Si no dejas que mi madre viva con nosotros, pido el divorcio.” Y lo hizo…
Un hombre que te jura amor y fidelidad puede volverse un extraño en un instante. Sobre todo cuando te enfrentas a una elección: mantener la familia o salvarte de la ruina total. Yo pasé por eso.
Cuando me casé con Javier, no teníamos casa propia. Vivíamos con sus padres en un piso de dos habitaciones, pequeño pero soportable. Hasta que un día, su padrastro llegó a casa y encontró a su madre, mi suegra, con un amante. Un tipo más joven, atrevido, con aires de “salvador”. Le habló de nuevos horizontes y “montañas de oro”, pero puso una condición:
Vende el piso. Nos mudamos a otra ciudad. Allí empezaremos una vida nueva.
Intentamos hacer entrar en razón a Carmen López:
Te va a engañar. Te quedarás sin hogar.
Pero ella se hizo la ofendida:
Es que me tenéis envidia. No os metáis en lo que no os importa.
Una semana después, estábamos en la calle con el bebé en brazos. El piso vendido, nosotros, fuera. Javier trabajaba en dos empleos, yo estaba en excedencia por maternidad y escribía trabajos por encargo por las noches. Apenas podíamos pagar el alquiler, pero nos esforzábamos por el futuro.
Queríamos pedir una hipoteca, pero el destino nos dio una oportunidad: murió mi tía, sola, sin hijos. En su testamento, me dejó un piso en otra ciudad. Espacioso, luminoso, con ventanas al patio. Con lo ahorrado para la entrada, lo reformamos. Por primera vez en mucho tiempo, respiré aliviada.
Pero la paz duró poco.
Una noche, mientras fregaba los platos después de cenar, llamaron a la puerta. Era Carmen López. La cara hinchada de llorar, los ojos como los de un perro apaleado.
Hija… mi niño… me ha echado… Lo he perdido todo. Solo me queda una maleta. Ayudadme…
Javier y yo nos miramos. Vi cómo su rostro se enternecía. La cogió de los hombros, la sentó en la cocina y le sirvió un té. Yo seguía allí, sintiendo un dolor sordo, pulsante. Sabía que la había advertido, que le había rogado que no hiciera tonterías. Pero no solo no me escuchó, sino que nos echó a la calle con el bebé cuando aún estábamos bien.
Javier me miró:
No puede estar sola. No podemos dejarla. Es mi madre.
Apreté los labios:
Nos tiró como basura. ¿Y ahora quieres que se quede aquí? ¿En este piso? ¿Donde acabamos de empezar a respirar?
Carmen no se calló:
Mi niño, no puedo quedarme en la calle… Ayúdame… Ya he aprendido, no volveré a hacerlo…
Entonces él soltó lo que me partió el alma:
“Si no aceptas que mi madre viva con nosotros, pido el divorcio.”
Me quedé ciega. Respondí con calma, aunque el corazón me sangraba:
“Entonces el divorcio es la única solución, porque nunca viviré con alguien que pone condiciones a nuestro amor.”







