Salí con Miguel en brazos y pisé los escalones mojados. Las gotas de lluvia entraban por la puerta entreabierta del edificio y me empapaban el pelo. Afuera, las calles estaban desiertas. Ni siquiera los perros se atrevían a vagar con aquel tiempo. Sentía el frío atravesar mi ropa, pero no tenía adónde ir.
Vagabundeé varias horas por la ciudad, con el niño pegado a mí. Al final, una vecina mayor, doña Carmen, me vio empapada y temblorosa y me llamó a su pequeño pero cálido apartamento. Me dio una toalla, una taza de té y un lecho improvisado para Miguel. Aquella noche lloré en silencio, con la mirada clavada en el techo. Sabía que algo tenía que cambiar.
Los días siguientes fueron duros. Intenté encontrar trabajo, pero nadie quería contratar a una madre soltera con un niño pequeño. El dinero para comida escaseaba, y la humillación en los ojos de quienes me conocían dolía más que el hambre. Ricardo y Lucía actuaban como si yo no existiera. Y yo sentía que había desaparecido de sus vidas como una mancha borrada con esponja.
Tras una semana, recibí una carta oficial. Al principio, creí que era una notificación de las autoridades, quizá una deuda desconocida. Abrí el sobre con manos temblorosas. Pero las palabras impresas cambiaron mi vida: *”Estimada señora Clara Martínez, le informamos que es la única heredera de la fortuna de la difunta doña Isabel García, su tía lejana”*
Leí la carta tres veces. No podía creerlo. Isabel, a quien solo había visto una vez en mi infancia, había dejado todo a mi nombre. Una casa imponente en las afueras de la ciudad, cuentas bancarias generosas y, lo más importante, acciones en una respetable empresa comercial.
Fui de inmediato al notario y, paso a paso, tomé posesión de la herencia. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el sol salía también para mí. Compré ropa nueva, le di a Miguel todo lo que nunca había tenido: juguetes, ropa abrigada, buena comida. Pero, sobre todo, le di seguridad.
Los años pasaron. Aprendí a manejar los negocios de mi tía y, para sorpresa de todos, lo hice muy bien. Empecé a invertir con inteligencia, rodeándome de gente de confianza. Poco a poco, mi nombre se hizo conocido en el mundo de los negocios. Una mujer fuerte, elegante y misteriosa. Nadie recordaba ya los días en que me habían echado bajo la lluvia.
Ricardo y Lucía, en cambio, ya no estaban en la cima del éxito. Su empresa se tambaleaba. Errores de gestión, decisiones apresuradas, socios perdidos todo se acumulaba como una bola de nieve. Intentaron buscar inversores, pero las puertas se les cerraban.
Una mañana, recibí una llamada de mi abogado:
Señora Clara, la empresa de la familia López está en venta. Tienen grandes deudas. Si lo desea, puede participar en la subasta.
Mi corazón dio un vuelco. Era el momento. El destino me ponía en bandeja la oportunidad que soñé aquella noche lluviosa, cuando me echaron con mi hijo en brazos.
Asistí a la subasta vestida con un traje elegante, el pelo recogido en un moño refinado. Nadie me reconoció. Habían pasado años, y ya no era la mujer desesperada y humillada de antaño. Era otra.
Cuando anunciaron el nombre del ganador, los rostros de Ricardo y Lucía palidecieron. Yo, Clara Martínez, era la nueva dueña de su negocio. No los miré entonces. Solo firmé los documentos con una sonrisa serena.
Esa noche, Ricardo vino a mi despacho. Temblaba, envejecido, los hombros cargados de preocupación.
Clara por favor no nos dejes en la calle. Sabes que sin esta empresa estamos perdidos.
Lo miré a los ojos. Era el mismo hombre que me había echado, que me dijo que mi hijo y yo éramos una carga. Ahora mendigaba mi piedad.
Ricardo respondí con frialdad, la vida es extraña, ¿verdad? Entonces te dije que lo lamentarías. Y he aquí que llegó el día.
Lucía también intentó convencerme. Las lágrimas le rodaban por las mejillas, pero yo solo veía a la mujer que me había empujado a la calle bajo la lluvia, con un niño asustado en brazos.
Clara, nos equivocamos. Estábamos furiosos, cegados por el orgullo. ¡Por favor, ten piedad!
Sonreí con amargura.
¿Piedad? ¿La tuvisteis vosotros cuando me echasteis aquella noche? ¿Cuando Miguel lloraba y os rogaba que no le abandonarais? Entonces no os importó.
Los dejé marchar con la cabeza baja. El negocio era mío, y ellos ya no tenían nada.
Años después, Miguel creció convirtiéndose en un joven fuerte e inteligente. A veces le contaba de aquella noche lluviosa. Le decía que nunca debía perder la dignidad, ni siquiera cuando todo el mundo le volviera la espalda.
Y cada vez que veía el rostro de Ricardo por la calle, con ropa gastada y mirada perdida, sentía una profunda tranquilidad. No por venganza, sino por justicia.
Porque en una noche lluviosa, años atrás, había jurado que algún día lo lamentarían. Y así fue.