Regalo de boda de la suegra: ¡Mejor nada que esto!

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Regalo de boda de la sugeramadre: ¡Mejor nada que esto!

Lucía y Javier decidieron casarse. La boda estaba en pleno apogeo cuando el presentador anunció que había llegado el momento de los regalos. Primero felicitaron los padres de la novia, luego llegó la madre de Javier, Carmen López, con una caja grande decorada en un tono azul claro.

«¡Vaya! ¿Qué habrá ahí dentro?», susurró Lucía curiosa a Javier.

«Ni idea. Mi madre ha guardado el secreto muy bien», respondió el novio, desconcertado.

Decidieron abrir los regalos al día siguiente, cuando terminara el bullicio de la celebración. Lucía propuso empezar por la caja de su suegra. Quitaron el lazo, levantaron la tapa y se quedaron paralizados por la sorpresa.

Hacía tiempo que Lucía había notado una extraña costumbre de Javier: nunca cogía nada sin pedir permiso, ni siquiera algo insignificante.

«¿Puedo comerme el último trozo de turrón?», preguntó tímido, mirando el último pedazo en el plato.

«¡Claro que sí!», respondió Lucía, extrañada. «Ni siquiera tendrías que preguntar.»

«Es mi educación», sonrió él, avergonzado, mientras desenvolvíalo.

Fue meses después cuando Lucía comprendió de dónde venía aquella peculiaridad.

Un día, Javier quiso presentarla a sus padres, Carmen y Antonio López. Al principio, su suegra parecía amable, pero esa impresión duró poco. Durante la cena, cada comensal tenía un plato con dos cucharadas de puré y una albóndiga diminuta. Javier terminó rápido y pidió más en voz baja.

«¡Siempre tragando como un cosaco! ¡Nunca te llenas!», protestó Carmen, indignada, dejando a Lucía profundamente incómoda.

Cuando Antonio pidió más, Carmen le sirvió un plato rebosante con una sonrisa. Lucía siguió comiendo en silencio, horrorizada por el desprecio que su suegra mostraba hacia su propio hijo.

Más tarde, durante los preparativos de la boda, Carmen reveló su verdadero carácter. Todo le parecía demasiado caro: los anillos, el restaurante, el menú.

«¿Para qué tanto lujo? ¡Podría ser más económico!», refunfuñó sin disimulo.

Hasta que Lucía estalló.

«¡Nosotros lo gestionamos!», replicó. «¡Son nuestros euros y nuestra decisión!»

Ofendida, Carmen guardó silencio desde entonces e incluso amenazó con no asistir. Dos días antes, Antonio apareció sorpresivamente en casa de la pareja.

«Hijo, ayúdame con el regalo», pidió, llevando a Javier al coche.

Había comprado una lavadora por su cuenta, cansado de los caprichos de su esposa. Confesó que habían discutido porque Carmen consideraba demasiado caro comprarle un regalo a su propio hijo.

El gran día, Carmen apareció al fin, con un vestido elegante y en taxi. Se comportó con educación, entregó la caja grande y luego se perdió entre los invitados.

A la mañana siguiente, Lucía y Javier abrieron emocionados el regalo. La ilusión se convirtió en decepción.

«¿Toallas?», murmuró Lucía, sacando una con incredulidad.

«Y calcetines», suspiró Javier, mostrando dos pares de lana. «Mi padre tenía razón… Mamá cogió lo primero que encontró. Es increíble lo tacaña que se ha vuelto. Habría sido mejor no recibir nada.»

Pero eso no fue todo. Días después, Carmen llamó para preguntar qué habían regalado los demás.

«Vamos, cuéntame. ¿Qué os dio la madre de Lucía? ¿Y el tío Manuel? ¿Y sus amigas?», insistió.

Javier se negó a responder.

«Mamá, eso no es asunto tuyo. Lucía y yo estamos contentos.»

Colgó sin sentir remordimientos por primera vez.

La vida nos enseña que el valor de un regalo no refleja la bondad de quien lo da. El respeto y el cariño se ven en los pequeños detalles. Y de eso, a Carmen ya no le quedaba nada.

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