28 de diciembre de 2023
Hoy la noche se volvió helada en Madrid y Lola, con la mirada clavada en la ventana, susurró: «Quiero el divorcio». Apartó la vista de mis ojos como quien busca ocultar una tormenta que ya se avecina.
Mi rostro se volvió pálido al instante, como si la luz de la calle hubiera desaparecido. Un silencio pesado llenó la habitación, una pregunta sin palabras flotando en el aire.
«Te dejo con la mujer que de verdad amas», dije, aunque en el fondo sabía que siempre había sido su madre la que ocupaba el primer puesto en su corazón. «No quiero seguir siendo la segunda opción».
Sentí que se me estrechaba la garganta y que mis ojos se humedecían sin querer. El dolor acumulado durante años, la decepción que llevaba guardada, salieron a raudal y me ahogaron el pecho.
«¿De qué hablas? ¿Qué otra mujer?», me preguntó Lola, incrédula, mirándome como si hubiera perdido la razón.
«Lo hablamos cientos de veces. Desde que nos casamos, tu madre nos ha absorbido financieramente, emocionalmente y hasta en tiempo. Tú lo aceptas porque su sopa es más sabrosa y sus tortillas más esponjosas. No puedo seguir así», explotó Lola, con lágrimas que corrían incesantes por sus mejillas sonrojadas.
Recordé los sueños que tenía cuando la conocí: un prometido prometedor, una carrera respetable, la vida en el centro de Madrid como una batalla constante por alcanzar la felicidad.
Hace cinco años, Lola se aventuró tímidamente en nuestro amplio salón. Los muebles, la cristalería, la decoración para una chica que había pasado la mayor parte de su vida en pisos compartidos y residencias universitarias, todo parecía caro y frágil.
«¿Cómo he tenido la suerte de encontrar a un hombre con su propio piso?», bromeó ella, colocando sus manos sobre mis hombros.
«Espérate a que deje mis calcetines por todas partes y dime cuánto me admiras», respondí, intentando aligerar el ambiente.
Nuestro romance había florecido rápido, una historia que pedía continuación. En aquel entonces, yo estudiaba el último año de periodismo en la Universidad Complutense y ella trabajaba como directora de ventas, con un sueldo estable.
Un año después de mudarnos, nos casamos.
«Pronto convertiremos el cuarto de invitados en el cuarto del bebé», comentó Lola, abrazándome y dejando entrever su deseo de ser madre.
Un mes después, la inesperada visita de Doña Carmen, la madre de Lola, apareció en la puerta con dos maletas. Su relación con su hijo siempre había sido impecable, al menos a sus propios ojos.
Su educación, marcada por la culpa constante y las exigencias de una mujer que había luchado sola, había forjado a un hombre que le debía todo. Se enorgullecía de que su hijo hubiera llegado tan lejos y creía que el mérito era suyo.
Cada día de pago, yo devolvía las deudas del piso, del coche y de mi infancia. Lola observaba todo a distancia, sin querer romper la armonía, y solo mencionaba el tema con cautela.
«¿En qué han invertido el dinero de la venta de la casa?», preguntó Lola mientras servía té, intentando abrir la conversación. Doña Carmen había heredado una casita con jardín en un pueblo cerca de Ávila.
Años después, vendió la casa rápidamente, pero a un precio bajo, diciendo: «Parte del dinero lo usaré para mis vacaciones, parte para mi nuevo negocio».
Doña Carmen, pese a su pasado de luchas, se mantuvo ambiciosa, dominante y, a veces, prepotente. Con gente así hay que tratar con cautela; no se puede confiar en quien te muerde la mano cuando le ofreces el dedo.
Recientemente descubrió una empresa de cosméticos que vendía en línea. Para colaborar necesitaba comprar grandes cantidades mensuales, y fue con el dinero de la venta de la casa que invirtió.
«No habrá problema en seguir viviendo aquí», declaró, revolviendo miel en su té.
«Claro, siempre son bienvenidos», respondí, intentando mediar. Lola, temerosa de que fuera una medida temporal, dijo: «Buscaré una vivienda mejor para ella; mi amiga es inmobiliaria y encontrará algo en un buen barrio».
Doña Carmen contestó: «Dos pisos son demasiado, mejor ahorramos aquí». Se presentó como víctima de las circunstancias.
Yo miré a Lola, comprendiendo su frustración. No tenía nada contra su madre, pero compartir el territorio de forma permanente resultaba insostenible. Yo sólo dije: «Como te parezca».
Siempre apoyé las ideas de mi suegra, aunque fueran cuestionables, creyendo que no tenía derecho a oponerme. Sus proyectos iban desde macramé, velas, jabones, hasta álbumes de fotos. Ella veía en mí una fuente de recursos para financiar todo eso, mientras yo, como director, no trabajaba un solo día fuera de casa.
Mi gratitud infantil hacia su madre había anulado mi voluntad, convirtiéndome en un cómplice silencioso de sus decisiones financieras y emocionales. Resultaba sorprendente cómo un hombre adulto podía quedar tan atrapado bajo la influencia de una madre.
El cuarto de invitados nunca se transformó en habitación infantil y, tras tres años, poco había cambiado. Yo trabajaba en una editorial; mis artículos aparecían en la sección «Familia y relaciones», pero no lograba dar claridad a mi propio hogar.
Mi opinión pasaba desapercibida; Doña Carmen llevaba la batuta con autoridad. Entendía que mi madre soltera, al casarse, traería una esposa que absorbería todo su tiempo y dinero, y eso la amenazaba.
Los problemas de Doña Carmen solo ella podía resolver; mi ceguera impedía cualquier intervención. La casa estaba llena de frascos de la empresa de cosméticos y la obra de mi suegra no generaba los ingresos prometidos. Cada vez que la confrontaba, escuchaba: «Mamá sabe lo que hace» o «Hay que tener paciencia, los árboles no crecen de pronto», mientras los gastos seguían escalando.
Cuando ella insinuó que yo también debería invertir en el negocio familiar, supe que necesitaba medidas drásticas.
El último colmo llegó la víspera de Año Nuevo 2024. Después de una noche en la pista de hielo, nos sentamos en un café pequeño. Con las mejillas sonrojadas, Lola me preguntó:
«Tomás, ¿eres feliz?».
«Claro», respondí tomando su mano. «¿Cómo podría no serlo a tu lado?».
«Quiero un hijo», susurró, acercándose.
«¿Ya ahora?», dije, besando su mano.
Aquel día decidimos que era momento de traer una vida al mundo. Pero, apenas 24 horas después, Doña Carmen irrumpió en nuestro dormitorio.
«¡No pueden tener un hijo ahora!».
Su atrevido comentario me dejó helado. Me armé de valor y respondí: «Tomás aún no ha terminado de pagar la hipoteca, el coche aún tiene deudas».
Yo, por primera vez, le dije a mi suegra: «Siempre he querido lo mejor para mi hijo, pero ya no aceptaré que me esclavices con tus caprichos. Tú no le debes nada; él es nuestro hijo, no tuyo».
Doña Carmen pareció entender, pero no quiso renunciar a su cómoda vida y, tras un breve silencio, replicó: «Tomás verá que tengo razón».
Temía que eso fuera cierto, pues mi dependencia de su opinión era profunda.
Aun así, no permití que nada me detuviera. Lola quería ser madre y yo estaba dispuesto a luchar. Pero la resistencia de mi madre se hizo evidente; pronto quedó claro que Tomás estaba perdido, incluso para sí mismo.
Ayer, él había aceptado la idea de un hijo con ilusión; hoy argumentaba: «Tal vez aún no es el momento, no hay prisa, no estamos preparados». Sabía que no podíamos seguir así.
«Quiero el divorcio», le dije, la frase que debía romper el círculo.
Su rostro se volvió gris al instante.
«Te entrego a quien realmente amas. No quiero seguir siendo la segunda opción».
No podía seguir cerrando los ojos ante la injusticia que vivía. Lola había intentado hablar conmigo desde que su madre llegó, pero yo no escuchaba, negaba la realidad.
Las lágrimas brotaron de sus ojos.
«¿De qué hablas? ¿Qué otra mujer?», preguntó, desconcertado.
«Desde que nos casamos solo dices: Mamá, mamá. Su sopa es más sabrosa y sus tortillas más esponjosas. Ella administra nuestras finanzas. Ya no puedo más».
Yo, aturdido, intenté comprender cómo habíamos llegado allí. Cuando su voz se apagó, me senté junto a ella en la cama y miré su rostro empapado.
«¿Es solo por el hecho de que mamá vive con nosotros?».
«¿No lo ves? Te ha absorbido por completo. No eres dueño de ti mismo. Sin mi sueldo, estaríamos en la ruina. Tu madre me prohíbe quedar embarazada por miedo a perder su flujo de dinero. Ella es una buena mujer, pero debe reconocer límites que ella misma traspasa, y tú los borras con tu total complacencia. Ambos sufrimos, al igual que nuestro futuro hijo. Tus deudas ya están pagadas, Tomás, vive para ti, no para tu madre».
La conversación fue incómoda, pero Tomás pidió una oportunidad, prometiendo aclarar su relación con su madre y poner nuestras prioridades por encima de todo.
Los primeros pasos fueron duros: cortar el flujo de dinero que la suegra recibía y decirle que ya no viviera con nosotros. Un mes después, Lola eligió el papel tapiz del cuarto del bebé. Con la suegra fuera, su actitud cambió; al perder el sustento del negocio de cosméticos, tuvo que buscar trabajo propio y aprendió a valerse por sí misma.
Un año después nació nuestro hijo. Doña Carmen, ahora con un empleo decente, nos ayuda con alegría. La familia pasa tiempo junta y la felicidad parece habernos llegado al fin.
He aprendido que, cuando el amor propio se sacrifica por el de otro, el equilibrio se rompe. Si uno no defiende sus límites, termina atrapado en la sombra de quien lo controla.
Hoy, mientras observo a nuestro pequeño dormir, entiendo que la verdadera valentía consiste en poner fin a lo que nos destruye, aunque duela. Esa es la lección que quiero llevar siempre conmigo.







