¿Quién, si no yo?
En el patio de un bloque de cinco plantas de un barrio de la periferia de Sevilla, todo el mundo conocía a la abuela Alba Pérez. Baja, enclenque, con canas recogidas en un moño apretado, se desplazaba con su bastón, pero con una energía tal que la gente joven nunca le alcanzaba el ritmo.
Alba vivía allí desde que se construyó el edificio, recordaba a todos los vecinos y ellos la respetaban, no tanto por la edad, sino por su lengua afilada y su voluntad de hierro. Cuando a alguno de los vecinos le tocaba un problema, la abuela Alba (así le llamaban de cariño) era la primera en ofrecer ayuda; y si alguien se pasaba de la raya, ella le ponía el punto final.
Una mañana llegó a la finca una familia nueva: una pareja joven con su hijo adolescente. El chaval, llamado Pascual, pronto halló compañía entre otros revoltosos y, en menos de lo que canta un pájaro, el patio se convirtió en un caos: bombillas rotas en el portal, vulgaridades pintadas en las escaleras y, una vez, una ventana del sótano se hizo añicos, justo donde la anciana amante de los gatos alimentaba a sus mininos.
Pascual no era cualquier gamberro, era un gamberro con imaginación torcida. A veces tendía una cuerda entre los árboles para que los ciclistas tropezaran; otras, metía sorpresas de los perros vecinos en la caja de arena del parque infantil. Sus padres suspiraban: «Es la edad de los adolescentes», pero la abuela Alba no estaba de acuerdo.
¡Eh, Pascu! le gritó una mañana mientras él intentaba atar una petarda a la banca. Ven aquí, a ver.
¿Qué quieres? gruñó el chaval, pero se acercó.
¿Eres listo, muchacho?
Pues Pascual frunció el ceño.
Porque veo que tus travesuras son de tonto. Un listo no actúa así.
¡Déjame en paz!
No lo haré. Porque, si no soy yo, ¿quién te dirá la verdad?
Pascual hizo una mueca, pero dejó la petarda.
Al día siguiente, Alba lo sorprendió en otro hazaña: estaba pintando con spray una palabra obscena en la pared del garaje.
¡Vaya, vaya! dijo ella. El artista ha llegado.
¿Y qué? sonrió Pascual con desparpajo. ¡Está chulo!
Chulo, sí asintió la abuela. Solo que el dueño del garaje, el señor José, vuelve del trabajo en un momento. Y si te pilla
¡Me vale!
Vale, pero oye: si el señor José no te castiga, yo sí lo haré.
Pascual bufó, pero tiró el spray.
Esa noche, el señor José, rojo de furia, salió corriendo por el patio agitando la correa del perro.
¡¿Quién ha hecho esto?!
Pascual se escondió tras una esquina, pero Alba ya estaba allí, junto a él.
¿Qué tal, artista? ¿Te escapas o confiesas?
¡Me va a matar!
¿Pensabas que una chapuza no tenía consecuencias?
Al final, Pascual tuvo que limpiar el garaje bajo la supervisión del señor José y, por supuesto, de la abuela Alba.
¿Ves? le dijo ella cuando terminó. Ahora el garaje está limpio y tú estás a salvo. Podía haber sido peor.
¡Id al cuerno! balbuceó Pascual, aunque la arrogancia había desaparecido de su voz.
Pasó el tiempo. Pascual seguía haciendo travesuras, pero ya no con la misma temeridad. Un día, Alba lo vio empujando a unos niños pequeños en el patio.
¿Otra de tus cosas? preguntó con severidad.
¡Ellos se meten solos!
Ya eres mayor. Deberías ser más listo.
¿Y qué se supone que haga con ellos?
No los persigas, enséñales algo.
Pascual la miró desconcertado.
¿Qué?
Pues piensa. Se quedó pensando. Puedes mostrarles a jugar al fútbol o a los cazarreales.
¡Pero son niños!
A ver, inténtalo.
A regañadientes, tomó una pelota del patio. Media hora después, el patio estalló en risas: Pascual les estaba enseñando a lanzar penaltis.
Desde entonces, Pascual cambió un poco. No se volvió un santo, pero dejó de ser ese diablillo del que todos huían. Cuando la abuela Alba se rompió la mano, él fue quien le llevaba las bolsas del supermercado.
¿Qué te pasa, Pascu? le espetó ella.
Solo que no haya discusiones murmuró él.
Todo el mundo del bloque sabía que Alba podía ser estricta, pero siempre con buen sentido, y por eso la escuchaban.
Porque, si no ella, ¿quién?
Pasó el verano. Pascual ya no empujaba a los niños; ahora corrían detrás de él, llamándolo el mayor. Les mostraba cómo clavar clavos, reparar bicicletas y hasta organizó una sociedad secreta con contraseña y lema: «Los verdaderos hombres no hacen el gamberro, protegen a los débiles».
Una tarde, Alba, sentada en la banca, vio a Pascual separar una pelea entre dos niños.
¡Arturito es un debilucho! gritó uno. ¡Dale una patada!
Sin golpes dijo firmemente Pascual, plantándose como muro. Lo resolvemos con juego limpio.
Alba sonrió.
¿Qué tal, Pascu? lo llamó tras la pelea. ¿Ya casi eres héroe?
Anda ya, abuela se sonrojó. Solo que son tontos, pequeñines.
Ya eres un adulto.
Pascual reflexionó.
Abuela, ¿por qué te preocupas tanto por mí? Yo era un… un rebelde, ¿no?
Porque vi en ti a una buena gente.
¿Y los demás?
A los demás les era más fácil regañar. Yo hizo un guiño. Cuando era joven, también fui así.
Pascual abrió los ojos.
¿De verdad?
Sí. Incluso me llevaron a la policía.
¿Y eso?
Un anciano me dijo: «Chica, eres lista. ¿Por qué haces tonterías?». Así que empecé a pensar.
Pascual se rió.
¿Y ahora tengo que pensar?
Ya lo estás haciendo. Lo veo.
Se encogió de hombros.
Abuela, ¿y si… si vuelvo a meter la pata?
Tú no eres el que mete la pata. Y si lo haces, arréglalo.
Desde entonces, Pascual se convirtió en el tipo de la calle. Ayudaba a los mayores, reparaba columpios y convencía a sus amigos de no tirar basura. Cuando la abuela Alba enfermó otra vez, él le llevaba cada día medicinas y le contaba las novedades del barrio.
¡Pascu, me estás consintiendo demasiado! refunfuñó, aunque sus ojos brillaban.
Yo te estoy educando le replicó él.
Un día apareció en el patio un chaval nuevo, tan revoltoso como Pascual hacía unos años.
¡Eh, colega! le gritó Pascual. Ven para acá
Alba, sentada en la banca, sonrió en silencio.
¿Quién, si no él?







